En cualquier sociedad
que sale de una guerra interna la palabra reconciliación es equívoca, llama a
ambigüedades, produce contradicciones. En muchos casos hace alusión velada al
olvido de lo ocurrido, a la amnistía de los victimarios; es decir: fomenta la
impunidad. Ello va de la mano de un llamado al entendimiento, a la buena
voluntad, al amor y la concordia.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
¿Qué es la reconciliación?
Pocos términos están
tan cargados como el de "reconciliación". Cargado en todo sentido:
política, emotiva, incluso filosóficamente; la asociación que se hace con lo
religioso y su práctica de "perdón" es inmediata. De esa cuenta,
"reconciliación" no es una palabra inocente, neutra, aséptica. Mucho
menos neutros son, por tanto, los complejos escenarios en que aparece ni los
procesos político-sociales en que se desenvuelve, en que intenta cobrar cuerpo.
Un exhaustivo recorrido
semántico en torno a su significado muestra que la nota distintiva que lo
caracteriza, en cualquier definición que se presente, está en el hecho de
retornar a un estado previo: el prefijo "re" implica retorno,
regreso, hacer por segunda vez. "Re - conciliar", de esta forma,
sería "volver a un estado previo de conciliación". Es decir: allí
donde había armonía y equilibrio, y por algún motivo se rompió, volver a ese
estado primero sería justamente la reconciliación. Según el Diccionario de la
Real Academia Española, por tanto, reconciliar
es "volver a las amistades, atraer y acordar los ánimos desunidos".
En general cualquier definición de
la palabra que podamos buscar resalta siempre esa misma esencia. Sin ánimo de
abundar innecesariamente en una exégesis etimológica, citemos –sólo a título
ilustrativo– otra posible conceptualización (del Diccionario Enciclopédico de
Derecho Usual de Guillermo Cabanellas): "restablecimiento de la amistad,
el trato o la paz, después de desavenencia, ruptura o lucha". En
definitiva, y casi a modo de síntesis de un recorrido filológico que no viene a
cuenta presentar aquí, queda claro que lo que prima en esta noción es el "restablecimiento de
vínculos que se rompieron a causa de un conflicto".
En el ámbito
interpersonal, en el espacio micro, doméstico, esto funciona con facilidad.
Numerosos, casi cotidianos podría decirse, son los ejemplos que atestiguan
estos procesos: desavenencias conyugales, entre amigos, entre compañeros de
trabajo, entre vecinos, etc., terminan amistosamente superándose el problema
puntual con un retorno a la situación primera de equilibrio, de armonía. La
cuestión se complica –se complica exponencialmente, diríamos, se torna casi un
dilema, a veces insoluble– cuando se trata de la reconciliación en términos
macros, en términos de un colectivo social, de un país.
¿Qué significa
"reconciliar" cuando se trata de una sociedad? ¿Quién debe
reconciliarse con quién? ¿Para qué reconciliarse?
Estas no son meras
preguntas retóricas. Por el contrario, son los cimientos principales que deben
considerarse en toda acción que involucra poblaciones golpeadas por conflictos
armados, por guerras internas, por procesos tremendamente destructivos en los
que las poblaciones, pese a la crueldad de lo vivido, necesitan seguir
compartiendo un mismo espacio común en su existencia diaria una vez terminado
los enfrentamientos.
Que dos amigos o dos
cónyuges enemistados por alguna desavenencia de la vida cotidiana puedan reconciliarse,
es algo frecuente, en modo alguno problemático. No surgen allí dudas
filosóficas ni políticas sobre quiénes son los sujetos en juego en el proceso,
ni por qué o para qué se reconcilian. Es esto casi un imperativo de la
cotidianeidad: en el ámbito micro no se puede vivir en perpetuo estado de
conflicto con los rodeantes. Una sana y racional "negociación con la
realidad" impone deponer o moderar puntos de vista personales en pro de
una convivencia tolerable, donde todos pueden perder algo para ganar la
posibilidad de convivir con relativa armonía en el grupo. Vale aquí aquella
máxima de "nadie está obligado a amar al otro, pero sí a respetarlo",
en el sentido de tolerar diferencias para asegurar un clima que permita seguir
viviendo a todos en el día a día.
Reconciliación post guerra
Luego de procesos
bélicos, y más aún cuando se trata de guerras internas, es ya canónico hablar
de reconciliación. Depuestas las armas –al menos es lo que suele decirse– hay
que "pacificar los corazones". Ello es cierto relativamente: sin
dudas, terminadas las operaciones militares, hay que buscar los mecanismos que
permitan bajar la agresividad desatada. Las guerras producen complejas
modificaciones subjetivas (en lo individual) y éticas (en lo social): todo ser
humano, puesto en esa circunstancia, puede matar a otro semejante en nombre del
ideal que sea, al despersonificarlo y convertirlo en "el enemigo" a
secas, lo cual justifica todo. Y cualquier sociedad puede avalar esas
modificaciones, incluso premiándolas. De hecho, es un héroe quien más enemigos
elimina; en vez de declararlo "asesino", se le condecora. Los valores
en juego en estos períodos se transforman dando lugar a complejas –y a veces
enfermizas– culturas militarizadas. En el contexto de los post conflictos,
"pacificados los corazones", no es infrecuente que sujetos que
hicieron parte de las fuerzas enfrentadas y fueron "enemigos", una
vez alcanzada la paz continúen con su vida cotidiana normal produciéndose
entonces espontáneos procesos de reconciliación, de acercamiento. Pero ese es
un nivel personal, subjetivo. Ello no alcanza para plantear un proceso social,
infinitamente más complejo por cierto.
El entendimiento
armónico entre dos sujetos no constituye la célula de las relaciones sociales;
por el contrario, lo que define las relaciones sociales tiene que ver con el
conflicto (diversos conflictos: económicos, interestatales, étnicos, de
géneros, etc.) en tanto motor de los procesos históricos. Las guerras no son
peleas entre dos individualidades llevadas a una expresión colectiva. Las
dinámicas que ponen en marcha conflictos armados son entrecruzamientos de
elementos mucho más complicados, de más alambicada textura que una desavenencia
entre dos personas. Los enfrentamientos armados, justamente –más aún las
guerras internas donde quienes se enfrentan son los miembros de un mismo
colectivo nacional– rompen los tejidos sociales. El tipo de conflictos armados
que se han ido imponiendo luego de la Segunda Guerra Mundial busca, entre otras
cosas, el enfrentamiento en el seno de la sociedad civil, el involucramiento de
la población no-militar, la conmoción psicológica con secuelas ideológicas y
políticas de largo plazo. Guerras donde el objetivo militar no está dado por
las otras fuerzas armadas enfrentadas en paridad de condiciones sino,
directamente, por toda una población civil sobre la que se actúa.
Estas facetas de la
guerra que buscan desgarrar culturalmente a una población intentan generar el
terror indiscriminado, hacer que nadie quede al margen del conflicto,
involucrar a todos en los mecanismos de la muerte. En estas nuevas guerras que
vemos expandirse por todos los continentes (con excepción de Europa; allí los
capitales se pusieron de acuerdo, Plan Marshall mediante, y se asociaron) ya no
hay ejércitos: cualquiera es un potencial blanco. Las poblaciones civiles no
combatientes pasaron a ser el objetivo. La experiencia de las recientes
"guerras sucias" en Latinoamérica lo permite ver: murieron más
civiles en situaciones para-militares que combatientes en lucha.
La magnitud de la
tragedia humana en juego en estas estrategias es inconmensurable. Ello no es
azaroso; responde a un maquiavélico plan fríamente trazado que busca esa
descomposición social y ante la cual los mecanismos de afrontamiento que disponen
los seres que la sufren nunca son suficientes. Todas las sociedades cuentan con
alternativas para hacer frente al sufrimiento psicológico y para sobrellevar
medianamente bien situaciones duras: diferentes y variadísimos rituales ante el
dolor de las tragedias, ante la muerte, ante conmociones que rompen la
cotidianeidad; de ahí las religiones, los psicofármacos que reducen la
ansiedad, evasivos varios como las bebidas alcohólicas o ciertos narcóticos. De
todos modos, lo que se busca con este nuevo tipo de estrategias de guerra sucia
contrainsurgente supera todo tipo de respuesta: ningún mecanismo de
afrontamiento del dolor puede extinguir el miedo que dejan todas estas
intervenciones militares. Sin dudas las estrategias de descomposición del
tejido social tienen el valor de una catástrofe no-natural imperecedera, de
"catástrofe social", tanto por lo sufrido propiamente dicho (la
masacre, la violación, la tortura, la desaparición forzada de personas) como
por las condiciones en que se hacen. ¿Qué sujeto individual o qué sociedad
pueden salir indemnes, perdonar fácilmente, olvidar, creer en las instituciones
del Estado o seguir una vida "normal" después de sufrir estas
catástrofes? Y más aún si consideramos que en buena medida un alto porcentaje de
esas catástrofes se sufren a manos de los iguales, de los propios vecinos, de
miembros de la propia familia. ¿Cómo un campesino pobre e históricamente
excluido puede lograr perdonar y reconciliarse con un igual, con otro campesino
tan pobre y tan históricamente excluido que le perpetró atrocidades
inimaginables? Ejemplos al respecto abundan en todas las guerras que vemos hoy
día en curso o en las de reciente finalización, en África, en Asia, en
Latinoamérica: hutus matando tutsis o patrullas de autodefensa campesina matando
a otros campesinos. Alguien se beneficia de esto, sin dudas; y no son
precisamente los implicados directos. ¿Cómo lograr la reconciliación de
víctimas y victimarios tras estos procesos de odio estimulado?
Efectos de la violencia y medidas de reparación
Los traumas psíquicos
dejan marcas, y aunque se atiendan, muchas veces esas secuelas persisten de por
vida. En términos individuales, pensemos en las pesadillas repetitivas de
aquellos que estuvieron al borde de la muerte (en la guerra, en accidentes, en
naufragios, mujeres violadas sexualmente); la magnitud resultante del ataque
externo fue tan grande que nunca terminan de procesarlo. Lo mismo puede verse
en términos colectivos: ¿acaso los judíos masacrados por los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial pudieron reconciliarse con sus verdugos, o fue necesario
ahí un tremendo trabajo post guerra –incluyendo los famosos juicios de
Nüremberg– para, no digamos reconciliarse, sino haber obtenido una mínima
armonía social que permite seguir existiendo al tejido social alemán, con un
continuado, constante, diario trabajo de recuperación de su memoria histórica?
"La culpa no se hereda",
pudo decir en ese contexto el canciller Willy Brandt, "pero se heredan responsabilidades, misiones".
"Olvidar es repetir", reza un cartel en la entrada del museo del
horror de Auschwitz, y pese a que hoy por hoy no pareciera posible repetirse un
holocausto con similares características, no dejan de surgir grupos neonazis.
Más que reconciliación, allí hubo justicia, lo cual no es lo mismo. Atender las
heridas de estos desgarradores conflictos no es buscar simplemente el perdón:
es buscar inexorablemente la justicia y la reparación de lo sufrido. Si algo
significa reconciliación es eso. Si no, no pasamos de la declaración pomposa
sin efectos reales.
Algo similar podemos
ver en España: más allá del "destape" post franquista con la masiva
incorporación de esa sociedad a la modernidad europea, socialdemocrática y
favorecida en términos económicos, los fantasmas no reconciliados de la Guerra
Civil aún perduran muchas décadas después del holocausto vivido (allí no hubo
un Nüremberg, y recién quizá ahora se plantea, muy tibiamente, la posibilidad
de hacer algo al respecto).
Una vez más la pregunta
entonces: ¿qué reconciliar en los procesos de post conflicto? "Ahora está por salir la Ley de Verdad y
Reconciliación", decía una víctima en Sudáfrica. "Eso está muy bien, pero de todos modos yo no
me reconcilio. A mí me llevaron catorce horas en tren de Ciudad del Cabo a
Johannesburgo, a un tribunal. Pero me llevaron en un vagón de ganado y con
cabras, y por esa humillación no hay ley que haga que me reconcilie".
¿Es acaso un "provocador" antidemocrático quien declaraba esto, un
"enfermo" mental desadaptado? En Chile, sistemáticamente cada 11 de
septiembre, una parte de la población manifiesta contra la dictadura del ya
fallecido dictador Augusto Pinochet, no faltando las pancartas que rezan:
"¡Ni olvido ni perdón. No a la
reconciliación!" ¿Son unos boicoteadores del estado de derecho chileno
quienes así se expresan? En cualquiera de los casos citados la respuesta es
"no". La reconciliación de una sociedad que sale de un profundo
conflicto interno plantea estos interrogantes: ¿puede haber reconciliación a
partir de una ley?
La reconciliación entre
los miembros otrora enfrentados de una sociedad puede darse, por supuesto que
sí. "Pisamos la misma tierra,
compartimos el aire", decía una víctima del conflicto armado en
Guatemala. Allí, luego de 200.000 muertos en la guerra interna, los hijos de víctimas
y victimarios del área rural juegan juntos, y la vida cotidiana impone la
convivencia. Pero no son las leyes quienes logran la reconciliación; los
instrumentos jurídicos crean las condiciones para poder procesar las pesadas
cargas de dolor que dejan los conflictos. La reconciliación es otra cosa.
Un genuino proceso de
reconciliación, de acercamiento con el otro que fue mi enemigo en el pasado,
puede darse. Los tejidos que se desgarran en estas guerras asimétricas que
ahora vemos expandirse por diversas regiones del globo –guerras marcadas por
las estrategias psicológicas que toman como objetivo militar la población no
combatiente para crear la desorganización y la desestructuración social–, sin
dudas de modo disfuncional, inconveniente, no pertinente, ya comenzaron a
recomponerse. No de la manera más adecuada, por cierto, pero –utilizando una
metáfora que puede ser elocuente–, al igual que la piel que es rasgada por un
cuchillo, desde el momento mismo en que comienza a ser herida por la hoja del
arma, de esa misma manera, los mecanismos de cicatrización comienzan a trabajar
para recomponer el tejido roto. Si la herida provocada por el puñal sobre la
piel, al igual que la herida provocada sobre el tejido social por el conflicto
interno, no es adecuadamente atendida, presentará problemas. Tiende a
cicatrizar, a recomponerse, de ese no hay dudas. Pero mal. Las marcas quedan, y
se pueden tornar horribles.
Una cicatriz mal
tratada –la de la piel o la de las relaciones que hacen el todo social– es
siempre fea, impresentable, vergonzante. Las heridas de la guerra, con el paso
del tiempo, van cerrando. Pero la reconciliación implica mucho más que un manto
de olvido y un dar vuelta la página confiando en que "el tiempo y la
perentoria necesidad de seguir viviendo juntos en una comunidad" logrará
el acercamiento entre las partes antes enfrentadas. Implica un proceso que
redefine las relaciones sociales en una sociedad fragmentada de tal forma que
los antiguos enemigos puedan coexistir aceptablemente uno a la par del otro.
Ese proceso, entendido como un fenómeno social que trasciende historias
puntuales de un determinado victimario junto a una determinada víctima,
necesita de mecanismos legales que creen las condiciones a partir de decisiones
políticas consensuadas y de instrumentos específicos que posibilitan la vida
con dignidad de todos y todas por igual, superando las heridas dejadas por el
pasado enfrentamiento.
La reconciliación lleva
dos elementos implícitos como mecanismos fundamentales que la definen: por un
lado, el reconocimiento de lo que pasó, la recuperación de la verdad, y por
otro, el mecanismo en virtud del cual las partes encontradas deben: a)
arrepentirse (una de las partes), y b) perdonar (la otra parte). Es decir:
verdad, arrepentimiento y perdón. Retomando la idea ya expuesta: en un nivel
micro es posible –sucede a diario– que se cumpla ese ciclo. La reconciliación
implica la voluntad de ambas partes a querer seguir una relación empática,
arrepintiéndose y perdonando, sobre la base de no negar lo que pasó, de lo que
las enfrentó. El problema se plantea cuando ese esquema se traslada a la
sociedad como un todo. Como lo que define un todo social no son las buenas
intenciones individuales sino las relaciones de poder, en ese complejo tejido y
a nivel macro, es mucho más difícil encontrar arrepentimiento y la voluntad de
pedir perdón. Es más confuso ver ahí el mecanismo, y más difícil que pueda
realizarse: si es un grupo de poder, en nombre de sus intereses, el que
victimizó a otro grupo, ¿podemos creer que honestamente estará dispuesto a
pedir perdón? Es por eso que, en términos sociales, la historia siempre está
contada a medias, desde la lógica del grupo dominante.
Reconciliación y justicia
En términos de una
sociedad, reconciliación no es olvido, no es borrón y cuenta nueva con un
llamado a deponer odios del pasado. La basura escondida debajo de la alfombra
no se ve; pero ahí está, y siempre es posible que pueda reaparecer. Hay un
axioma de la ciencia psicológica que dice "lo reprimido siempre retorna,
de manera deformada, como síntoma, pero no desaparece: se reactualiza". Si
lo reprimido es una historia no contada, una historia de abusos y violaciones,
eso sigue estando presente en los imaginarios sociales, en la memoria colectiva
de los pueblos que los sufrieron, reapareciendo de distintas maneras como
síntomas; o para decirlo con terminología clínica: con malestares diversos, con
nuevas manifestaciones de violencia, con gran dolor. E incluso se traspasa a
las nuevas generaciones. "No se heredan culpas sino
responsabilidades", se decía más arriba. Así es: estos fenómenos son
trans-generacionales.
En cualquier sociedad
que sale de una guerra interna la palabra reconciliación es equívoca, llama a
ambigüedades, produce contradicciones. En muchos casos hace alusión velada al
olvido de lo ocurrido, a la amnistía de los victimarios; es decir: fomenta la
impunidad. Ello va de la mano de un llamado al entendimiento, a la buena
voluntad, al amor y la concordia. Pero en términos de grupos sociales –la experiencia
de numerosos casos en distintas sociedades de post guerra lo enseña con
patetismo–, ese "estallido de paz y armonía" no surge nunca
espontáneamente. Esas cosas tan loables por sí mismas pero siempre tan lejos de
las buenas voluntades –la historia no se hace con buenas voluntades sino,
lamentablemente, con violencias ("la
violencia es la partera de la historia", se ha dicho sin ingenuidad)–,
y la reconciliación en especial, que es el tema que nos convoca, más allá que
puedan circunscribirse a un papel firmado que las legaliza, no se decretan.
Pueden ser legales, pero no legítimas. En todo caso, gracias a lineamientos que
se fijan en legislaciones pero que se edifican en las relaciones concretas
entre los miembros del colectivo, son construcciones que tienen que ver con los
juegos de poder que se dan en la sociedad.
Que el concepto de
reconciliación es equívoco, que está muy cargado y no es nada inocente nos lo
puede mostrar, entre otras cosas, el hecho que la derecha política en la actual
República Bolivariana de Venezuela llama a "reconciliarse" al
presidente Nicolás Maduro, líder de una revolución con tintes socialistas. ¿Por
qué ese llamado? ¿Qué significa en ese contexto "reconciliación": un
pedido de no seguir profundizando medidas populares que podrían desbancar a los
tradicionales sectores de poder? Si podemos tener cierto recelo en el uso de
esta palabra, todo lo dicho hasta aquí es suficiente prueba para ver que
constituye uno de los términos menos ingenuos del vocabulario político. Si la vida
política es, inexorablemente, la expresión de conflictos, la cara visible de la
relación de poderes asimétricos con que se constituyen las sociedades, los
llamados a la reconciliación pueden ser la forma velada de pedir no cambiar
nada, no revisar ni pretender remover las estructuras establecidas.
En otros términos, y en
el contexto de los procesos post bélicos: si es posible acercar partes
enfrentadas buscando una aceptable forma de relacionamiento en que se procesen
sanamente historias desgarradoras, ello necesita no sólo las declaraciones
políticas sino, antes que nada, cambios reales en la distribución de los
poderes, acciones concretas que dignifiquen a las víctimas y castiguen a los
victimarios, hechos constatables que permitan superar las secuelas y
posibiliten seguir viviendo con mayor calidad de vida. Para todo ello son
precisos elementos mínimos: 1) conocer y apropiarse la verdad histórica y 2)
reparar las injusticias. Pero queda claro que para ello son imprescindibles
modificaciones a las estructuras de poder que llevaron a la guerra. Sin esos
reacomodos concretos, tanto la paz como la reconciliación no pueden pasar de
buenas intenciones sin efectos tangibles en la realidad.
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