Cortázar se comprometió, sí, nunca negó sus lazos con el deseo de un mejor porvenir para los desposeídos y oprimidos del mundo, pero eso nunca significó la claudicación de su juicio crítico ni silenció la desavenencia que pudiera haber sentido respecto a aquello que apoyaba.
Cristóbal León Campos / Para Con Nuestra América
Desde Mérida, Yucatán. México.
Un mediodía en París, con el frío abrazando a sus lectores, Julio Cortázar dejó la terrenal existencia para seguir recorriendo las des rues que tantas veces anduvo buscando dar forma a la Rayuela que significaría su vida y obra. Era el 12 de febrero de 1984, meses después de sostener la esperanza ante una dolencia que lo mantuvo en cama los días finales y que hoy comprendemos mejor, llevó consigo, como una sentencia, la partida premonitoria de Carol Dunlop, con quien compartió sus últimos años.
Antes de su partida y después de ella, Cortázar enfrentó la crítica descalificadora y la sacralización, un binomio que no le correspondía por su irreverencia al canon y a la gesticuladas maneras de pensar la literatura. No fue un escritor arrepentido ni un cultivador del alago, era, en todo caso: palabra y compromiso, sin que ninguna de las partes subordinara a la otra. Él mismo lo expresó en 1983, meses antes de su muerte, durante un viaje que efectuó a Madrid para dictar una serie de conferencias, en esa ocasión, mencionó al ser cuestionado sobre su obra y las motivaciones de su pluma: “No creo que mi escritura esté supeditada a nada: no me gusta esa palabra, que daría la imagen de un escritor que escribe sobre temas dados, ha dictado de alguien. Por supuesto que milito en la lucha por los derechos humanos. Pero mi soberana libertad como escritor la mantengo y la mantendré siempre”.
El ejercicio de la libertad le valió sortear murallas y abrir caminos, así como también encontrarse frente a desiertos intransitables, no hay forma de estar frente a Cortázar y dejar desapercibido el fuego que condujo su pensamiento, sobre todo en las décadas finales de su vida, cuando reconoció la apasionada urgencia de hablar de la pureza más grande: el amor a la humanidad.
Mario Benedetti, su amigo, fue quien a pocos días del fallecimiento de Julio, en su artículo “Julio Cortázar, ese ser entrañable”, publicado en el periódico El País, escribió reflexionando en torno a las críticas vertidas sobre el escritor argentino que: “Es obvio que, a partir de su decidido apoyo a los movimientos revolucionarios de Latinoamérica y de su tajante denuncia de las dictaduras del Cono Sur, hubo una injusticia esencial en el tratamiento dispensado a Cortázar por algunos medios de comunicación, por ciertos sectores de la crítica y hasta por varios de sus colegas”.
Cortázar se comprometió, sí, nunca negó sus lazos con el deseo de un mejor porvenir para los desposeídos y oprimidos del mundo, pero eso nunca significó la claudicación de su juicio crítico ni silenció la desavenencia que pudiera haber sentido respecto a aquello que apoyaba. Se alimentó de la voluntad y la esperanza, sin permitir que el juicio fuera nublado por las tormentas externas e internas de los procesos sociales a los que se adhirió. Era un cronopio que dio fe a la consciencia ejerciéndola como forma de crítica al contexto universal.
En la misma España, pero ahora en Barcelona, ciudad que habitó en lo profundo, donde dialogando con Alberto Szpunberg (periodista de El País), expresó Cortázar que: “Yo no creería en el socialismo como destino histórico de América Latina, si no es tuviera movido por el amor”. Así, tras la búsqueda del amor más puro, el que reivindica al ser humano, fue como Julio pasó los años finales de una vida llena de palabra y compromiso.
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