La gira de Joe Biden a México y Honduras y la inclusión de Costa Rica en la Alianza del Pacífico son algunos de los hechos que permiten afirmar que hoy, salvo las excepciones de El Salvador y Nicaragua, donde dos fuerzas políticas de izquierda intentan nadar contra la corriente neoliberal imperialista, en medio de inmensos obstáculos y no pocas contradicciones, lo único que parece cambiar en Mesoamérica son los rostros de los administradores de turno.
Andrés Mora Ramírez / AUNA Costa Rica
(Fotografía: En Tegucigalpa, los presidentes Porfirio Lobo y Laura Chinchilla se reunieron con el Vicepresidente de EE.UU, Joe Biden)
Cuatro años después de la última Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago (2009), y con la Cumbre de Cartagena de Indias, Colombia, ya en el horizonte inmediato (el próximo mes de abril), Estados Unidos y América Latina se encuentran muy lejos de aquella propuesta de un “nuevo día en las relaciones entre los países del hemisferio” anunciada por el presidente Barack Obama cuando asumió el poder. Por el contrario, y a pesar de los esfuerzos de integración desplegados, por ejemplo, con la creación de la CELAC, la profundización de las diferencias entre el norte y el sur, y el Atlántico y el Pacífico de nuestra América, se presenta como la tendencia dominante.
También ahora, como hace cuatro años, la Casa Blanca mueve sus piezas para garantizarse una cumbre sin sobresaltos: por un lado, el presidente colombiano Juan Manuel Santos viajó a La Habana para recordarle a América Latina y al mundo que la Guerra Fría -por lo menos en este continente- todavía no ha terminado, y por lo tanto, Cuba seguirá ausente del cónclave panamericano; y por el otro, el vicepresidente estadounidense, Joe Biden, emprendió una gira a dos destinos emblemáticos de la geopolítica norteamericana: México y Honduras.
No se trata solo de que Washington exhiba su pobre capacidad de comprensión de los cambios ocurridos en nuestra región desde finales del siglo XX, y que niegue sistemáticamente el diálogo entre iguales con los gobiernos latinoamericanos, particularmente aquellos que identificamos como progresistas y nacional-populares: lo peor es que se empeña en repiter, con obstinación, sus errores del pasado. Tanto así, que el incidente más dramático y violento de este período, como fue el golpe de Estado en Honduras (2009), urdido entre las elites oligárquicas y funcionarios norteamericanos de amplia trayectoria en la guerra de contrainsurgencia en Centroamérica, no hizo sino ratificar que las elites estadounidenses no pretenden renunciar a su repertorio de formas de dominación imperialista: desde el soft power hasta la aplicación del poder puro y duro.
Para Mesoamérica –México y Centroamérica-, sin embargo, los signos de debilidad del imperio, que algunos analistas caracterizan como una crisis de hegemonía, lejos de dar margen de maniobra para que partidos y movimientos progresistas ensayen caminos alternativos, se traducen en un apuntalamiento de los pilares que definen la política exterior norteamericana hacia estos países: la geopolítica de la guerra al narcotráfico, la seguridad nacional y el libre comercio panamericanista. Y es eso lo que hemos presenciado en los últimos días con la gira del vicepresidente norteamericano.
En Ciudad de México, Biden se reunió con los candidatos presidenciales a quienes transmitió lo que Dan Restrepo, asesor de la Casa Blanca en asuntos latinoamericanos, definió como “un mensaje muy claro” de sus intenciones de “trabajar como socio con el próximo presidente” mexicano y mantener la actual estrategia en la guerra contra el narco (La Prensa, 02-03-2012). Una batalla que, según cálculos recientes, ha dejado más de 60 mil muertos desde el año 2006 (Proceso, 10-12-2011).
Mientras tanto, en Tegucigalpa, además de expresar al presidente Porfirio Lobo “el ‘apoyo y respeto’ de EE UU por su gestión ‘para restaurar el orden democrático y promover la reconciliación’ en Honduras tras el golpe de Estado de 2009” (La Tribuna, 02-03-2012), Biden ejerció presión contra la iniciativa del gobierno de Guatemala de despenalizar la producción, comercialización y consumo de drogas. En sintonía con la postura de Washington, los gobiernos de El Salvador, Honduras, Costa Rica y Panamá ya anticiparon su oposición a la propuesta guatemalteca, que de aprobarse, podría tener repercusiones en la estrategia de seguridad regional y en las justificaciones político-ideológicas de la creciente presencia militar de Estados Unidos en Centroamérica.
Un día antes de la cita en la capital hondureña, mediante un comunicado oficial, la presidenta Laura Chinchilla informó que “tras una reunión virtual” con los presidentes de México, Colombia, Panamá, Perú y Chile, “Costa Rica fue aceptada como miembro observador de la Alianza del Pacífico”.
La mandataria costarricense afirmó, además, que “con los países que conforman la Alianza para el Pacífico nos unen lazos de amistad, así como relaciones comerciales que han venido creciendo durante los últimos años. Compartimos, además, una misma visión sobre crecimiento y desarrollo”. Pero no es lo único que comparten: esta entente de los gobiernos neoliberales de América Latina es estratégica por su rol de contrapeso a la integración nuestramericana –UNASUR, ALBA, CELAC- y por las oportunidades de proyección económica, política y militar que ofrece a los Estados Unidos (ver: EE.UU y el Acuerdo de Integración del Pacífico: dividir para vencer, 07-05-2011). Y allí, en ese escenario, el gobierno de Costa Rica y los grupos dominantes del país se sienten a gusto.
Todos estos hechos que aquí mencionamos, y lo que viene sucediendo en la región en la última década al menos, nos muestran un panorama complejo y poco alentador. Hoy, salvo las excepciones de El Salvador y Nicaragua, donde dos fuerzas políticas de izquierda intentan nadar contra la corriente neoliberal imperialista, en medio de inmensos obstáculos y no pocas contradicciones, lo único que parece cambiar en Mesoamérica son los rostros de los administradores de turno, pero no las grandes orientaciones políticas, económicas, ambientales y culturales que permitirían dar pasos hacia la construcción sociedades más justas, plurales y tolerantes, y hacia democracias auténticas, sólidas y participativas.
¿Los resultados de las elecciones presidenciales en México, en julio de 2012, podrían modificar este panorama? ¿Un México con otra signo político, en un eventual triunfo de Andrés Manuel López Obrador, estaría en condiciones de influir en Centroamérica e impulsar transformaciones sin el sello del hegemonismo estadounidense? ¿Todavía hay esperanzas para un giro progresista en esta región del mundo?
Por ahora, el pesimismo inclina la balanza… Pero el futuro es imprevisible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario