En esto de la globalización, andamos un poco como los evolucionistas del período inicial: hemos descubierto un problema cuya complejidad podemos intuir, pero no desentrañar a cabalidad.
Quizás sea cierto, como lo señalaran los naturalistas de la segunda mitad del XIX, que la anatomía del hombre nos ofrece las claves fundamentales para ir a la comprensión de la anatomía del mono. Pero el hecho de que conozcamos el pasado desde los temores que nos inspira el futuro no autoriza, ni siquiera como metáfora explicativa, que intentemos explicarlo mediante una ampliación anacrónica del presente.
Esto, sin embargo, es lo que parece estar ocurriendo en la medida en que el concepto de globalización se extiende hacia campos cada vez más amplios del conocimiento humano. Así, por ejemplo, no faltan quienes, al encontrar en la globalización un primer medio de acercamiento crítico a las complejidades de la crisis por la que atraviesa el moderno sistema mundial, asumen ese concepto como expresión del carácter esencial del sistema en cuestión.
Esto puede y debe ser planteado en otros términos. La globalización, en efecto, designa a la etapa más reciente del proceso, mucho más vasto y complejo, de desarrollo del sistema mundial. Los orígenes de ese proceso se remontan al siglo XVI “largo”, como llamara Fernand Braudel, que va de 1450 a 1650, esto es, de cuando el mundo aún era lo que ya había sido, al momento en que entraba de lleno en lo que llegaría a ser. Ese sistema conocería además múltiples transformaciones a lo largo de su desarrollo.
Así, por ejemplo, tras el impulso inicial de sociedades aún organizadas en Estados dinásticos, dicho proceso generaría entre 1750 y 1950 una estructura política característica, integrado por Estados nacionales, a la que hoy llamamos sistema internacional. De entonces acá, también, en el plano cultural el proceso de formación y transformaciones del sistema mundial se vería por sucesivos imaginarios colectivos – civilización, progreso, desarrollo – que sirvieron para dotarlo de la capacidad de convocatoria y consenso necesaria para garantizar su permanencia.
En esta perspectiva, la globalización designa una etapa de desarrollo nueva, que apunta más allá del carácter internacional del sistema actual. Esa etapa ha nacido de cambios científicos y tecnológicos madurados de la II guerra mundial a nuestros días – desde la investigación de operaciones al desarrollo de la tecnología de la información, hasta llegar a la teoría de sistemas y las ciencias de la complejidad, etc. -, y tiende hoy a hacer de la tecnología su fetiche de punta.
Con todo, no es tanto en ese plano, como en el de los vínculos entre lo social y lo económico – esto es, en el de la política – donde parece estarse incubando el elemento de más vasto alcance en esta última transformación, aún en curso. Aquí, lo más relevante a primera vista parece estar ocurriendo en la renovación de estructuras de identidad y gestión anteriores al Estado nacional – como los movimientos sociales, los territoriales, y la ciudad – Estado -, que pasan a convertirse en protagonistas de diálogos (y conflictos) que ya no operan sólo en los planos nacional / internacional, sino también en los de lo global y lo local.
De este modo, a la triarquía característica del sistema internacional que conocemos – con su oposición nacional / regional (entendido como grupo de Estados nacionales) / internacional (entendido como sistema formal de conjunto) -, tiende a sucederla otra que vincula entre sí a lo local (entendido como síntesis de relaciones en flujo en el sistema global / lo regional (entendido como estructuras sectoriales de ese flujo) / global (entendido como sistema en su conjunto), que hace toda realidad particular un hecho glocal.
Esto puede ser nuevo en cuanto supera y trasciende al sistema inmediatamente anterior. Pero puede serlo menos de lo que parece, porque opera a partir de estructuras de larga duración previamente existentes (como las que dan forma a las culturas alimentarias en proceso de formación desde el Neolítico, ampliadas y restringidas a un tiempo por la organización de la producción de alimentos y de fuerza de trabajo a escala mundial del siglo XVIII en adelante, etc.), renovadas y refuncionalizadas ahora por el cambio tecnológico que anima el nuevo proceso de transformaciones en curso en el sistema mundial.
Cuando finalmente nuestra especie llegue a encontrarse en plenitud consigo misma, descubrirá que la realidad siempre ha sido una sola. Por ahora, hemos pasado del descubrimiento de sus facetas al de las diferencias en las longitudes de onda con que cada una emite lo que le corresponde de la luz que comparten todas.
En esto de la globalización, andamos un poco como los evolucionistas del período inicial: hemos descubierto un problema cuya complejidad podemos intuir, pero no desentrañar a cabalidad. El común de las personas se encuentra en el estadio de los que pensaban que el hombre descendía del mono. Una minoría sabe ya que se trata de dos especies distintas, y empieza apenas a comprender la evolución de la nuestra. Pero eso ya es un paso gigantesco de avance respecto a aquellos tiempos en que lo normal era creer a pies juntillas en el relato del Génesis.
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