William Ospina / LA JIRIBILLA
Conferencia inaugural de la Semana de Autor en Casa de las Américas
Desde los tiempos en que Bolívar escribió su "Carta de Jamaica", una tarea fundamental de este continente es el diálogo entre la unidad y la diversidad. Mentiríamos si dijéramos que nuestra América es una: por todas partes surge la evidencia de su pluralidad: desde los desiertos de coyotes de Sonora hasta los "vértigos horizontales" de la Patagonia, desde los incontables azules del Caribe hasta ese "verde que es de todos los colores" de la cordillera y la selva, desde el aire de fuego de las costas caribeñas hasta la noche blanca de los páramos, desde la fecundidad de valles y de pampas hasta lo que llamaba Neruda "el estelar caballo desbocado del hielo".
Y no hablo solo de la extraordinaria diversidad geográfica y biológica sino, en ella y sobre ella, de la diversidad de los pueblos y de sus culturas, o de algo más sugestivo aún, los muchos matices irrenunciables de una vasta cultura continental.
En esa misma "Carta de Jamaica" Bolívar afirmaba que "somos un pequeño género humano". Dos siglos después, hay que quitarle el adjetivo "pequeño" a esa frase, y afirmar que somos una muestra muy amplia de lo que es el género humano, porque tal vez en ningún otro lugar del planeta está más presente la diversidad de la especie. Alguna vez el doctor Samuel Johnson le dijo a James Boswell: "Amigo mío, si alguien está cansado de Londres, está cansado de la vida, porque Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer". Pero ¿qué es hoy la diversidad de Londres, de París o de Nueva York comparada con la diversidad de Sao Paulo, de México, de Buenos Aires o de las Antillas? Las viejas metrópolis se apresuran a imitarnos y se llenan vertiginosamente de inmigrantes, Londres se llena de caribeños pero sin el mar Caribe a la vista, París se llena de muecines y de senegaleses pero no tiene el desierto ni las praderas fluviales de África, Madrid ve llegar a los sudamericanos, pero siguen estando lejos los Andes y la selva amazónica.
Europa sigue siendo un continente de tamaño humano, como diría George Steiner: el continente de los cafés, el continente que fue medido por las pisadas de los caminantes, el continente que ha convertido sus calles y sus plazas en una memoria de grandes hombres y de hechos históricos, el continente que descubrió que dios tiene rostro humano. Nuestra América es definitivamente otra cosa, aquí la naturaleza no ha sido borrada, aquí sí hay verdaderas selvas y verdaderos desiertos. Allá todos los caminos llevan a Roma, aquí todas las aguas buscan el río, nada tiene unas dimensiones humanas, todo nos excede, y Dios mismo necesita de otros rostros y de otras metáforas para ser concebido, para ser celebrado.
Fue Paul Verlaine, maestro sensorial y musical de los poetas hispanoamericanos, quien escribió en su arte poético que lo importante no es el color sino el matiz, y creo que si a algo nos hemos aplicado los pueblos de este continente es a desplegar y ahondar en los matices locales y particulares de una cultura cuyos trazos generales son similares.
Quiero decir con ello que hay una característica común de la cultura latinoamericana y es que nada en ella puede reclamarse hoy como absolutamente nativo, salvo quizá esos pueblos mágicos del Amazonas que nunca han entrado en contacto con algo distinto. En otras regiones del mundo, hasta hace poco tiempo, podía hablarse de pureza, de razas puras, de lenguas incontaminadas. Aquí las mezclas comenzaron muy temprano, no para llegar a lo indiferenciado sino para producir en todos los casos cosas verdaderamente nuevas. Digamos que en nuestra cultura continental casi nada es nativo pero todo es original. Leer más...
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