El 2 de octubre de 1968 no se olvidará nunca, pero es posible y deseable cerrar la herida que dejaron la represión brutal y el asesinato masivo ordenados por una presidencia soberbia, insensible y autoritaria.
Editorial LA JORNADA
Hace 40 años, ante los reclamos estudiantiles de apertura, justicia y sensibilidad, el régimen político mexicano recurrió al crimen de lesa humanidad para salvaguardar su autoritarismo y su cerrazón.
El movimiento del 68 fue sucedido, en los años siguientes, por los esfuerzos democratizadores de la izquierda y de la derecha, así como por organizaciones que de la masacre del 2 de octubre perpetrada en Tlatelolco concluyeron la imposibilidad de transformar el poder público de manera pacífica. Para hacer frente a esos intentos, los gobiernos de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo no recurrieron a las leyes e instituciones vigentes, sino que organizaron aparatos represivos ilegales que pusieron en práctica, en territorio mexicano, métodos similares a los de las dictaduras militares de Centro y Sudamérica: la desaparición forzosa, la cárcel clandestina, la tortura y el asesinato de los implicados en los grupos guerrilleros, de sus familiares e incluso de ciudadanos ajenos a la lucha armada.
Cuatro décadas más tarde, la sociedad ha experimentado una transformación cívica y política profunda, gracias, en parte, a la reflexión nacional a la que obligaron los sucesos referidos: el país tiene, hoy, una ciudadanía mucho más consciente de sus derechos políticos, más participativa, más tolerante, más habituada a la puralidad y más crítica de la autoridad que en 1968. En contraste, el poder público ha evolucionado mucho menos, y lo ha hecho forzado por las circunstancias y por la presión social, a regañadientes y con regateos. El viejo monolitismo priísta fue remplazado por negociaciones cupulares que se imponen siempre que pueden sobre los avances del federalismo, de la división de poderes y de la cultura de la legalidad. El Ejecutivo federal ha perdido muchos de los mecanismos de control político que ostentaba en tiempos de Díaz Ordaz –aquellos llamados “poderes metaconstitucionales”– pero ha mantenido intactas la arrogancia y la insensibilidad que caracterizaban a las antiguas presidencias.
En 1988, ante la insurgencia electoral que se articuló en torno a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, el gobierno de Miguel de la Madrid recurrió a la distorsión masiva del sufragio ciudadano, y hace apenas dos años, el panista Vicente Fox se empeñó en ejercer lo que consideraba su derecho de imponer al sucesor en el cargo. Con una legitimidad mucho menor, pero con las inercias autoritarias características del viejo presidencialismo, Felipe Calderón Hinojosa pretende ahora imponer al país una privatización de la industria petrolera que es rechazada por una importante porción de la ciudadanía y que, si bien es conveniente para el entorno empresarial –particularmente, para las empresas extranjeras–, va en contra de los intereses nacionales básicos.
El atraso político de los gobernantes es determinante para que persistan hoy día algunos de los rasgos más exasperantes del viejo régimen y contra los cuales se manifestaron los estudiantes hace cuatro décadas. Un ejemplo de ello es la inveterada impunidad de quienes, desde el poder, cometen atropellos contra los ciudadanos, y que se expresa justamente en la ausencia de justicia ante los crímenes del 68: de Echeverría a Calderón, siete presidentes han encubierto y protegido a los responsables intelectuales de la barbarie de Tlatelolco, como lo señaló ayer, en un mensaje al gobierno mexicano, la organización humanitaria Amnistía Internacional (AI). A 40 años de aquel suceso, la falta de esclarecimiento “ha dejado una herida muy profunda en el pueblo de México” y persisten los “obstáculos que impiden llevar a los responsables ante la justicia”, señala la carta firmada por Karrie Howard, directora adjunta del Programa para América de AI.
Otro lastre insoslayable que el México actual arrastra desde hace cuatro décadas es el de la criminalización de la disidencia, la represión de las oposiciones políticas y sociales y los atentados a la libre manifestación efectuados desde las cúpulas de las instituciones. Son ilustrativas, a este respecto, la existencia de presos políticos en las cárceles del país –dirigentes y activistas de San Salvador Atenco y del movimiento popular oaxaqueño, por ejemplo–, así como la insostenible decisión del Instituto Federal Electoral de imponer una multa millonaria al Partido de la Revolución Democrática (PRD) por la protesta que seguidores del ex candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador protagonizaron en el Paseo de la Reforma y en el Zócalo de esta capital en agosto y septiembre de 2006, tras los desaseados comicios presidenciales de aquel año.
El 2 de octubre de 1968 no se olvidará nunca, pero es posible y deseable cerrar la herida que dejaron la represión brutal y el asesinato masivo ordenados por una presidencia soberbia, insensible y autoritaria. Para ello se requiere esclarecer y hacer justicia, y disponer de un poder público que le garantice al país y al mundo que esos hechos atroces no van a repetirse nunca más.
El movimiento del 68 fue sucedido, en los años siguientes, por los esfuerzos democratizadores de la izquierda y de la derecha, así como por organizaciones que de la masacre del 2 de octubre perpetrada en Tlatelolco concluyeron la imposibilidad de transformar el poder público de manera pacífica. Para hacer frente a esos intentos, los gobiernos de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo no recurrieron a las leyes e instituciones vigentes, sino que organizaron aparatos represivos ilegales que pusieron en práctica, en territorio mexicano, métodos similares a los de las dictaduras militares de Centro y Sudamérica: la desaparición forzosa, la cárcel clandestina, la tortura y el asesinato de los implicados en los grupos guerrilleros, de sus familiares e incluso de ciudadanos ajenos a la lucha armada.
Cuatro décadas más tarde, la sociedad ha experimentado una transformación cívica y política profunda, gracias, en parte, a la reflexión nacional a la que obligaron los sucesos referidos: el país tiene, hoy, una ciudadanía mucho más consciente de sus derechos políticos, más participativa, más tolerante, más habituada a la puralidad y más crítica de la autoridad que en 1968. En contraste, el poder público ha evolucionado mucho menos, y lo ha hecho forzado por las circunstancias y por la presión social, a regañadientes y con regateos. El viejo monolitismo priísta fue remplazado por negociaciones cupulares que se imponen siempre que pueden sobre los avances del federalismo, de la división de poderes y de la cultura de la legalidad. El Ejecutivo federal ha perdido muchos de los mecanismos de control político que ostentaba en tiempos de Díaz Ordaz –aquellos llamados “poderes metaconstitucionales”– pero ha mantenido intactas la arrogancia y la insensibilidad que caracterizaban a las antiguas presidencias.
En 1988, ante la insurgencia electoral que se articuló en torno a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, el gobierno de Miguel de la Madrid recurrió a la distorsión masiva del sufragio ciudadano, y hace apenas dos años, el panista Vicente Fox se empeñó en ejercer lo que consideraba su derecho de imponer al sucesor en el cargo. Con una legitimidad mucho menor, pero con las inercias autoritarias características del viejo presidencialismo, Felipe Calderón Hinojosa pretende ahora imponer al país una privatización de la industria petrolera que es rechazada por una importante porción de la ciudadanía y que, si bien es conveniente para el entorno empresarial –particularmente, para las empresas extranjeras–, va en contra de los intereses nacionales básicos.
El atraso político de los gobernantes es determinante para que persistan hoy día algunos de los rasgos más exasperantes del viejo régimen y contra los cuales se manifestaron los estudiantes hace cuatro décadas. Un ejemplo de ello es la inveterada impunidad de quienes, desde el poder, cometen atropellos contra los ciudadanos, y que se expresa justamente en la ausencia de justicia ante los crímenes del 68: de Echeverría a Calderón, siete presidentes han encubierto y protegido a los responsables intelectuales de la barbarie de Tlatelolco, como lo señaló ayer, en un mensaje al gobierno mexicano, la organización humanitaria Amnistía Internacional (AI). A 40 años de aquel suceso, la falta de esclarecimiento “ha dejado una herida muy profunda en el pueblo de México” y persisten los “obstáculos que impiden llevar a los responsables ante la justicia”, señala la carta firmada por Karrie Howard, directora adjunta del Programa para América de AI.
Otro lastre insoslayable que el México actual arrastra desde hace cuatro décadas es el de la criminalización de la disidencia, la represión de las oposiciones políticas y sociales y los atentados a la libre manifestación efectuados desde las cúpulas de las instituciones. Son ilustrativas, a este respecto, la existencia de presos políticos en las cárceles del país –dirigentes y activistas de San Salvador Atenco y del movimiento popular oaxaqueño, por ejemplo–, así como la insostenible decisión del Instituto Federal Electoral de imponer una multa millonaria al Partido de la Revolución Democrática (PRD) por la protesta que seguidores del ex candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador protagonizaron en el Paseo de la Reforma y en el Zócalo de esta capital en agosto y septiembre de 2006, tras los desaseados comicios presidenciales de aquel año.
El 2 de octubre de 1968 no se olvidará nunca, pero es posible y deseable cerrar la herida que dejaron la represión brutal y el asesinato masivo ordenados por una presidencia soberbia, insensible y autoritaria. Para ello se requiere esclarecer y hacer justicia, y disponer de un poder público que le garantice al país y al mundo que esos hechos atroces no van a repetirse nunca más.
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