Mentir exige un
ejercicio constante. En la actualidad el discurso oficial plagado de mentiras
se extiende por los medios las redes e impregna la tarea específica de los
trolls. Si no hubiera un fin determinado, el máximo beneficio económico de las
transnacionales y los grupos locales, sería demencial. Si bien la castigada
sociedad sobrevive atolondrada de mentiras, a tientas intenta divisar una luz
al final del túnel.
Roberto
Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza,
Argentina
La esperanza es lo
último que se pierde se repite inconscientemente, sospechando que la verdad
anda esquiva, dando vueltas por ahí.
Esta semana ha sido de
conmemoraciones, se ha recordado el 75° aniversario del desembarco de los
Aliados en Normandía el pasado 6 de junio. Dos días atrás, el 4, también se
cumplían 76 años del golpe nacionalista de 1943, que intenta cerrar la etapa
oligárquica iniciada con el golpe anterior de 1930 que derroca a Yrigoyen e
inicia la tristemente célebre Década Infame. Ese mismo día 4, pero de 1946,
asume el primer gobierno Juan Domingo Perón. Esos setenta años, que el actual
discurso oficial intenta culpar de todas las desgracias del país, como un
preclaro deseo de volver a la injusta situación anterior.
Sin embargo, mal que le
pese a esa rancia oligarquía crecida de la apropiación de tierras ganadas al
indio, esa década desarrolló la revolución más amplia y profunda de toda la
historia argentina. Conjunción de ideas y voluntades que hicieron posible una
distribución de la riqueza jamás realizada. Ideas que venían de vertientes antagónicas
que entendían que debía diseñarse un nuevo Estado con facultades inexploradas
hasta ese momento y que debían enfrentar los nuevos desafíos sociales.
Es cierto que fue una
época sin precedentes, los ingresos extraordinarios dejados por la venta de
alimentos al mundo hambreado de la guerra. Pero, desde el surgimiento y apogeo
del modelo agroexportador, en el último cuarto del siglo XIX, los excedentes de
“el granero del mundo” – rebautizado actualmente por el presidente Macri, como
el supermercado del mundo, se usaron en tirar manteca al techo en Francia,
Suiza o Italia, para bienes suntuarios o construcciones palaciegas en las
estancias bonaerenses o del litoral.
Es más, las elites
gobernantes no supieron reaccionar frente a la Gran Depresión y se arrojaron a
los pies del león inglés, para mantener los privilegios previos. El pueblo, el
país plebeyo de mestizos e inmigrantes indeseables no contaba para nada.
Con el Coronel Perón
instalado en la Secretaría de Trabajo y Seguridad Social, los reclamos obreros
tuvieron respuesta oficial. El trabajador rural, bastardeado por décadas, tuvo
su estatuto al igual que el resto de los sindicatos que ampliaron sus
condiciones y reconocimiento.
Pero sin duda, fue la
reforma de la Constitución de 1949 el mayor triunfo de la mejor tradición
federal yrigoyenistas, con las ideas revolucionarias de izquierda como del
socialcatolicismo proveniente de las encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo
Anno, según lo reconocía el propio líder del movimiento, como también el
miembro informante y redactor de la Carta Magna, Arturo Enrique Sampay.
De entrada, en el
Preámbulo se reconocía a la Argentina como nación socialmente justa,
económicamente libre y políticamente soberana, conforme la Tercera posición
adoptada frente al mundo emergente de Yalta. Un desafío demasiado osado y
temido por las catervas cipayas que se sentían desplazadas.
La propiedad privada
compulsó con la propiedad social de los medios de producción, al establecerse
la intervención del Estado en la economía, arrogándose éste la titularidad del
subsuelo y sus riquezas, como también el monopolio de los servicios públicos y
los transportes hasta ese momento en manos extranjeras. Surgieron nuevos
organismos en áreas de avanzada como la aeronáutica y se fortalecieron empresas
públicas que venían abriéndose paso. Incluso se avanzó más en el reconocimiento
de los derechos del trabajador, elevándolo a rango constitucional. Algo inédito,
cuya impronta pervive en la consciencia de los trabajadores.
Fue un antes y un
después. Un salto descomunal que el dictador Aramburu suprimió en abril de
1956, restituyó la Constitución liberal de 1853/60 y al tiempo, llamó a una
Convención Constituyente para incorporar parte de todo ese andamiaje jurídico
que no podía abandonarse. El resultado fue el artículo 14 bis, en donde se
comprimieron y cercenaron los derechos consagrados anteriormente.
Claro, mirando a los
vecinos brasileños y chilenos, podríamos decir que corremos con cierta ventaja.
Mientras los seis meses de Bolsonaro reinstalaron el clima de la dictadura y,
aunque en su acotada visita le dedicó elogios a Macri y un declamado rechazo a
CFK, intromisión no denunciada por el servicio exterior, como era de esperar
puesto que ambos mandatarios corean en contra del presidente Maduro de
Venezuela. Sin embargo, aunque progresan voces que intentan modificar la Carta
Magna brasileña de 1988, aun son discusiones y amagues.
Y, en el caso de Chile,
la dictadura de Pinochet derogó la Constitución de 1925 y designó una Comisión
de Estudios de la Nueva Constitución CENC, cuyo borrador fue supervisado y
modificado por la Junta Militar y luego de un sospechado plebiscito, se puso en
vigencia en 1981. Algo único y repugnante que arrasó con los cimientos
democráticos de la sociedad y llevará muchas décadas modificar las mentalidades
de la comunidad, azotada por un disciplinamiento que caló hondo en varias
generaciones.
Es por eso la
insistencia del gobierno en echarle la culpa al peronismo y denigrar aquella
década gloriosa. De allí su enredo de mentiras y contradicciones.
Todo ese ideario de
lucha, de sangre y reivindicaciones desde 1955 hasta ahora, es la bandera que,
desde el sur, guía las rebeliones populares del continente.
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