sábado, 27 de marzo de 2010

Monseñor Romero y su santidad Ratzinger: dos iglesias

Ratzinger no persiguió a Romero porque la vida no le dio el chance, pero no habría dudado un instante en blandir su báculo censurador sobre su cabeza. La iglesia que hoy comanda Ratzinger es la esencia de la hipocresía, lo más alejado de las enseñanzas y el ejemplo del subversivo aquel de Galilea que murió crucificado en el Monte del Calvario, sacrificio que se conmemora precisamente en estos días.
Rafael Cuevas Molina/AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
(Fotografía: Monseñor Romero)
Las décadas del 70 y 80 del siglo XX constituyeron para Centroamérica los años de la guerra. La estrecha cintura ístmica se incendió al calor del clamor de los más pobres que se levantaron contra las anquilosadas oligarquías y sus terribles ejércitos represores. En Nicaragua lograron tumbar a la dinastía de los Somoza, entronizada en el poder desde los años 30, cuando los Estados Unidos crearon la Guardia Nacional y pusieron al frente al primero de ellos, Anastasio Somoza García.
En Guatemala, luego de un primer intento insurreccional en la década de los 60, en los 70 nacen o se consolidan las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), que conforman la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Haciendo un recuento crítico de lo que había sido la experiencia insurreccional de los años 60, estas organizaciones revolucionarias guatemaltecas se insertarán en el corazón del mundo indígena guatemalteco, el epicentro de los más pobres entre los pobres de ese país, e impulsarán una verdadera sublevación que haría temblar las bases del régimen.
En El Salvador, el Pulgarcito de América, ese pequeño país en cuyas costas “bate la mar del Sur”, se escenificaría otro enfrentamiento que no se puede entender sin la incorporación masiva y consciente de amplios contingentes de los sectores populares. En efecto, siendo El Salvador un país de apenas 20,000 kilómetros cuadrados y con un territorio poco apto para que las guerrillas se pierdan en la densidad del bosque o la lejanía de la montaña, la organización popular fue fundamental para que naciera y floreciera.
Al igual que en Nicaragua, los cristianos jugaron un papel muy importante en ese proceso de organización. Ya desde los años 60, cuando los vientos del Vaticano II y las Conferencias de Medellín y Puebla habían propiciado que amplios sectores de la Iglesia Católica tomaran partido por los pobres de la Tierra, se había ido conformando esa corriente que en América Latina se llama la Teología de la Liberación.
En Centroamérica, esa toma de partido dio como resultado una participación activa en la organización de los sectores populares en lo que se conoció como las Comunidades Eclesiales de Base. Estas se constituyeron en verdaderos núcleos de concientización y acción revolucionaria y pasaron a convertirse, en muchas oportunidades, en el sustento de la acción insurgente.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero no formó parte inicialmente de estos contingentes. Era un miembro tradicional del clero católico salvadoreño, alguien que engarzaba en el engranaje de una Iglesia al servicio de los grupos oligarcas que dominaban El Salvador. En el lapso de unos pocos años, sin embargo, fue abriendo los ojos a la realidad que le rodeaba en su pequeño país. Dicen los cristianos y teólogos que lo conocieron, que en él se realizó un verdadero proceso de conversión hacia la causa de los pobres.
Antes que él, otros sacerdotes se habían “convertido” a esa causa, y la represión gubernamental que se ensañó con ellos parece haber obrado en él un efecto detonador. Fue el caso, entre otros, del padre Rutilio Grande, quien fue asesinado en 1977 por un Escuadrón de la Muerte que lo emboscó en un empolvado camino rural.
Fue como un fogonazo en la conciencia de Romero; de ahí en adelante no tuvo respiro en exigir que cesara la represión y se aclararan los crímenes que se cometían por miles. Las palabras que pronunciaba en el momento mismo de su asesinato, y que están grabadas, hacen alusión a que estaba consciente que esa actitud le podía llevar a la muerte, la cual le llegó bajo la forma de una certera bala en el corazón el 24 de marzo de 1980.
Con apenas una año y medio de distancia, en noviembre de 1981, al otro lado del mundo, el entonces Papa de la Iglesia Católica, Juan pablo II, nombró al Cardenal alemán Joseph Ratzinger Prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe; es decir, lo hizo jefe de la Inquisición, organización que se preocupa por fiscalizar la pureza de las ideas y prácticas cristianas, y mantenerlas acordes con la forma como las entiende la cúpula de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Como tal, la famosa Congregación ha sido una de las más acérrimas enemigas de esa Teología de la Liberación que cundió por América Latina, y ha perseguido a muchos de sus representantes.
Ratzinger no persiguió a Romero porque la vida no le dio el chance, pero no habría dudado un instante en blandir su báculo censurador sobre su cabeza.
La iglesia que hoy comanda Ratzinger es la esencia de la hipocresía, lo más alejado de las enseñanzas y el ejemplo del subversivo aquel de Galilea que murió crucificado en el Monte del Calvario, sacrificio que se conmemora precisamente en estos días.
El Vaticano es uno de los inversionistas más grandes en trasnacionales fabricantes de armas, de automóviles, de las comunicaciones. Los dedos del ex-jefe de la Inquisición apenas pueden doblarse por los anillos de oro macizo que los adornan. Camina bajo techos abovedados que envidian las más suntuosas construcciones de la nobleza europea. Jefea una institución acorralada por las demandas de abusos sexuales.
Romero y Ratzinger: dos Iglesias, dos formas de asumir la herencia del galileo.

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