Nos quejamos con justa razón del acogotamiento al que nos someten los organismos internacionales, la venia con la que los reciben y acatan sus indicaciones quienes han sido elegidos dizque para orientar el rumbo de los gobiernos en favor de los más. Nos indigna cuando un secretario de Estado como John Kerry se deja decir con desparpajo en el Congreso de su país que somos su patio trasero; nos enoja oír que el alto representante para Asuntos Exteriores de la Unión Europea, Josep Borrell, nos compara con una jungla que invade el jardín europeo en el que la especie humana habría alcanzado el epítome de lo alcanzable.
Pero somos incapaces de tomar medidas de facto que ponga fin a toda esa prepotencia, traducida no solo en malos tratos sino en explotación monda y lironda. Ya lo hemos visto no hace mucho: cuando nos plantamos, no con discursos altisonantes sino con medidas positivas concretas que apuntan a vigorizar nuestro trabajo unido, hasta los más poderosos reculan y, casi asombrados, nos damos cuenta de lo que somos capaces.
Después de los años en los que parecía que íbamos, por fin, a enrumbarnos por la vía del fortalecimiento mutuo tomando en cuenta intereses y necesidades comunes, nos llegó la ola conservadora que encumbró a quienes todo eso les da escozor y compiten para ver quién aparece destacado en el tablero de mejor trabajador del mes de la empresa.
Un pasito para adelante, dos para atrás, y ahí tenemos de nuevo a la Argentina haciendo quinielas para ver cómo paga esa deuda impagable al Fondo Monetario Internacional.
Entonces aparece alguien como Petro y dice lo que dijo: “En Estados Unidos se toman decisiones para protegerse ellos solos, a veces sin pensar en lo que va a ocurrir a través de sus medidas. Se está vaciando la economía de las naciones latinoamericanas”, y con decir esto, que es lo que ya todos conocen, lo que ya casi que es sentido común, se alebrestan los mercados y lo tildan de comunista irresponsable.
Que vea el gobierno norteamericano por sus intereses, que para eso lo eligieron los estadounidenses, pero, como decía Martí, “¿Se debe gruñir, regatear, porque un pueblo tan grande vigile por sus intereses? No: pero se debe vigilar, —porque al defender los suyos no viole los ajenos, y no construya su política como ha construido su riqueza —sobre las ruinas de tantos.” Claro y sencillo José Martí, diciendo lo que hay que decir hace ya ciento cincuenta años.
Ojalá Gustavo Petro se reúna pronto con Andrés Manuel López Obrador de México; con el presidente de Bolivia, Luis Arce; con Lula da Silva -que será el próximo presidente de Brasil-; y que inviten a Maduro y a Díaz Canel, de Venezuela y Cuba, y viéndolos a todos a lo mejor hasta se anima Gabriel Boric, presidente de Chile, y tomen decisiones que emulen las de sus congéneres que los antecedieron en los primeros 12 años del siglo XXI pues, con ellos, parecía pintar como el siglo en el que por fin íbamos a dejar las lamentaciones y las denuncias para pasar a la acción, a comportarnos como región cuyo peso en el mundo se correspondiera con su tamaño y su riqueza.
Ojalá.
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