Ocho países sudamericanos
decidieron embarcarse en un nuevo proyecto de cooperación regional. Sin
embargo, las visiones cortoplacistas y el carácter excluyente de la nueva
organización dejan serias dudas sobre su utilidad para resolver los problemas de la
región.
Alejandro Frenkel / Nueva Sociedad
Una
buena parte de la biblioteca sobre el regionalismo sostiene, casi como un
mantra, que el rumbo errático de la integración en América Latina se debe a dos
grandes problemas: la poca disposición a ceder soberanía para conformar
instituciones supranacionales y la alta propensión a crear instancias
regionales sin desechar las anteriores, lo que genera una superposición de
siglas cada vez mayor. «Latinoamérica tiene tantas cumbres que parece una
cordillera», dijo
una vez el presidente de Chile Sebastián Piñera.
Los
traspiés que viene sufriendo la Unión Europea –símbolo por excelencia de la
integración supranacional– hicieron que el primero de estos argumentos perdiera
fuerza en los últimos tiempos. Queda, entonces, la superposición. Ahora bien,
aunque minoritaria, otra parte de la biblioteca sostiene que la superposición
de organismos puede ser algo positivo, ya que ofrece un amplio menú de opciones
institucionales para elaborar políticas regionales. Sumado a esto, segmentar
las agendas en distintos organismos permite sortear las lógicas de
suma cero que supone concentrar todo en un solo lugar.
El
pasado 22 de marzo, ocho países sudamericanos decidieron conformar un nuevo
mecanismo de integración regional: el Foro para el Progreso de América del Sur
(Prosur). La iniciativa, promovida por los gobiernos de Chile y Colombia, fue
secundada luego por Argentina, Brasil, Ecuador, Guyana, Paraguay y Perú. Según
consigna su declaración inaugural, el organismo pretende conformar «un espacio
regional de coordinación y cooperación en materia de infraestructura, energía,
salud, defensa, seguridad y manejo de desastres naturales». Para lograr eso, se
propone un «marco institucional flexible y un mecanismo ágil de toma de
decisiones». Como requisito excluyente para participar, agregan, es necesaria «la plena vigencia de la democracia,
la separación de poderes del Estado y el respeto a las libertades
fundamentales».
Teniendo
en cuenta lo anterior, Prosur representa una anomalía para las dos bibliotecas
del regionalismo latinoamericano. En primer lugar, su creación no significa
agregar una nueva sigla al rompecabezas de la integración latinoamericana, sino
reemplazar a otra existente: la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Es
cierto que este tipo de sustituciones no son algo novedoso en la historia
latinoamericana. Por caso, la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI)
reemplazó a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en 1980, y
la Comunidad Andina de Naciones (CAN) hizo lo propio con el Pacto Andino en
1996. Lo distintivo, en este caso, es que Prosur fue creado sobre la
impugnación de su antecesor: los países abandonaron la Unasur aduciendo que era
un
bloque con «exceso de ideologismo y burocracia». Estos argumentos
resultan poco sustentables, si se tiene en cuenta que una de las
características de la Unasur es haber sabido congregar diferentes feligresías
ideológicas, políticas y económicas. A lo largo de una década, convivieron
economías abiertas con modelos estatistas; gobiernos antiimperialistas con
gobiernos proestadounidenses; líderes populistas con presidentes republicanos.
Tampoco
puede decirse que la Unasur haya sido diseñada con estructuras rígidas y
burocráticas. En todas las declaraciones presidenciales –desde la Comunidad
Sudamericana de Naciones (CSN) hasta la conformación de la Unasur– se menciona
la necesidad de articular una institucionalidad flexible y evitar así la duplicación
y superposición de esfuerzos. El uso extendido de la diplomacia presidencial y
la creación de solo tres instancias permanentes –la Secretaría General, el
Centro de Estudios Estratégicos de la Defensa y el Instituto Sudamericano de
Gobierno en Salud– son reflejo de ello.
De
lo anterior se concluye que, en lo inmediato, Prosur no se propone agregar un
nuevo plato al menú de organismos regionales, sino restringir los comensales
según la afinidad ideológica. Si, como se dijo más arriba, la Unasur contuvo
diferentes formas de mirar el mundo, Prosur carece de pluralidad: todos sus
integrantes comparten lo que Roberto Russell y Juan Tokatlian denominan lógica
de política exterior de aquiescencia. Esto es, aceptar la condición
subordinada de América Latina en el sistema internacional y acoplarse a los
intereses de Estados Unidos, creyendo que con eso se obtendrán mejores
dividendos materiales y simbólicos. En materia de integración regional, la
aquiescencia significa abstenerse de participar de esquemas colectivos que
puedan afectar la relación privilegiada con Washington.
Esta
reconversión hacia un regionalismo alineado con Estados Unidos se hace evidente
en el abandono de las agendas «autonómicas» que caracterizaron a la Unasur. La
primera se plasmó en el desarrollo de mecanismos endógenos para resolver
conflictos. Así fue durante la tentativa secesionista en Bolivia (2008) o
frente al intento de golpe de Estado en Ecuador (2010). «Soluciones regionales
a los problemas regionales», se repetía por entonces. La exclusión de Venezuela
del nuevo organismo y la elección de instancias como la Organización de Estados
Americanos (OEA) y el Grupo de Lima muestran, en cambio, una mayor sintonía con
Estados Unidos a la hora de abordar las coyunturas críticas de la región.
La
otra vertiente autonómica de la Unasur estuvo en el área de seguridad, a través
de la creación del Consejo de Defensa Suramericano (CDS). Ideado para construir
una identidad de regional de defensa, el CDS impulsó iniciativas orientadas a
reducir la dependencia –doctrinaria, logística y tecnológica– de los países
desarrollados. Los gobiernos fundadores de Prosur, sin embargo, han optado por
adscribir sin reparos a la política de seguridad hemisférica de Washington,
basada en la lucha contra las nuevas amenazas y la militarización de la
seguridad interior.
Otro
aspecto novedoso de la creación de Prosur es la nula incidencia de Brasil en el
rearmado de la geopolítica regional. Desde que en 1994 Itamar Franco intentara
–sin suerte– conformar el Área de Libre Comercio Sudamericana (ALCSA) como
contrapeso al proyecto hemisférico de Estados Unidos, todas las iniciativas
subsiguientes orientadas a consolidar a América del Sur como un espacio
político y económico estuvieron impulsadas desde Brasilia. Incluso, podría
decirse que incluso la tan mencionada «convergencia» entre el Mercosur y la
Alianza del Pacífico tuvo al gobierno brasileño de Dilma Rousseff como uno
de sus principales motorizadores. Este hiato del gigante
sudamericano revela dos cosas: por un lado, que el declive internacional
brasileño no detiene su curso. Pero, por el otro, revela que el proyecto
sudamericanizador cobró vida más allá de su creador. La paradoja, en este caso,
es que ni Franco, ni Fernando Henrique Cardoso ni Luiz Inácio Lula da Silva
imaginaban transformar a Sudamérica en una instancia de subordinación y
aceptación del statu quo internacional, sino más bien en un actor global
que sirviera para fortalecer el margen de negociación de la región.
En
definitiva, parece poco lo que puede aportar el Prosur a la integración
sudamericana. El argumento de que es una instancia que carece de la
ideologización y la rigidez institucional de su antecesora no solo es difícil
de sostener con evidencia, sino que tampoco parece ser una explicación
verosímil para el resto de los actores regionales. Paradójicamente, Uruguay
rechazó integrarse a Prosur alegando que es un proyecto ideológico y
que «los problemas de la integración no se resuelven creando nuevos
organismos». Por otro lado, reemplazar un organismo plural e inclusivo por otro
limitado a gobiernos afines impide desarrollar mecanismos efectivos de
resolución de conflictos y espacios abarcativos desde los cuales consensuar
mínimos denominadores comunes.
Lo
que es un más grave, en el marco de la nueva bipolaridadque parece estar
consolidándose entre China y Estados Unidos, la región debe decidir si se
constituye en un sujeto internacional con voz propia o, por el contrario, en un
mero objeto de canibalización por parte de potencias extrarregionales. Y no
parece que el Prosur pueda ayudar a resolver el dilema.
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