Tomará años sanar y restaurar las heridas abiertas durante décadas de agresión neoliberal sistemática sobre los pueblos: todo eso que la tecnocracia se da el lujo de rectificar en un informe, pero que para nosotros, hombres y mujeres de nuestra América, constituye la historia profunda de años de resistencias, derrotas y aprendizajes.
A finales del mes de mayo, un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) titulado: La hora de la igualdad. Brechas por cerrar, caminos por abrir, llegó a una conclusión de Perogrullo: el Estado, defenestrado por el neoliberalismo metropolitano y periférico desde la década de 1980, debe retomar un papel protagónico y reconstruir su fortaleza para la revitalización de la democracia en América Latina.
“El Estado –sostiene la CEPAL- es así el principal actor en la conciliación de políticas de estabilidad y crecimiento económico, de desarrollo productivo con convergencia, armonización territorial, promoción de empleo de calidad y mayor igualdad” (Pág. 267). Allí donde antes decía Estado mínimo, ahora debemos leer: Estado fuerte.
Como revelando la debilidad de las certezas en tiempos de crisis, este tipo de rectificaciones de los organismos internacionales son cada vez más frecuentes. En los últimos años, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional también se han visto obligados a hacerlo, en la misma medida en que las rebeliones populares, las transformaciones del mapa político latinoamericano y el terremoto del sistema capitalista, ha puesto en entredicho sus propios dogmas de fe y a sus oráculos neoliberales.
Según lo reconoció la CEPAL, tras décadas de aplicación del recetario neoliberal, América Latina ostenta hoy el vergonzoso título que la acredita como la región más desigual del mundo: “el ingreso promedio por persona en el estrato más acaudalado supera 17 veces al que percibe 40 por ciento de personas en los hogares más pobres” (LA JORNADA, 30-05-2010, pág. 24).
¿Cuántas comunidades desaparecieron, cuántas familias se desintegraron, cuántos personas debieron engrosar los índices del desempleo y la pobreza, para que los organismos internacionales comprendieran que la liberalización económica y la restricción de la inversión social, que enviaron a la guillotina décadas de organización y luchas populares, conquistas sociales y a la Política misma –así, con mayúscula-, también destruían el tejido social y humano de nuestras sociedades?
Llevados a situaciones límite, casi arrinconados en encrucijadas de vida o muerte, fueron los pueblos latinoamericanos, junto a los gobiernos más progresistas y sensibles a este cambio de época, quienes asumieron el protagonismo de los cambios y las transformaciones en la última década: una compleja y conflictiva búsqueda de alternativas posneoliberales, a nivel político, cultural y económico, en la que se ponen en práctica respuestas relativamente diferentes a las ensayadas hasta ahora.
Ahí están los nuevos proyectos de integración regional, como el ALBA, UNASUR, el Tratado de Comercio de los Pueblos, el Banco del Sur, Petrocaribe, TeleSur, y numerosas iniciativas de participación política que, en mayor o menor medida, se nutren de las propuestas nacidas del debate de los Foros Sociales, las experiencias democratizadoras de los movimientos sociales y la riquísima tradición del pensamiento latinoamericano.
Tomará años sanar y restaurar las heridas abiertas durante décadas de agresión neoliberal sistemática sobre los pueblos: todo eso que la tecnocracia se da el lujo de rectificar en un informe, pero que para nosotros, hombres y mujeres de nuestra América, constituye la historia profunda de años de resistencias, derrotas y aprendizajes. Por eso no podemos entregar los triunfos y conquistas sociales de los últimos lustros a aquellos que, sin ningún reparo ni escrúpulo, pretenden “refundar el capitalismo” –ignorando las contradicciones que éste incuba- y darle una segunda oportunidad a ese modelo perverso.
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