Al igual que en tantos otras partes de Nuestra América, el ciudadano común de esta nación antillana tomó la palabra y las calles determinado a iniciar una nueva era de solidaridad social en torno a fines compartidos. Su voz apalabraba la ira, aunque su rostro irradiaba esperanza.
Como decía uno de los tantos carteles que se vislumbraban entre la muchedumbre durante esa histórica jornada de insurgencia civil del pasado jueves 15 de octubre, era la “Marcha de los desafortuñados contra los capitalistas afortuñados”, en alusión a las políticas neoliberales del principal objeto de la rebelión popular, el gobernador colonial Luis Fortuño. La contundencia de la protesta resonó no sólo por todos los rincones de Puerto Rico, sino que también a través de las Américas. Y es que ese día, el país se transfiguró y nunca será igual. La soberanía empezó a construirse por donde en fin se constituye todo poder: desde cada uno.
El neoliberalismo hizo nuevamente gala de su gran fracaso como proyecto económico y político comprometido con la restauración de un poder sin límites para el capital y la consiguiente desposesión de los más. La separación entre capital y trabajo nunca fue tan tajante, sobre todo hoy en que, desde el Norte hasta el Sur, el capital pretende, luego de la crisis global del pasado año, recuperar sus escandalosas tasas de ganancias aún a costa de la reducción de empleos o el empeoramiento de las condiciones laborales. “Crecimiento sin empleo” parece ser su fatídica receta.
Sin embargo, al igual que en tantos otras partes de Nuestra América, el ciudadano común de esta nación antillana tomó la palabra y las calles determinado a iniciar una nueva era de solidaridad social en torno a fines compartidos. Su voz apalabraba la ira, aunque su rostro irradiaba esperanza. En un país que lleva ya dos años en recesión y cuya tasa oficial de desempleo asciende prácticamente a un 16 por ciento, los miles de empleados públicos despedidos que marchaban pedían trabajo y no dádivas públicas. Aún los que todavía no se atrevían a sumarse a la rebelión y acudieron a sus respectivas labores ese día, no dejaban de reconocer como justos los reclamos de éstos.
Una agencia de noticias mexicana informó como sobre 200,000 ciudadanos respondieron a la convocatoria del paro nacional hecho por una coalición integrada por decenas de organizaciones sindicales, agrupaciones profesionales y movimientos políticos y sociales. La agencia Reuters dio testimonio de cómo decenas de miles de puertorriqueños que protestaban por el despido de de miles de empleados públicos por el gobierno colonial, habían paralizado el centro de San Juan, la ciudad capital de la Isla.
Asimismo, Prensa Asociada dio detalles de cómo la marcha y la huelga general paralizó a Puerto Rico, así como de la calificación de “comunistas” que le asignaba a todos los manifestantes el secretario del gobernante Partido Nuevo Progresista (PNP), Hugo Pérez. La BBC proveyó igualmente constancia de la masiva protesta, indicando como fue calificada por algunos como una “jornada histórica”, a la vez de que informó de la determinación de Fortuño de no dar marcha atrás a los despidos y demás políticas neoliberales adoptadas e implantadas por su gobierno.
Por su parte, desde Telesur hasta el New York Times se le daba despliegue a la respuesta de la multitud congregada ante la intransigencia gubernamental, según informada por uno de sus representantes, el obispo metodista Juan Vera: la declaración de “un estado de insurrección civil pacífica del pueblo de Puerto Rico”. “Pasamos hoy de la protesta a la resistencia y de la resistencia a la desobediencia civil”, sentenció Vera, portavoz de la Coalición de Todo Puerto Rico por Puerto Rico.
Finalmente, el periodista Jorge Ramos de Univisión se encargó de entrevistar agresivamente al gobernador Fortuño ante el masivo rechazo cosechado por sus políticas y le planteó la gran interrogante que crecientemente ocupa las mentes de unos y otros a través del espectro político puertorriqueño: si dicha amplia repulsa y la significativa pérdida de la confianza pública le puede llevar a renunciar a su cargo. Visiblemente sorprendido con la pregunta, Fortuño pretendió asegurar que no pasaba por su mente. Sin embargo, el sábado siguiente cuando acudió, en la ciudad de Toa Baja, a una reunión de la dirección de su Partido, se topó con el cántico de un centenar de manifestantes que coreaban: ¡Y si no le gusta a Luis, que se vaya del país!
Puerto Rico ha pasado así de la crisis, en la que hace ya un tiempo se halla, a la omnicrisis. El conflicto trabado es entre dos subjetividades y voluntades diametralmente opuestas acerca del futuro del país. Una es expresión de los deseos y aspiraciones de los grupos llamados subalternos, es decir, los que viven o desean vivir de su trabajo. La otra está representada por la autoridad que pretende ejercer el régimen colonial para contener las fuerzas sociales subalternas que crecientemente resisten al mando insensible e irracional del capital.
El régimen colonial-capitalista sólo pretende controlar el conflicto; en nada interesa solucionar las contradicciones que le constituyen. De ahí que las contradicciones se presentan como insalvables y como tales se manifiestan ya por doquier, incluso en nuestros tribunales y, particularmente, en el Tribunal Supremo de Puerto Rico. Con ello, el sistema pierde un instrumento imprescindible para intentar, desde su perspectiva, manejar el conflicto actual, sobre todo ante la clara identificación de la actual mayoría de sus integrantes con los objetivos clasistas del presente gobierno neoliberal. Lo que le queda a la multitud soberana es, pues, afirmar su poder constituyente más allá de los límites políticos y jurídicos que pretende imponerle el corrupto y parcializado poder constituido.
La multitud insurrecta, aunque desarmada, de los tiempos actuales, resulta en fin un efectivo agente del cambio radical en las presentes circunstancias. Como señalan Antonio Negri y Michael Hardt en su más reciente obra dedicada a la construcción revolucionaria de la nueva sociedad y democracia de lo común, la fuga actual de dicha multitud de las estructuras de dominación del decrépito orden actual “crean rupturas en la continuidad del control”, llenando los vacíos resultantes con “nuevas expresiones culturales y formas de vida”. Según estos influyentes teóricos políticos, los movimientos que hoy representan visiones alternativas de la Modernidad capitalista han dejado como saldo concreto “un arsenal de estrategias de desobediencia, nuevos lenguajes de democracia y prácticas éticas” que sirven como instrumentos potenciadores de “nuevas iniciativas de rebelión”. Lo importante es, en última instancia, ver como se articulan organizadamente y se institucionalizan en “un proyecto común”. (Michel Hardt & Antonio Negri, Commonwealth, Harvard University Press, Cambridge, 2009, pp. 343 y 368).
En ese sentido, la determinación de escalar la protesta hacia la insurgencia civil constituye, en la presente coyuntura, un imperativo insoslayable. Sin embargo, no se debe perder de perspectiva que la insurgencia será pertinente como solución a la omnicrisis trabada sólo en la medida en que reconozca la necesidad de instituir un proyecto alterno de país que consuma una ruptura definitiva con el actual orden. La insurgencia civil es hoy no sólo un acto de contestación sino que, sobre todo, un acto de construcción en torno a aquellos valores, experiencias, capacidades e instituciones comunes que representan ese otro Puerto Rico que va naciendo de las entrañas del actual. Es allí, a partir de sus diversas articulaciones, donde ya se asoma potencialmente ese pueblo que soberana y democráticamente decida tomar control de su destino tanto individual como colectivo.
Carlos Rivera Lugo es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.
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