Los efectos del machismo y la misoginia, institucionalizados y elevados a la categoría de ley, persisten en nuestros países tanto como en aquellos sometidos a gobiernos con estrictas normas religiosas cuya fuerza restrictiva golpea, con especial énfasis, al segmento femenino de la sociedad. Pero nosotros, desde el falso escenario de la cultura occidental y la débil estructura de nuestras democracias, nos afanamos por condenarlos, aunque somos capaces de abandonar a niños, niñas y mujeres en manos de las redes de trata, abuso sexual y violencia machista, sin cuestionar nuestra postura moral.
Que no me digan que exagero. Que no me digan que es culpa de las mujeres, porque a todos nos consta la barrera de obstáculos erigida en nuestros países tercermundistas para hacer imposible las denuncias. Me consta, por haberlo visto de cerca, el trato humillante de las autoridades -policías, fiscales y jueces- ante los casos de violación, de acoso y de feminicidio.
No me digan que la justicia avanza para proteger a esas víctimas, porque la justicia -como la mayoría de instituciones de nuestros países- ha estado siempre al servicio de los victimarios.
No me digan tampoco que un caso es más importante que otro, solo porque la víctima pertenece a una cierta categoría social. En ciudades, pueblos y aldeas de nuestras naciones son miles las niñas, adolescentes y mujeres desaparecidas, a quienes jamás buscan las autoridades. Las organizaciones criminales dedicadas a la trata tienen sus bases instaladas en despachos oficiales y eso es parte fundamental de la realidad incontestable que nos rodea, la cual hemos naturalizado al punto de ni siquiera reflexionar sobre ella.
Todo acto de protesta vale. El silencio, en cambio, lleva el sello del fracaso.
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