Es falso suponer que el Papa no se involucró en el conflicto desde un principio. Pero lo hizo no con la perspectiva anclada en la geopolítica de Occidente, tradicional en la Iglesia en los últimos siglos, sino a través de la más amplia mirada constituida desde el Sur Global.
Daniel Kersffeld / Página12
A lo largo de la historia, la Santa Sede ha mantenido una vocación pragmática y, en términos geopolíticos, operó de manera asociada a la superpotencia del momento, siempre que existiera el compromiso de ésta por defender al credo católico de aquellas fuerzas que podían atentar contra su propia existencia, como podían serlo el islam o el protestantismo en sus diversas expresiones.
Así, la Iglesia llevó adelante alianzas de facto con el Sacro Imperio Romano Germánico, con la monarquía francesa y con el imperio austrohúngaro. En tanto que la tolerancia hacia los regímenes totalitarios y de ultraderecha de la primera mitad del sigo XX aun hoy es materia de debate académico y, todavía más, de controversias políticas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, y ya en plena Guerra Fría, el alineamiento con las potencias occidentales fue evidente. El Papa Pío XII fue apodado informalmente “El capellán de la OTAN” por su ferviente anticomunismo, en tanto que la labor de Juan Pablo II resultaría fundamental, finalmente, para contribuir a la caída del bloque soviético.
A diferencia de sus antecesores, que tomaron un rol visible y activo en las crisis y guerras pasadas, hoy abundan los cuestionamientos contra el Papa Francisco por su presunta falta de compromiso en la búsqueda de la paz entre Ucrania y Rusia.
A punto tal que, ante la ausencia de condenas y admoniciones personales, no pocas voces vinculadas a las potencias occidentales lo han calificado como un aliado furtivo de Vladimir Putin frente al equilibrio y la distancia que la cúpula de la Iglesia ha tratado de mantener a lo largo del actual conflicto.
Lo cierto es que, desde el inicio del enfrentamiento, en febrero de 2022, el Papa se ha pronunciado en contra de la guerra en más de un centenar de ocasiones, ya sea en discursos, homilías, ruedas de prensa y entrevistas. Además, la intervención de la Iglesia ha resultado clave para mantener abierto, al menos, un canal de diálogo entre Rusia, Ucrania y las potencias de la OTAN.
De igual modo, el Vaticano participó en distintas iniciativas humanitarias, por ejemplo, favoreciendo el intercambio de varios cientos de prisioneros entre ambas partes. Así como también, desde el mes de abril de 2022, el Papa se encuentra comprometido con una “misión secreta” por la paz de la que apenas se conocen algunos pocos detalles.
Pero el posicionamiento de la Santa Sede es claro. Si bien no exime de culpas ni a Putin ni a Volodimir Zelenski, reconoce que en el actual conflicto Rusia fue provocada por las potencias occidentales. De igual modo, asegura que uno de los principales factores que impide una pronta solución es el constante flujo de armas y recursos militares de los gobiernos de la OTAN a Ucrania.
En este sentido, es falso suponer que el Papa no se involucró en el conflicto desde un principio. Pero lo hizo no con la perspectiva anclada en la geopolítica de Occidente, tradicional en la Iglesia en los últimos siglos, sino a través de la más amplia mirada constituida desde el Sur Global.
Seguramente inspirado por el Concilio Vaticano II, el papado de Jorge Bergoglio se presentaría más cercano a la ideología emanada desde Beijing, Nueva Delhi y Brasilia, que de la provenientes desde Washington, Londres o Bruselas. Incluso acogiendo iniciativas para la paz que de otro modo hubieran pasado desapercibidas o no hubieran causado un más alto efecto político a nivel mundial.
Varios factores inciden en el rumbo político que hoy vive la Iglesia. Los cambios demográficos que se han producido desde inicios del siglo XX y que marcaron una ruptura con la histórica distribución global del catolicismo constituyen, sin duda, un elemento de enorme importancia.
Se calcula que en 1900 había aproximadamente 267 millones de católicos en el mundo, de los cuales, alrededor de 200 millones vivían en Europa y Estados Unidos.
Un siglo más tarde, en el año 2000, los relevamientos sugieren hay cerca de 1100 millones de católicos en todo el mundo, pero solo 350 millones de ellos son europeos y estadounidenses. Una abrumadora mayoría de más de 700 millones habita, en cambio, en América Latina, África y Asia.
De ese total, se supone que más de 400 millones de católicos vive en la región latinoamericana, en una tendencia que se irá fortaleciendo todavía más en los próximos años.
Con una mayoría clara de católicos viviendo fuera de las potencias occidentales, no resulta extraño que la cabeza de la Iglesia vea al conflicto en Ucrania en términos distintos a los prevalecientes en Europa y Estados Unidos.
De igual modo, la presencia de un creciente número de sacerdotes de origen latinoamericano y, en menor medida, asiático, en cargos clave en el Vaticano fortalece la perspectiva del Sur Global a la vez que impulsa a que la Iglesia sea menos condescendiente frente a los anteriores aliados.
Pero la transición que se está operando en el seno de la Iglesia también puede provocar diferencias, pugnas y renovadas tensiones.
Uno de los últimos desencuentros tuvo lugar, de hecho, el pasado 13 de mayo, cuando el Papa Francisco se reunió en el Vaticano con Volodimir Zelenski para discutir, por cuarenta minutos, la situación humanitaria atravesada hoy por Ucrania.
Teniendo en cuenta el impacto político y mediático del encuentro, el Papa le otorgó al presidente varios regalos con amplio simbolismo: desde una escultura de bronce con la forma de una rama de olivo a varios documentos de gran importancia como la encíclica sobre la paz en Ucrania, los textos del Mensaje por la Paz del 1° de enero de 2023, el Documento sobre la Fraternidad Humana firmado en Abu Dabi en 2019, y el libro sobre la Statio Orbis del 27 de marzo de 2020.
Por su parte, uno de los regalos de Zelenski suscitó una alta repercusión: una pintura, conocida como “Pérdida”, que pretende denunciar la tragedia del conflicto apelando a una representación de la Virgen María sosteniendo una silueta negra, en reemplazo del tradicional Niño Dios.
Como era esperable, la obra generó amplias críticas dentro del mundo católico y un profundo rechazo dentro de la Iglesia. Muchas voces consideraron que la eliminación de Cristo resultaba blasfema, agraviante ante el Vaticano y que constituía un acto de desagradecimiento frente a la labor diplomática realizada por Francisco, en las sombras, y a favor del diálogo y de la paz.
Está claro que el progresivo acercamiento de la Iglesia católica al Sur Global no será gratuito y que, además de la oposición interna, existen ocultos y visibles centros de poder en Occidente que no sólo no están de acuerdo con este viraje histórico, sino que harán todo lo posible para evitar que finalmente tenga lugar.
El envío de señales negativas a través de regalos y presentes podría ser interpretado como un acto de ingenuidad o como un error involuntario por parte de la experimentada diplomacia europea. Pero también podría ser leído como una advertencia de los difíciles tiempos por venir.
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