Bernardo Alberte, testigo y protagonista de esa
cronología contradictoria de utopías y represiones, del despuntar de la
Teología de la Liberación y de los cursos de contrainsurgencia en la Escuela de
las Américas, incorporó para la Historia de la Liberación su cuota no menor de pasión y convicción, de
honestidad y desinterés personal.
Carlos María Romero Sosa /
Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos
Aires, Argentina
Bernardo Alberte en la revista Cristianismo y Revolución, 1969. |
En Avenida del Libertador de la
Ciudad de Buenos Aires, en el 1160, entre Ayacucho y Schiaffino debiera
colocarse una placa o en su defecto una
baldosa en la acera, que recuerde al Teniente Coronel Bernardo Alberte; un vecino del edificio identificado con
aquella numeración, que resultó ser el
primero de los muertos por la dictadura, en un hecho perpetrado en la madrugada
del 24 de marzo de 1976. El militar de 57 años, ex edecán del presidente Perón
y su delegado personal entre 1967 y 1968, fue arrojado por una ventana de su domicilio a un patio interior, pocas horas
después de haber dirigido una carta abierta a Videla, antecedente de la que
enviara a la Junta de Comandantes Rodolfo Walsh un año más tarde y que también
le costó la vida al periodista y escritor. En la suya Alberte denunciaba el intento de asesinato del que fue víctima el 20 de marzo
de aquel trágico año, así como el secuestro del militante peronista Máximo
Augusto Altieri, cuyo cadáver apareció baleado en Esteban Echeverría poco
después. Con visión profética, advirtió al Comandante en Jefe el riesgo
de que las FF.AA. avanzaran en calidad de fuerzas de ocupación en un terreno “donde por plano inclinado serán llevadas a
sustituir a las policías de los ambientes fabriles, hasta ahora privadas, y a
ser custodios de los intereses de una de las partes, precisamente la menos
indicada para representar el interés general”. La respuesta no fue otra que
la irrupción en su hogar de un grupo de tareas al grito de “Venimos a
matarte”.
El “Mayor Alberte”, así conocido y nombrado con vivas muestras de respeto y afecto por parte de la
militancia desde los años de la
Resistencia -durante la presidencia del doctor Cámpora se le confirió el grado
inmediato superior de Teniente Coronel-, consecuente con el lema de Evita: “El peronismo será revolucionario o no será nada”, lideró el llamado
Peronismo Revolucionario desde mediados
de los años sesenta del siglo XX, corriente que reunió a
probados luchadores sociales como Gustavo Rearte, Carlos Caride, Envar
El Kadri, Susana Valle, Julio Troxler, Jorge Rulli, Eduardo Gurrucharri, el ex
seminarista Juan García Elorrio director de la revista “Cristianismo y
revolución”, Mabel Di Leo o Alicia Eguren, compañera de vida y de lucha de John
William Cooke y activa colaboradora de
la publicación “Con todo” que comenzó a aparecer en 1968 y que dirigía el
Mayor.
Con decisión Alberte enfrentó al neoperonismo vandorista y a las burocracias sindicales participacionistas con el onganiato.
Esforzado hasta el sacrificio final por sus ideales, también a él le tocó
transitar, dickensianemante, por “el mejor de los tiempos y el peor de los
tiempos”, dado estar cargados a la vez de ilusiones y decepciones. Eran los tiempos en que Perón enviaba desde su exilio
madrileño una carta a Mao Tse Tung, llamándole “maestro de revolucionarios”
mientras en una calle de París, Sartre voceaba un periódico maoista. Cuando
aquí la declaración de Huerta Grande de 1962, inspiraba nuevas reivindicaciones
obreras como el Programa del Primero de Mayo de 1968 de la CGT de los
Argentinos con el gráfico Raimundo Ongaro a la cabeza; una organización
obrera y un dirigente que tanto apoyo recibieron de Alberte. Y eran también los tiempos en que
mientras sectores de la Iglesia argentina y latinoamericana despertaban y
ponían el oído en los reclamos populares, se frustraba la experiencia guerrillera
tucumana de Taco Ralo y el primer regreso de Perón a la Argentina. En la
salteña Orán, Jorge Ricardo Masetti, el Comandante Segundo, se disolvía en la
lluvia, la selva, el tiempo, al decir de Walsh; y el foquismo como táctica y estrategia para
crear muchos Vietnam en América,
fracasaba estrepitosamente con la muerte del Che Guevara en Bolivia.
Bernardo Alberte, testigo y protagonista de esa cronología
contradictoria de utopías y represiones, del despuntar de la Teología de la
Liberación y de los cursos de contrainsurgencia en la Escuela de las Américas, incorporó
para la Historia de la Liberación su
cuota no menor de pasión y convicción, de honestidad y desinterés personal –en
1973 declinó la titularidad de YPF que le ofreció el gobierno popular iniciado
el 25 de mayo de aquel año-, de grandeza para pergeñar un mundo más justo y
voluntad de hierro para hacerlo posible.
“¿Cómo cree usted que será posible
la construcción nacional del socialismo a la que Perón se ha referido en tantas oportunidades?”, le
preguntó en un reportaje publicado en 1973 en diario El Día, de México, su
amigo Rodolfo Puiggrós: “Mediante la
construcción del Estado Socialista”, respondió sin titubear Alberte.
Sufrió detenciones, exilios, atentados e infamias de todo tipo que
epilogaron en su asesinato. Y en tanto en los años dramáticos que van de 1968 a
1975 -lejos para él de representar “los años felices” de ese mismo período
que registra el segundo tomo de “Los diarios de Emilio Renzi”, alter ego
de Ricardo Piglia-, debió despedir sin quebrarse a compañeros como Gustavo
Rearte o a los miembros de las FAP Manuel Eduardo Belloni y Diego Ruy Frondizi,
masacrados por la bonaerense en Tigre. Pero en medio de sinsabores y duelos
recibió una distinción que lo conmovió de manos de la viuda del General Juan
José Valle: las charreteras del militar fusilado en junio de 1956 por defender
la causa del pueblo. Eduardo Gurucharri en su libro biográfico, en el que hace
pública su nutrida correspondencia política, en especial con Perón: “Un militar
entre obreros y guerrilleros” (Colihue, 2001), documenta con la trascripción de
la carta de agradecimiento a la señora de Valle, el honor que significó para el
Mayor ese presente: “He recibido por
manos de su hija Susana el más emocionante homenaje que jamás imaginé
merecer. Usted me hace depositario de un
símbolo que compromete mi vida hasta la muerte”.
Pocas horas antes de su violento fin, siendo casi ya el 24 de marzo del 76´, pasé cerca de su casa al regresar de un curso
nocturno de postgrado de notariado al que por obvios motivos, como que el golpe
se venía anunciando a los cuatro vientos,
habían faltado el docente, escribano Soffía Aguirre, y la mayoría de mis compañeros. Tengo presente
los pasillos vacíos de la Facultad de Derecho. Al salir advertí que enfrente estaba cerrada la
confitería “Las Artes” y las calles y parques adyacentes tomados por
tropas policiales. Llegué apurado y no
sin miedo hasta una avenida Pueyrredón
lúgubre, con más patrulleros con uniformados de fajina y casco que automóviles civiles
transitándola. Ignoraba eso sí, mi proximidad -también en horas- al sitio
inaugural del genocidio: el 1160 de Avenida del Libertador.
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