Comer luz solar tiene
futuro. Comer petróleo y minerales fosfatados como hacemos hoy, es
decir, consumir una riqueza mineral que hemos dilapidado y está agotándose
rápidamente, resulta radicalmente no sustentable.
Jorge RiechmannFernández (*) / The Conversation
En apenas un par de
siglos desde la Revolución Industrial, la población humana se ha multiplicado
por ocho. Desde 1800, ha crecido de unos 900 millones de seres humanos a
7.600, camino
de los ocho mil millones y más allá.
La mayor parte de esa
enorme expansión demográfica ha tenido lugar durante el período que sin duda
hemos de llamar la Gran Aceleración, la posguerra de la Segunda Guerra Mundial
(1939-1945): todavía en tiempos de mis abuelos, hacia 1930, poblaban el planeta
Tierra solo 2.000 millones de seres humanos.
Esta humanidad enorme
ha sido posible solo gracias a la agricultura
industrializada que, con raíces en el siglo XIX, se desarrolló
sobre todo a partir de 1920-1930. Supuso la eliminación progresiva del
campesinado, la salarización de las y los agricultores, el uso de fertilizantes
de síntesis y semillas híbridas (y luego transgénicas), la mecanización de las
labores del campo, los grandes monocultivos, la irrigación de enormes
superficies, los sistemas de distribución a larga distancia y los oligopolios
agroalimentarios.
Un modelo que, si solo
hubiéramos de juzgarlo en términos de producción actual, habría de considerarse
exitoso. Solo tiene un pequeño problema: es radicalmente insostenible. Estamos
cultivando y criando ganado como si no hubiese un mañana.
Agricultura ajena a la naturaleza
Hay que interpretar la
Revolución Industrial capitalista a través de dos dinámicas clave: la fractura
metabólica (en el intercambio de estas sociedades con la naturaleza) y la
puesta en marcha de un dispositivo fosilista de crecimiento (acumulación
capitalista basada en combustibles fósiles) que conduce inexorablemente a la
extralimitación con respecto a los límites biofísicos planetarios. Estas son
las dos cuestiones clave para la "trampa del progreso" (por
emplear la
expresión del escritor Ronald Wright ) en que nos hemos metido:
fractura metabólica y extralimitación.
El profesor Joaquim
Sempere, en su libro Las
cenizas de Prometeo (2018), propone distinguir entre tres
componentes de la fractura metabólica: energía (combustibles fósiles),
materiales (uso intensivo de la riqueza mineral de la corteza terrestre que
desemboca en extractivismo) y agricultura. Esta última es la que más nos
interesa ahora.
Las formas de vida
basadas tanto en la recolección, el forrajeo y la caza, como en la agricultura
campesina, constituyeron comunidades humanas en simbiosis con la naturaleza que
prosperaban aprovechando los frutos de la fotosíntesis -lo que no quiere decir
que no tuviesen impactos apreciables sobre la biosfera-.
La fractura metabólica
rompe esta situación. Se forman sociedades industriales que son esencialmente
sociedades mineras, dependientes ya no de la luz solar y de la fotosíntesis,
sino de riquezas del subsuelo escasas y agotables. El impacto de estas
sociedades sobre la biosfera crece además de forma exponencial (por eso estamos
hoy debatiendo
sobre el Antropoceno).
Hacia la intensificación agropecuaria
La nueva agronomía del
XIX, de la mano del químico Justus von Liebig y
otros, descubre primero y perfecciona luego la fertilización mineral de las
plantas. Tras la I Guerra Mundial, el proceso Haber-Bosch de
obtención de nitratos inaugura una época en la que se logra producir alimentos
con una intensidad antes desconocida.
La intensificación
agraria incorpora además productos biocidas de síntesis, cuyo emblema -ya tras
la II Guerra Mundial- es el DDT.
Un compuesto insecticida que inaugura toda una fase de guerra química contra
las plagas y las llamadas "malas hierbas" (pero tanto unas como otras
son, sobre todo, síntoma de agrosistemas demasiados simplificados y
desequilibrados).
Además, la producción
agropecuaria crece enormemente en cantidad. Así, hablamos de una revolución
verde , sobre todo, cuando los países del Sur asumen la
agricultura industrial. Aunque también aumenta su impacto sobre los ecosistemas
de los que depende nuestro porvenir (no puede insistirse demasiado en que
somos ecodependientes
e interdependientes).
Tenemos, en suma, una
gran intensificación agropecuaria en el seno de la Gran
Aceleración capitalista que se despliega durante los últimos
decenios.
Un modelo frágil e insostenible
Las bases de este
sistema de producción de alimentos, fibras y otros bienes son extremadamente frágiles:
- Sus balances
energéticos son muy pobres (al depender de un uso intensivo de combustibles
fósiles).
- Los monocultivos de
plantas de ciclo anual son una mala idea ecológica y agronómica.
- El pico de
disponibilidad del gas natural y el pico
del fósforo ponen en jaque la producción de fertilizantes de
síntesis.
- La difusión de
biocidas está dañando hasta tal punto las poblaciones de seres vivos que
incluso hablamos ya de un "apocalipsis
de los insectos" .
- La concentración
oligopólica en megaempresas de agroquímicos y semillas tiene costes sociales
cada vez más onerosos.
- La pérdida de
variedades tradicionales daña la resiliencia de nuestros agrosistemas y la
destrucción del suelo fértil amenaza de forma directa la supervivencia de buena
parte de la enorme, excesiva humanidad que somos hoy.
Comer luz solar
tiene futuro. Comer petróleo y minerales fosfatados como hacemos hoy,
es decir, consumir una riqueza mineral que hemos dilapidado y está agotándose
rápidamente, resulta radicalmente no sustentable.
"No hay forma
conocida de alimentar a una población de 10.000 millones de
personas", dice
Stephen Emmott . No dentro del orden socioeconómico vigente,
pero sí -sin duda- con agroecología, soberanía alimentaria, conservación de la
biodiversidad natural y agropecuaria, regeneración de los suelos y dietas
básicamente vegetarianas .
En definitiva, con una
agricultura basada en la diversidad a todos los niveles, recuperando la
simbiosis con la naturaleza: pero claro, eso exige cambiar el modelo de
producción y las formas de consumo. Cambiar a fondo...
"Producir alimentos, ciencia y dignidad", pedía
KléberRamírez .
Pero seguimos
entrampados en el fetichismo de la mercancía, la acumulación de capital y los
autoengaños anclados en tecnociencia. Nuestras sociedades, hoy por hoy, siguen
de forma mayoritaria prefiriendo ignorar estas cuestiones existenciales donde
nos jugamos, literalmente, el ser y el no ser de la vida civilizada. Y quizá de
la misma especie humana.
(*) Jorge
Riechmann Fernández. Profesor de Filosofía moral y política, Universidad
Autónoma de Madrid
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