El panorama es complicado para un gobierno de Lula no solo por la agresividad de sus contrincantes, sino también por la diversidad y los objetivos, a veces dispersos, de quienes lo acompañarían eventualmente en el gobierno.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Lo que suceda en las elecciones brasileñas es muy importante para el resto de América Latina. En la primera ola progresista del siglo XXI (1998-2012), la figura de Luiz Inácio Lula da Silva, conocido simplemente como Lula, tuvo un gran peso para impulsar proyectos integracionistas de nuevo tipo, es decir, sin Estados Unidos y con bases institucionales que apoyaban grandes proyectos de desarrollo y apoyo mutuo.
En Brasil, su gobierno y el de Dilma Rousseff, su correligionaria y amiga de toda la vida, fueron ejemplo de lo que se podía hacer para sacar a millones de la pobreza, darles oportunidades; apoyar la educación, fundar universidades; establecer relaciones sur-sur, más allá de su entorno latinoamericano inmediato, con África, por ejemplo, algo que no es nunca prioridad para ningún gobierno de nuestra región; y trabajar conjuntamente con sus pares del resto de la región, un trabajo con objetivos progresistas desde un país que generalmente ha estado de espaldas a sus vecinos.
Con Jair Bolsonaro en el poder se empoderó la tendencia que recorría todo el continente, la del conservadurismo con ribetes neofascistas, que en nuestra región surgió como una respuesta visceral revanchista contra esa ola progresista de la cual Lula había sido referente principalísimo. En algunas partes, esa respuesta conservadora no logró llegar al poder, pero en otras sí, e implementó tácticas de persecución política innovadoras contra quienes habían sido sus protagonistas. Fue cuando se instauró el llamado lawfare, cuyos efectos lo han vivido varios de las más importantes figuras políticas de la primera década del siglo XXI.
Lula da Silva sufrió en carne propia uno de esos juicios amañados. Quedó fuera de la contienda política que, muy posiblemente, lo habría llevado al poder no ahora sino hace cuatro años. Es lo mismo que está sufriendo en este preciso momento Cristina Fernández en Argentina: el uso del sistema judicial para apartar de la liza política a líderes carismáticos que se interponen en el camino del conservadurismo.
Pero Lula está de vuelta. El Brasil de hoy es muy distinto del que dejó cuando terminó su primer mandato presidencial, porque Jair Bolsonaro lo deja devastado. Es, además, un país en el que el odio de clase se ha exacerbado, en donde quienes sienten que van a perder poder o privilegios están dispuestos a todo, incluso al golpe de Estado o al asesinato político. Esas dos espadas de Damocles penden sobre Brasil en este momento como posibilidades reales: Jair Bolsonaro sigue el rumbo trazado por quien trata de emular, Donald Trump, acusar de fraude a su contrincante y propiciar acciones desestabilizantes, agregándole al potaje del caos inducido ingredientes propios de su país, como la amenaza de la intervención del ejército.
Por otra parte, el panorama que ofrece la izquierda brasileña es el de un archipiélago entre cuyos islotes es difícil tender puentes. En el afán de hacerlo, el PT y Lula han logrado acercar a fuerzas que en el pasado marcharon solas, algunas veces incluso en contra suya. Son contingentes de millones de personas con las que habría que gobernar intentando mantenerlas dentro del redil de un proyecto en común del que muchos tratan de escapar.
Quiere decir todo esto que el panorama es complicado para un gobierno de Lula no solo por la agresividad de sus contrincantes, sino también por la diversidad y los objetivos, a veces dispersos, de quienes lo acompañarían eventualmente en el gobierno.
Debemos estar atentos a lo que suceda en Brasil. Lo que ahí pase en estas elecciones influirá en la vida política de todo el continente en los años venideros.
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