Diecisiete países a
través de diferentes modalidades se subordinaron a Estados Unidos después que
éste les ofreció, mediante el Grupo de Lima, participar de la rapiña que sobrevendría
a la caída del gobierno de Venezuela. Poco a poco algunos se fueron retirando
al observar que la realidad marchaba en dirección contraria a lo que Estados
Unidos les había prometido.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
En 1945, al finalizar
la segunda guerra mundial, se constituyó un nuevo sistema internacional que
daba cuenta aproximada de la correlación política de fuerzas en el planeta,
pero que en gran medida respondió a la imposición de Estados Unidos, el gran
vencedor en la conflagración, sobre todo porque su territorio no fue tocado por
el conflicto y su aparato industrial estaba intacto. También concurrieron a la
creación de esta situación la mínima cantidad de bajas que sufrió ese país en
comparación con Europa y China y su participación de última hora (menos de un
año) en la verdadera guerra que fue la que se desarrolló en Europa, a pesar que
ha querido magnificar hasta hoy el carácter de las acciones bélicas contra
Japón en el Pacífico y Asia.
Así, Estados Unidos
modeló el mundo a su medida sin poder evitar que la Unión Soviética y China
jugaran un papel protagónico, la primera por su gran potencial económico y su
participación decisiva en la guerra, y China, que a pesar de haber quedado
devastada tras 14 años de ocupación japonesa, hizo valer sus 540 millones de
habitantes (más del 20% de la población mundial) para incorporarse a la nueva
instancia de poder global: el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Estados
Unidos añadió a sus dos aliados europeos: Gran Bretaña y Francia. De esa manera
quedó configurado el verdadero poder mundial que vino a ser complementado en
1949 con la creación de la Organización del Atlántico Norte (OTAN), brazo
militar de Estados Unidos en el mundo, en alianza con países militarmente
subordinados
Pronto, tal estructura
tuvo su correlato en América Latina, solo que en su área de influencia directa,
Estados Unidos no tuvo cortapisas para diseñar un “traje a su medida”, que se
hizo efectivo tras el surgimiento del Tratado Interamericano de Asistencia
Recíproca (TIAR) en 1947 y la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948,
lo cual concretó el ancestral sueño panamericano basado en la Doctrina Monroe.
Así como la
Organización de Naciones Unidas (ONU) fue creada por 51 Estados, la OEA lo fue
por 21, pero al ser expulsada Cuba en 1962 redujo su membrecía a 20 países. Los
procesos de descolonización y desmembramiento produjeron una explosión de
crecimiento que llevó a que hoy la ONU tenga 193 integrantes y la OEA, 34, tras
la salida de Venezuela en abril pasado.
En el caso de la OEA,
estos países a los que se agregó Canadá en 1989 acompañaron a Estados Unidos en
casi todas sus acciones intervencionistas y violatorias del derecho
internacional a lo largo de cinco décadas. México, tuvo la gloria de haber sido
el único país en no haberse plegado a la decisión del organismo de romper
relaciones con Cuba.
La OEA sirvió durante
décadas para justificar, dar soporte, apoyar y coordinar acciones que sirvieron
para que Estados Unidos cometiera todas sus satrapías en la región. Ningún país
que tenga un gobierno decente puede dar argumento alguno que explique las razones
de su permanencia en esa instancia del gobierno de Estados Unidos que tiene
forma de organización internacional.
Sin embargo, el proceso
de descolonización que vivió el planeta a partir de la década de los años 60
del siglo pasado también llegó al Caribe, países pequeños pero con una clase
política que salvo contadas excepciones, posee una alta formación política,
cultural y educativa, un fuerte orgullo nacional y una honra y dignidad a toda
prueba, produjeron una transformación en la correlación de fuerzas regional en
favor de la democracia, la solidaridad, la humanidad y el respeto al derecho
internacional y a la buena convivencia entre naciones. Los países grandes de
América del Sur se dieron cuenta que existían cuando fue necesario recurrir a
ellos para conseguir votos que necesitaba alguno de sus personeros, a fin
llegar a la máxima jerarquía dentro de la OEA o a otro cargo de elección en un
organismo internacional.
Antes que la OEA, el
TIAR feneció cuando quedó expuesta la falsedad de sus sustentos durante la
guerra de las Malvinas en 1982 en la que a Estados Unidos convenientemente se
le olvidó la Doctrina Monroe poniéndose del lado de la potencia extra
continental agresora, solo que en este caso se trataba de su principal aliado,
criterio suficiente para dar aval a la embestida británica.
Posteriormente, la OEA
también comenzó a desmoronarse, los países del Caribe y otras naciones que en
ese momento tenían gobiernos independientes en la región, presionaron hace
exactamente diez años, en junio de 2009, hasta que la OEA tuvo que aceptar la
reintegración de Cuba al organismo de donde -como se dijo antes- fue expulsada
ignominiosamente en 1962. Pero la isla de Martí y de Fidel, poseedora de una
política exterior independiente y soberana, no le interesó volver a formar
parte de ese engendro imperial. Su cancillería comunicó que: “Cuba no ha pedido
ni quiere regresar a la OEA, llena de una historia tenebrosa y entreguista,
pero reconoce el valor político, el simbolismo y la rebeldía que entraña esta decisión
impulsada por los gobiernos populares de América Latina”.
Estados Unidos se dio a
la tarea de buscar un secretario general que viniera de las filas de quienes
aparentemente no eran sus aliados para darle un barniz progresista a la
institución. Lo encontró de la mano de la superficialidad y banalidad habitual
de José Mujica quien propuso a su ministro de relaciones exteriores. Como es
habitual, los renegados y traidores suelen actuar con más saña y alevosía que
los abiertos enemigos. Parafraseando a Silvio Rodríguez, este tipo de alimañas
necesitan “…buscarse un rinconcito en sus altares”, es decir, en los altares
imperiales.
Almagro se plegó
rápidamente al ideario de la administración Trump que se ha propuesto violentar
el derecho intencional y la propia estructura del sistema global y americano.
En su alienada ambición de destruir a Venezuela, Almagro, ni siquiera escatimó
en atropellar la propia Carta de la organización que dirige en el objetivo de
lograr una expulsión que justificara legalmente la invasión armada a la
República Bolivariana. Después de intentarlo todo sin éxito, se vio obligado a
aceptar que el objetivo no había podido ser cumplido y acató sin inconvenientes
que Estados Unidos creara una nueva instancia que se encargara de hacer lo que
la OEA no pudo. Así nació el Grupo de Lima bajo la idea de la inminente caída
del gobierno de Venezuela.
Diecisiete países a
través de diferentes modalidades se subordinaron a Estados Unidos después que
éste les ofreció participar de la rapiña que sobrevendría a la caída del
gobierno de Venezuela. Poco a poco algunos se fueron retirando al observar que
la realidad marchaba en dirección contraria a lo que Estados Unidos les había
prometido. Los caribeños que participaron de este inédito método de cartelizar
la político, propia de organizaciones mafiosas y de delincuentes dieron
progresiva marcha atrás.
Solo quedaron los 12
apóstoles que a diferencia de los que estaban con Cristo, se trataba de 12
Judas escuchando a su redentor que en este caso era el Dios del mal, de la
muerte, del envilecimiento, de la agresión, del avasallamiento y del dolor para
la mayoría de los pueblos de la humanidad.
Resulta interesante,
observar que ha pasado con ellos. Entre los creadores del engendro estaban los
mexicanos Enrique Peña Nieto y su canciller Luis Videgaray, de éste nadie se
acuerda, Peña Nieto solo sale en los medios por el rompimiento de su acuerdo
matrimonial con Televisa, que lo obligó a casarse con una actriz de esa empresa
a cambio de hacerlo presidente. Andrés Manuel López Obrador hizo retornar la
política exterior de su país a su accionar jurídico tradicional de respeto al
“derecho ajeno” para construir la paz, alejándose en los hechos del Grupo de
Lima.
El anfitrión del evento
en agosto de 2017, Pedro Pablo Kuczynski no pudo cumplir su cometido, ni
siquiera a pesar que se inventara una Cumbre de las Américas contra la
corrupción a fin de ocultar sus propias acciones delincuenciales que hoy,
después de menos de dos años en el cargo, lo tiene preso preventivamente para
investigar sus actos al margen de la ley.
Santos, el ex
presidente colombiano, hoy está más preocupado de su enfrentamiento con su
mentor Uribe que de otra cosa. De su canciller María Ángela Holguín, quien usó
el cargo más para satisfacer anhelos personales que otra cosa, desapareció de
la memoria de la mayoría. Tal vez sus “virtudes” no sirven al margen de la
responsabilidad gubernamental.
A Bachelet, por
servicios prestados, Estados Unidos le regaló un cargo en la ONU donde sigue
sirviendo a su amo. Su canciller y principal activista del grupo de Lima,
dirige un partiducho cuya ideología está basada en el oportunismo político para
obtener cargos públicos. Tras intentar transformarse en adalid de la guerra
contra Venezuela y del libre comercio por órdenes de sus mentores en
Washington, pulula sin éxito por los pasillos que transita la putrefacta clase
política de su país.
Es cierto que Bachelet
y Santos fueron sustituidos por satrapías similares en sus respectivos países,
los nuevos cancilleres dan pena. El colombiano Carlos Holmes Trujillo, llegó al
ridículo de pedir apoyo a Rusia, China y Cuba para derrocar a Maduro, lo cual,
como ha reconocido públicamente el propio presidente Duque es una obsesión
personal que lo persigue. Holmes Trujillo llegó hasta el extremo de viajar a
Moscú para convencer a su colega Serguei Lavrov de la necesidad de cambiar al
gobierno de Venezuela por vías distintas a las electorales. La respuesta
negativa de Rusia fue contundente. El presidente Putin no perdió el tiempo y no
recibió al uribista.
Por su parte, Roberto
Ampuero, que tanto empeño puso en poner a Chile en la vanguardia de la
conspiración anti venezolana fue amargamente expulsado del gabinete del
presidente Piñera y de su puesto como canciller. Ampuero junto a otros cinco
ministros ha tenido que cargar con la responsabilidad por la abrupta caída del
apoyo popular a Piñera que en la última encuesta llega solo a 26%, 15 puntos
menos que en la anterior medición. El presidente le atribuye a Ampuero el
fracaso de la operación Cúcuta el 23 de febrero cuando le aseguró que tras la
entrada de la ayuda humanitaria a Venezuela, las fuerzas armadas se iban a
quebrar y se podría instalar a Guaidó en el gobierno del país.
Piñera se empeñó
personalmente en tal despropósito y no ha podido superar el ridículo que le
hizo pasar su canciller. La cara de circunstancia que mostró junto a Duque y
Guaidó al día siguiente de la fallida invasión a Venezuela, fue clara expresión
de su convicción de que Ampuero era un incapaz que debía ser removido, solo
había que esperar el mejor momento para que pasara inadvertido. Y ese momento
llegó esta semana. Ampuero se fue con más pena que gloria.
Mientras tanto, como
dijo un importante dirigente de la oposición venezolana: “…si alguien llama por
teléfono a Miraflores, el que contesta es Maduro”.
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