La cooperación internacional, después de años de “donar” fondos a los
“atrasados” países del Sur, nunca sacó de pobre a nadie. ¿No es curioso que
prácticamente todos los programas de desarrollo implementados no alcanzan la
sostenibilidad cuando se acaban los fondos del donante?
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
“Hay muchas cosas que los hombres, si llevan la capa remendada, no se atreven a decir.” Juvenal
El primer título del presente
texto es sumamente provocativo. O, incluso, perturbador. Pero simplemente hace
evidente una realidad patética, muy común en todos los países del Sur que
reciben “ayudas” del Norte, realidad en general silenciada, o en el mejor de
los casos, deformada. ¿Con qué contribuye la llamada cooperación internacional?
Con nada. Simplemente con nada. O, peor aún, con desarrollar entre los
beneficiarios una infame cultura de dependencia, de beneficencia. Dicho en
otros términos, quizá más realistas: una cultura limosnera, de caridad. Si
alguien dona (regala), nunca faltará una mano menesterosa que se extienda para
pedir lo ofrecido (mendigarlo).
Inmediatamente después de la
socialista Revolución Cubana de 1959, el imperialismo estadounidense prendió
sus alarmas y comenzó así a desarrollar planes que evitaran otro alzamiento
popular similar en su patio trasero. De esa forma es que nace la primera iniciativa
de cooperación, la Alianza para el Progreso, en 1961, bajo la presidencia de
John Kennedy.
Luego se suman otras potencias
capitalistas en similar perspectiva, siendo Europa Occidental la que le sigue.
Posteriormente participan los pocos países desarrollados (capitalistas), en
condiciones de ofrecer cooperación (o de cuidarse que las cosas no cambien,
como demostraremos ahora): Japón, Canadá. Es digno de observarse que Rusia (o
anteriormente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) o la República
Popular China, nunca hicieron cooperación de esta manera, generando mendicidad.
La cooperación Norte-Sur es un mecanismo capitalista de dominación, de
contención.
Oficialmente,
tal cooperación consiste en “una opción estratégica de asociación entre
gobiernos, sociedad civil y sectores productivos, orientada hacia la
transferencia del conocimiento científico, tecnológico, técnico, educativo y
cultural como base para la obtención de los objetivos del desarrollo
sustentable, el bienestar y la equidad social”, según puede leerse, por
ejemplo, en el Informe Final de la XVI Reunión de Directores de Cooperación
Internacional de América Latina y el Caribe, Ciudad de Panamá, 21 al 23 de
julio de 2003; pero nunca debe olvidarse que nace como “estrategia contrainsurgente no militar”, y que sus fines continúan
siendo los mismos 60 años después. En el marco de la Alianza para el Progreso,
por ejemplo, no debe olvidarse que se implementó el control de la natalidad de
poblaciones latinoamericanas (esterilizaciones masivas hechas en forma
secreta), hoy día suavizado y llamado “planificación familiar”. Es contundente:
planes de contención, no de desarrollo.
“En
el plano político –decía críticamente Luciano
Carrino, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno
italiano, muy buen conocedor de estas cuestiones– la cooperación representa la
voluntad de una parte de las poblaciones de los países ricos de luchar contra
racismos, la pobreza, la injusticia social y mejorar la calidad de vida y las
relaciones internacionales. Una voluntad que los grupos en el poder tratan de
voltear en su provecho pues la cooperación para el desarrollo humano persigue
objetivos oficialmente declarados pero sistemáticamente traicionados (…) Los
datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación parecen
demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es orientado hacia la
ayuda a dominios prioritarios del desarrollo humano. El resto sirve para
objetivos comerciales y políticos que van en el sentido contrario”.
Está claro
que esa cooperación no es tal, sino un mecanismo más de control de las
empobrecidas poblaciones del Sur. Justamente por ese grado de empobrecimiento,
constituyen una bomba de tiempo lista para estallar en cualquier momento, al
menos vistas desde la lógica capitalista de dominación imperial que tiene el
Norte. Si realmente existiera un real interés solidario en
promover el desarrollo de los hermanos más postergados, el Norte no podría
comportarse de esta manera tan cínica. De hecho, en el año 1971 los países más
prósperos, aquellos que otorgan cooperación para los más pobres del Sur,
fijaron en el marco de las Naciones Unidas el compromiso de contribuir
anualmente con el 0.7 % de su Producto Interno Bruto para la ayuda
internacional al desarrollo. Hoy, casi cincuenta años después, son muy pocos
quienes cumplen esa meta, apenas un puñado de los escandinavos europeos.
Ahora bien: si se cumpliera con
el compromiso de aportar una mayor cantidad de asistencia para con el Sur y se
cumpliera con lo pactado en Naciones Unidas décadas atrás, ¿cambiaría la
situación del mundo? Dicho en otros términos: ¿puede efectivamente la
cooperación Norte-Sur resolver la cuestión de la pobreza y el atraso? No,
definitivamente no. No, sencillamente porque no está para eso.
¿Cómo esperar soluciones de
ayudas que vienen absolutamente condicionadas, amarradas a agendas políticas
ocultas, que provienen de los mimos factores de poder que, mientras desembolsan
unos 60 mil millones de dólares al año en cooperación –de lo cual llega una
minúscula cantidad a los beneficiarios en el Sur– extraen de la misma región
500 mil millones como ganancia? (deuda externa, desbalance en los términos de
intercambio comercial, salida continua de regalías de las empresas del Norte instaladas
en el Sur, lisa y llanamente saqueo de los recursos naturales. ¿Es todo eso
cooperación? Dicho sea de paso que de los montos otorgados, mucho ni siquiera
nunca sale del país donante, pues está estrictamente estipulado en los
contratos que los equipos que se usarán en el terreno (los países del Sur)
–vehículos, equipamiento de oficina como computadoras, impresoras, escáneres,
teléfonos, etc.– deberán ser de fabricación de esos países que cooperan.
¿Cooperan entonces?
Para dar un ejemplo de cómo se
mueve esto: hoy día, todo el campo de la cooperación internacional, en una
“políticamente muy correcta” perspectiva, introdujo una preocupación por atacar
lacras de la cotidianeidad, como las inequidades de género o las étnicas, pero
no dice una palabra de las diferencias de clase. De eso no se habla, como que
no existieran, sabiéndose que los problemas del patriarcado o del racismo, en
solitario, sin la perspectiva de clase, no pueden solucionarse. Y no es
infrecuente que en el mismo marco que tiene que ver con todo este mundillo de
la cooperación, pese a hablar de derechos humanos, se irrespetan
ignominiosamente los derechos laborales de sus trabajadores.
La cooperación internacional, después de años de “donar” fondos a los
“atrasados” países del Sur, nunca sacó de pobre a nadie. ¿No es curioso que
prácticamente todos los programas de desarrollo implementados no alcanzan la
sostenibilidad cuando se acaban los fondos del donante? ¿No debería llamar la
atención que se generó una cultura de caridad en la que enormes masas de
poblaciones hambrientas y en la miseria esperan como salida la llegada de estas
ayudas, más limosnas que genuinas palancas para el desarrollo? Indigentes
limosneros que, terminado un programa, ya están esperando el próximo en una
bien aprendida cultura de caridad.
Seguramente en los tecnócratas que preparan y evalúan estos proyectos
todo esto se sabe, porque es demasiado evidente. Pero nada cambia porque la
cooperación no llega para ayudar. De ahí el perturbador título (frase realmente
pronunciada por la madre de un niño desnutrido en algún remoto lugar montañoso
de Nicaragua): lo único que logra la cooperación internacional es una cultura
de caridad, de dependencia. “¡Una ayudita
para este pobre desnutridito, por favor!”
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