Uno vive en un país que lleva más de una década en estado de guerra. Donde todos los días la conversación entre políticos, “expertos” y estrategas geopolíticos, educados en las mejores universidades, contemplan el próximo ataque y tratan de medir qué grado de brutalidad debe tener.
David Brooks / LA JORNADA
Debajo de las calles un trombón y una trompeta de dos afroestadunidenses se divierten persiguiendo notas de una rola estilo Nueva Orleáns. Del otro extremo de una larga estación del metro, un chino ofrece invitaciones a unas notas muy diferentes del otro lado del mundo con un instrumento tipo violín, pero de una sola cuerda. Un trío poblano acaba de bajar de un vagón donde ofreció una canción de amores derrotados, y un banjo y pandero en otra estación de las catacumbas de Nueva York resucita rolas de raíces escocesas e irlandesas que se conocieron en los montes Apalaches, zona minera y de extrema pobreza. Los que escuchan sonríen, a veces hasta se mueven al compás; son árabes, africanos, latinoamericanos, asiáticos que representan multitud de civilizaciones e historias. Pero uno sube a la superficie después de este viaje subterráneo lírico y de cantos entre una cultura y otra sólo para encontrarse con sangre y tambores de guerra.
En la superficie, uno vive en un país que lleva más de una década en estado de guerra. Un país donde todos los días unos políticos deciden si bombardear o no los orígenes de esta música. Donde todos los días la conversación entre políticos, “expertos” y estrategas geopolíticos, educados en las mejores universidades, contemplan el próximo ataque y tratan de medir qué grado de brutalidad debe tener. No se detienen mucho en considerar cuántos músicos morirán, cuántos maestros y estudiantes, cuántos poetas, cuántos astrónomos, cuántos bailarines, cuántas madres, hijos, hermanos, novios más serán las próximas víctimas anónimas de la actividad más absurda y obscena del poder. Vivir esta cotidianidad es una sensación muy particular, difícil de describir, casi inaguantable de sentir. Vivir en un país que lleva a cabo matanzas de otros pueblos mientras todos observan las escenas macabras por televisión, o ahora Internet, como si fuera un show más.
Claro que todos afirman que “la guerra es el infierno” y que hay que evitarla a cualquier costo. Desde el presidente a cualquier ciudadano. Pero impera la versión oficial (aunque hay que reconocer que se expresa amplia disidencia por todas partes) de que, ante tanto “mal” en el mundo, este país, más que cualquier otro, tiene la “responsabilidad” de velar por el “bien”, por la “libertad” y los “derechos y valores humanos fundamentales”. La propaganda tan exquisitamente desarrollada en este país sigue funcionando.
No es nada nuevo. Estados Unidos proclamó que éste era el “siglo americano” desde hace décadas, junto con toda la retórica casi desde el origen del país de que éste era ahora el “pueblo elegido”. Así se exaltó durante los inicios de la Segunda Guerra Mundial, y fue después de ella cuando este país surgió como la potencia suprema del planeta. Como recordó recientemente el historiador Andrew Bacevich, de la Universidad de Boston, en un ensayo en Chronicle of Higher Education, fue Henry Luce, editor de Life, quien en 1941 definió eso del “siglo americano” como un tiempo en el que Estados Unidos “compartiría” tanto su Constitución como sus productos con el mundo. Además, tendría una misión casi religiosa: “ahora tenemos que ser el buen samaritano del mundo entero”, y que eso implicaba responder a un deber “como la nación mas poderosa y vital del mundo… para ejercer sobre el mundo el impacto pleno de nuestra influencia para los propósitos que veamos convenientes y por los medios que consideremos convenientes”.
Esa retórica continúa casi textual hoy día. Mitt Romney, el favorito de los precandidatos presidenciales republicanos, recientemente pronunció un discurso en el que afirmó que “este siglo tiene que ser un siglo americano, en el cual América tiene la economía más fuerte y el poder militar más fuerte del mundo”.
El presidente Barack Obama afirmó que Estados Unidos es “la única nación indispensable en los asuntos mundiales, y mientras sea presidente, mi intención es mantenerla así”. En su informe a la nación a finales de enero agregó: “América está de regreso. Cualquiera que les diga otra cosa, cualquiera que les diga que está en declive o que nuestra influencia ha disminuido, no sabe de lo que está hablando”.
Pero claro que todos saben que Estados Unidos pierde su supremacía mundial en todos los rubros, menos uno.
Bill Ayers, veterano activista contra las guerras, desde los 60 hasta ahora, comentó a La Jornada hace poco: “vivimos en una potencia imperial en declive económico, político y cultural, pero que sigue siendo la potencia militar suprema del mundo; eso es sumamente peligroso para todos”.
Esta insistencia casi histérica en ser “la potencia militar sin igual” se promueve de mil maneras todos los días en este país. Casi todo acto deportivo incluye un rito de homenaje a los militares. En la televisión se promueve el estreno de una nueva película de Hollywood, Acto de valor, que se distingue porque todo el elenco es integrante de la fuerza de operaciones especiales SEALs (la que asesinó a Osama Bin Laden). Los juegos de video más promovidos son los de guerra. El anuncio publicitario más reciente de la marina en televisión afirma que ese servicio militar es “a global force for good”, frase que tiene dos sentidos: “una fuerza global para el bien” y “una fuerza global para siempre”.
La cúpula política y varios sectores de este país parecen no hartarse de sangre.
Mientras tanto, la música se escucha en las catacumbas de Nueva York y en otras partes por todo este país. La convivencia entre versos, ritmos y armonías rescata milagrosamente la vida abajo mientras se debate la muerte arriba. Ojalá un día toda esa música salga a la superficie y alcance tal volumen que calle los tambores de guerra. Tal vez entonces se podrá empezar a limpiar tantas manchas rojas que empapan la historia de este siglo que dicen que es americano, pero que es de todos nosotros.
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