A los partidarios del
ex presidente Álvaro Uribe y, por extensión, al actual presidente Iván Duque,
nunca les gustó la paz en Colombia. El uribismo siempre prefirió un Estado
fuerte que proveyera seguridad a cambio de limitaciones a la libertad. Las
consecuencias son evidentes: el proceso de paz está dinamitado.
Jerónimo Ríos Sierra / Nueva Sociedad
Alvaro Uribe e Iván Duque. |
Desde que fue presentado el Acuerdo de Paz con las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), se supo que habría
dificultades en su implementación. Según el Instituto Kroc de la Universidad de
Notre Dame, el acuerdo firmado en Colombia, comparado con otros similares
firmados en diversos países con conflictos armados, fue el más ambicioso en
cuanto a sus planteamientos. Por eso, el acuerdo suscripto a finales de
noviembre de 2016, ha tenido no pocos problemas.
La reforma rural integral planteada en el acuerdo,
suponía admitir la realidad de una violencia estructural de la que el Estado
fue corresponsable durante décadas. En Colombia, la reforma agraria resultó
siempre una promesa incumplida por parte de las élites políticas, a lo que se
sumaba una estructura territorial que siempre gravitó en torno a una
«bogotanización» de la agenda pública. En cualquier caso, la reforma rural
implicaba reconocer que la periferia olvidada de Colombia necesitaba de mayores
recursos e inversiones si verdaderamente se quería abordar un proceso de
construcción de paz estable y duradero.
A tal efecto, el Acuerdo de Paz con las FARC
establecía los mecanismos suficientes para blindar el paso de las armas a las
urnas, desarrollando protocolos delimitados al detalle para la entrega efectiva
de armas, y proponiendo medidas que interviniesen sobre la extensión de los
cultivos cocaleros. Asimismo, se definían las acciones e instituciones
necesarias para velar por una correcta recomposición del tejido social sobre la
base de una Comisión de la Verdad y una Jurisdicción Especial para la Paz.
Aunque resultase sorprendente, a los partidarios
del ex presidente derechista Álvaro Uribe y, por extensión, al actual presidente
Iván Duque, nunca les gustó la paz de Colombia. Nunca aceptaron que la paz
debía llegar al país por medio de una solución negociada y que, entre otras
cuestiones, ello obligaba a repensar los límites de la democracia colombiana y
de su Estado de Derecho. El uribismo, perteneciente a una suerte de
conservatismo recalcitrante, siempre estuvo más cómodo bajo la mano de un
Estado fuerte que proveyera a su sociedad de seguridad a cambio de limitaciones
a la libertad.
Como a Duque le resulta muy impopular,
especialmente hacia fuera de Colombia, atribuirse a sí mismo el (de)mérito de
ser el presidente que implosionó el Acuerdo de Paz con las FARC, lo que ha
hecho en su primer año de mandato ha sido una suerte de desprecio continuo y de
baja intensidad al Acuerdo. Lo ha hecho de un modo muy sencillo: homologándo el
término «paz» al término FARC. Ha instrumentalizado el Poder Judicial, ha
evitado partidas presupuestarias en el Plan Nacional de Desarrollo, ha
obstaculizado el avance de la Jurisdicción Especial para la Paz y ha
criminalizado, bajo la etiqueta de «guerrillera», cualquier reivindicación o
protesta social, por muy ajena que resulte a la cuestión del Acuerdo.
Sin duda, y en contra de lo que pudiera pensarse, y
tal como lo muestra Pippa Norris en sus estudios de integridad electoral, la
calidad democrática del país ha ido notablemente a peor. A las extintas FARC
solo le han cumplido con las obligaciones normativas, pues el despliegue de
recursos ha llegado de manera parcial, con multitud de retrasos y resistencias
por parte de las instituciones, y con la sensación de que al gobierno solo
estaba interesado en la entrega de armas. Con la guerrilla desarmada, el nuevo
Ejecutivo uribista no sentía para sí que los compromisos adquiridos fuesen con
ellos y, por ende, invita a pensar, erróneamente, que el Acuerdo de Paz fue
cosa de un gobierno, el de Juan Manuel Santos, y no el de un Estado, el
colombiano. La paz no es de Santos, la paz es de todos los colombianos.
El resultado de esta política es contundente. El
país hoy presenta una «visibilización» de la violencia mucho mayor que la de
hace apenas cuatro años. La Organización de Naciones Unidas (ONU), al primer
año de implementación, ya alarmaba informando que se había perdido el rastro de
casi la mitad de los algo más de 7.100 excombatientes de las FARC que habían
iniciado, desde 2016, su tránsito hacia la reincorporación a la vida civil.
Asimismo, las expectativas de la Policía Nacional sobre un posible retorno a la
violencia de aproximadamente el 14% de los exguerrilleros, han quedado muy
superadas por el actual volumen de las disidencias, que supera los 2.000
efectivos.
Firmar un Acuerdo de Paz siempre resulta muy
complejo. Más si hablamos de Colombia, cuyo conflicto se inicia formalmente en
1964 pero que, incluso, hunde sus raíces en la década de 1930. Sin embargo, lo
verdaderamente difícil es asumir un proceso de construcción de paz. Un proceso
que le quedó grande al Estado y a buena parte de la sociedad colombiana, y que
hoy en día, casi de manera irreversible, torna hacia lo que puede ser una paz
fallida.
Las carencias de la implementación nos conducen a
una idea clásica como es la planteada por Johan Galtung en un breve trabajo
publicado en 1969 en el Journal of Peace Research. En dicho breve
artículo, titulado Violence, Peace and Peace Research, el matemático y
sociólogo noruego, padre de la investigación para la paz, reconoce que la paz
no es la ausencia de guerra, sino que es la ausencia (y superación) de las
condiciones estructurales y simbólicas que sostienen la guerra.
De nada sirve un perfecto Acuerdo de Paz si no se
acompaña de medidas que transformen las condiciones de vulnerabilidad y
exclusión social, y de intervenciones que resignifiquen un imaginario social
colectivo, preparado para lo que supone, desde todos los extremos, un proceso
de construcción de paz. Y he aquí la realidad de Colombia: el quinto país más
desigual del mundo, con unos niveles irresueltos en cuanto abandono territorial
e institucional de las zonas con mayor presencia del conflicto armado, y en
donde la necesaria presencia del Estado en aquellos lugares que abandonaban las
FARC para asumir el proceso de entrega de armas nunca se cumplió. De hecho, los
departamentos que eran más violentos antes del Acuerdo de Paz, ubicados en el
suroccidente y el nororiente del país, además de Antioquia, lo son igualmente
en la actualidad.
A cambio, los señores de la guerra -las cartelizadas
guerrillas del Ejército de Liberación Nacional y el Ejército Popular de Liberación-,
junto a otras bandas criminales y estructuras post-paramilitares, ocupan el
escenario de las antiguas FARC. Allí, sin presencia alguna del Estado, se
disputan los enclaves mineros, los escenarios cocaleros y, de paso, las rutas
de procesamiento y distribución. A cambio, en los últimos dos años han muerto
más de 600 líderes sociales y activistas de Derechos Humanos sin que el Estado
haga absolutamente nada, en una suerte de comisión por omisión. Igualmente, el
cultivo cocalero supera ampliamente las 200.000 hectáreas, llegando a niveles
nunca vistos en las últimas dos décadas, y el dilema de la seguridad que
planteaba hace años el profesor de la Universidad de Oxford, Stathis Kalyvas,
está más vigente que nunca. Es decir, en un contexto de violencia irresuelto,
las desmovilizadas FARC-EP encuentram más seguridad en su retorno a estructuras
armadas que en la «simple» sociedad civil.
Sin duda, las FARC hicieron muchas cosas mal. A
diferencia de lo que supuso el movimiento guerrillero M-19 a fines de la década
de 1980, la guerrilla fundada el 27 de mayo de 1964, no gozaba de popularidad
ni legitimidad en la sociedad colombiana. Las FARC quizá tampoco acertaron
escogiendo su nombre como partido ni quiénes iban a ser sus líderes de
referencia. No obstante, las FARC cumplieron entregando las armas y más allá de
la independencia subjetiva de quienes deciden retornar a la violencia, a nadie
se le escapa que las falencias de la implementación, las resistencias
gubernamentales y el encono que ha abonado en la sociedad colombiana el
expresidente Álvaro Uribe y sus correligionarios, son los principales factores
que, a día de hoy, explican el camino hacia la paz fallida en el que se
encuentra Colombia.
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