“Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada.”
Antonio Gramsci: Cuadernos de la Cárcel [1]
El segundo plano es el de los conflictos que tienen lugar entre diferentes grupos humanos que aspiran a hacer uso de un mismo conjunto de recursos para fines distintos y excluyentes. Esto da lugar a a problemas políticos que deben ser resueltos mediante acuerdos entre organizaciones sociales, garantizados por vía institucional, o terminan encarados como el que una vez enfrentó al agricultor Caín y el pastor Abel.
El vínculo entre ambos planos de conflicto es el trabajo humano, que pone en contacto de manera productiva a la cultura y la naturaleza. En efecto, todo proceso productivo supone algún grado de reorganización del mundo natural, que opera mediante un reordenamiento de las relaciones dominantes en la vida social, y de las instituciones que norman esas relaciones. El resultado de esos procesos se expresa en paisajes característicos. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la transformación de los paisajes de zona rurales que pasan de una pequeña producción campesina de policultivo a una economía de agrocomercial de plantación, como ha ocurrido en nuestra América en casos como los del azúcar, el banano y la soja.
Prever, coordinar y conducir esos procesos de creación de nuevos paisajes hacia metas compatibles con la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie constituye una tarea de gran complejidad técnica, científica y política. Aquí, las Humanidades pueden, deben, contribuir a la comprensión de esa tarea dentro del proceso mayor del desarrollo de la especie humana.
La capacidad de las Humanidades para cumplir este cometido deriva del importante papel que en ellas desempeñan, a un tiempo, la historia y la poesía. Donald Worster, por ejemplo, expresó ese papel al señalar que, si bien las ciencias naturales pueden demostrar más allá de toda duda la presencia de una crisis en nuestras relaciones con el mundo natural, no pueden en cambio explicar a qué se debe esa crisis.[1] Esa tarea, dice, corresponde a la historia ambiental, que examina los procesos de formación y transformación en que se entrelazan la naturaleza, nuestras ideas sobre ella y los problemas ambientales que enfrentamos hoy como consecuencia de nuestras intervenciones en los ecosistemas de ayer.
Esa capacidad de las Humanidades abarca también el análisis del papel que cumplen las metáforas en la formación del conocimiento del que nos valemos para actuar sobre nuestro entorno. La metáfora, como figura poética, alude simultáneamente a múltiples significados no excluyentes entre sí. Esto le permite resaltar aquellos factores de incertidumbre que nutren las situaciones de malestar en la cultura, roturando el sentido común de un modo que finalmente facilita el paso de la intuición a la certeza en el proceso de producción de conocimiento, y de traducción de éste en acción humana.
Esta cualidad suele manifestarse a partir de intercambios de muy diverso orden entre campos distintos de la cultura y el conocer. Así, por ejemplo, la comprensión de nuestras relaciones con el entorno natural se facilita al presentarla como un vínculo sociocultural, aludiendo a la naturaleza como una madre generosa que trabaja para sostener a sus hijos, pero puede someterlos a duro castigo si éstos abusan de ella. A la inversa, la noción de desarrollo –heredera a su vez de las precedentes de civilización y progreso, y de las fosilizaciones conceptuales correspondientes a la vida de la que surgieron– está construida a partir de una apropiación metafórica, por parte de las ciencias sociales, de un concepto proveniente de la biología que designa el proceso de formación, maduración y muerte de los organismos vivientes.
La metáfora, sin embargo, alude y elude a un tiempo el sentido más profundo de aquello que resalta. Así, al atribuir a la naturaleza en su conjunto la capacidad de trabajar que caracteriza a nuestra especie distorsiona nuestras capacidades de conocimiento del mundo natural. De igual modo, al excluir del desarrollo como categoría social y económica la muerte del organismo que se desarrolla, limita nuestra comprensión de las contradicciones que animan ese proceso, y llevarnos a aceptar como natural lo que realidad deberíamos enfrentar como un problema histórico y, como tal, político.
Con ello, el desarrollo sostenible emerge como una metáfora que alude al más importante factor de malestar en la cultura de nuestro tiempo: el agotamiento de aquella visión del mundo que, entre las décadas de 1950 y 1970, sintetizó en el desarrollo (sin adjetivos) la esperanza de que el progreso técnico y sus frutos llegaran a toda la Humanidad, para crear un mundo en el que el crecimiento económico sostenido garantizara bienestar social y participación política crecientes para todos. El hecho de que aquella construcción cultural se encuentre hoy en crisis no debe llevarnos a subestimar ni su importancia histórica, ni su permanente trascendencia.
El desarrollo como problema y como objetivo constituye uno de los grandes temas legados por el siglo XX a la comunidad mundial, cuya discusión tiene hoy más importancia que nunca. En ese marco, relacionar entre sí al desarrollo con los problemas de la sostenibilidad permite establecer con claridad creciente tanto el carácter como las distorsiones de que son objeto los dos. De ellas, la principal se deriva de una confusión ilegítima entre el desarrollo de la especie humana como un proceso general, y determinadas condiciones históricas en el despliegue de ese proceso.
En verdad, el único uso realmente legítimo del concepto de desarrollo viene a ser aquel que se refiere a la formación y maduración de nuestra especie, en su doble y simultánea dimensión biológica y sociocultural, a partir del despliegue de aquel rasgo que nos distingue: nuestra capacidad para el trabajo como medio fundamental de relación entre nosotros y con nuestro entorno natural. Por su parte, lo ilegítimo –esto es, lo que se elude– consiste en confundir el proceso general de desarrollo de los humanos con cualquiera de las formas históricas puntuales que ha conocido la organización de ese proceso, y que han sido relevantes para la historia del mismo en cuanto han contribuido a su despliegue, o han terminado por distorsionarlo y aun bloquearlo.
No es posible, en efecto, constreñir el desarrollo humano a los límites que le imponga la preservación de las formas más extremas y aberrantes de una forma histórica de organización de las relaciones sociales ya agotada en su capacidad para sostenerlo –y que por el contrario amenaza incluso con interrumpirlo, al conspirar contra sus bases naturales de sustentación. Por el contrario, ha llegado la hora de encarar de la manera más decidida la construcción de aquellas formas nuevas de socialidad que mejor se correspondan con el pleno aprovechamiento de las enormes conquistas que ha logrado nuestra especie en materia de ciencia y tecnología.
Ese problema ha sido planteado ya en dos ocasiones desde nuestra América. En 1992 lo hizo el cubano Fidel Castro en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, como en 2015 lo hizo el argentino Jorge Bergoglio, en su calidad de papa Francisco, en la Encíclica Laudato Si’. Hemos llegado a esta disyuntiva en virtud de nuestros propios logros como especie. La forma en que la encaremos definirá no solo nuestro destino, sino quizás incluso el de la vida en el planeta en que ha tenido lugar nuestro desarrollo. Comprender y hacer comprender esto es, sin duda, el mayor aporte que pueden hacer las Humanidades a la tarea de poner todo el conocimiento al servicio de la sostenibilidad del desarrollo humano.
San José, Costa Rica, 21 de julio de 2008.
Alto Boquete, Panamá, 24 de julio de 2023
Notas:
[1] Cuadernos de la Cárcel, 2 (1930-1932), p. 150. Ediciones ERA, México, 1984.
[2] “The ecological history of Monterey Bay”, en Natural Causes. Essays in ecological marxism. The Guilford Press, New York, London, p. 83.
[1] “The Two Cultures Revisited: Environmental History and the Environmental Sciences”. Environment and History 2 (1996), 3 – 14. The White Horse Press, Cambridge, UK. https://www.jstor.org/stable/20722995
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