Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica
En el año de 1502 Cristóbal Colón explora la costa caribeña de Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá; en 1513 Vasco Núñez de Balboa descubre el Mar del Sur: con estos dos acontecimientos se constituye en esta parte del hemisferio una colonia española determinada básicamente por su importancia estratégica. En 1542 se le da el nombre de “Audiencia de los Confines”, la que se extiende desde lo que hoy es Chiapas en México, hasta Panamá; después se le denominará Capitanía General de Guatemala. Su independencia formal es proclamada en 1821. Esa realidad colonial tenía un poder balcanizado que pretendía la unidad. Por ello colonia, balcanización y posición geográfica son peculiaridades compartidas con el Caribe insular. Pero no solo eso, gozan de una pluralidad cultural: son pueblos, naciones y territorios de importancia geoestratégica por su ubicación y forma, por sus recursos, escenarios naturales y mano de obra, desde los tiempos coloniales, pero también, con esa particular riqueza enfrentan, como parcelas, los actuales retos de la globalización.
Sobre las particularidades de esta región y sus diferencias con otras regiones de América latina, no pretendo ser exhaustivo; solo señalaré algunos detalles. En primer término y, a diferencia de otras naciones del continente que hoy se encuentran balcanizadas, en Centroamérica hubo un esfuerzo importante de construcción de una nación federal, a partir de su independencia formal, aunque el resultado fueran cinco Estados construidos con algún sentido nacional diseñado a través de su corta historia.
Sin embargo, aquel interés federal que les marcó su inicio como pueblos “libres e independientes de la antigua España, de México y de cualquier otra potencia, así del antiguo como del nuevo mundo” (Decreto de Independencia, 1823) se reiteró en diversas oportunidades durante el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. Un interés integrador y unitario que llega y se va en el discurso de las clases políticas centroamericanas, como en calidad de ciclos, a veces como respuesta a demandas de sus grupos intelectuales unionistas, otras para enfrentar situaciones del entorno o para acomodarse a presiones foráneas, o bien para pactar sus recursos y fortalezas en las negociaciones internacionales. Pero el lenguaje unionista no solo aparece en el primer siglo de vida independiente; al contrario, alienta oídos muy recientes, como en la Declaración de Managua, Nicaragua, del 2 de septiembre de 1997, para la que:
“Centroamérica es una Comunidad política, económica, social y cultural (…) punto de partida hacia la Unión Centroamericana”.
“Nuestro Istmo (afirmaba) constituye una unidad geográfica y ecológica indivisible, cuyos pueblos y naciones representan una extraordinaria diversidad cultural y étnica, con una lengua e historia común. Compartimos en el Istmo un patrimonio colectivo cuyo aprovechamiento, en el siglo venidero, estará condicionado por desafíos extraordinarios que solo podrán ser exitosamente enfrentados de manera conjunta, en un espíritu de confraternidad y solidaridad” (Declaración de Nicaragua, 1997).
La especificidad de la integración centroamericana y su aporte al pensamiento integracionista latinoamericano
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