La iniciativa de integración latinoamericana y caribeña presenta avances considerables pero al mismo tiempo enfrenta desafíos enormes. En la búsqueda de su soberanía e independencia real estos países han ganado batallas muy significativas, pero en manera alguna puede darse la guerra por terminada.
Dadas las nuevas condiciones de la división internacional del trabajo nadie cuestiona seriamente la necesidad de conformar bloques de países con suficiente entidad de manera que se facilite sobrevivir en la selva de un capitalismo neoliberal que sigue tan campante a pesar de la crisis mundial e impida que se perpetúe, en condiciones aún más onerosas, la dependencia histórica de la periferia pobre del planeta.
En Latinoamérica y el Caribe este proceso presenta dos grandes alternativas diametralmente opuestas. La Asociación para el Libre Comercio de las Américas –el ALCA- una iniciativa de los Estados Unidos que va mucho más allá de un comercio sin fronteras desde Alaska a Tierra del Fuego, y supone de hecho la disolución de las entidades nacionales al sur del Río Grande bajo la supremacía de Washington. Esta fórmula comprende la renuncia a todo proyecto desarrollista, la sustitución de la industria nacional por las “maquilas”, la producción de mercancías de escaso valor agregado, la vuelta a la condición de simples economías extractivas, el desplazamiento de muchas decisiones claves de las instancias legislativas nacionales a organismos controlados de hecho por las multinacionales y la proliferación de bases militares de los Estados Unidos (o la OTAN, como ya se ha sugerido) que aseguren el control de la región. En síntesis, dicha “integración” –que tras el fracaso del ALCA avanza a través de los Tratados de Libre Comercio (TLC)- significa ni más ni menos que elevar la dependencia tradicional a formas más perfeccionadas, una edición corregida y aumentada del colonialismo clásico.
Esta “integración” tiene, evidentemente, la finalidad de recuperar el terreno perdido por Estados Unidos frente a los inversores de Europa y Asia que ahora compiten con ellos por mercados, materias primas y zonas de influencia. No es por azar que los europeos propongan sus propios TLC´s y chinos, rusos y japoneses procedan en la misma dirección.
En sentido contrario, se impulsa la integración de los países latinoamericanos y del Caribe a través de mecanismos que afirmen la independencia frente a los Estados Unidos. El mercado común del sur –MERCOSUR- intenta constituir una barrera para defender el trabajo nacional. El Banco del Sur pone fin al dominio de las entidades financieras internacionales (FMI, BM, OMC, etc.). Petrosur funciona como una iniciativa que garantice autonomía en el manejo de los recursos energéticos. El Grupo de Río constituye una alternativa ante la crisis insalvable de la OEA, más ahora que se ha decidido crear un mecanismo de coordinación sin la presencia de Estados Unidos y Canadá. La construcción de grandes obras de infraestructura asegura un vínculo físico efectivo entre sus miembros (siempre se construyó la infraestructura en armonía con la condición colonial: mirando hacia las metrópolis; ignorando al vecino inmediato). Los proyectos educativos, culturales y de comunicación son un instrumento clave para fortalecer la identidad propia. El Consejo de Seguridad Regional puede llegar a ser el reemplazo ideal del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) anulado cuando Washington apoyó al Reino Unido en el conflicto de las islas Malvinas.
Si estas iniciativas prosperan, no sería extraño que fuerzas regionales intervinieran, por ejemplo, al lado de Argentina en un nuevo conflicto con los británicos y en contrapeso a la IV Flota que ya navega en el Atlántico. También es posible que, en un momento dado, todos estos países se decidieran conjuntamente a no pagar una deuda externa que ya han cancelado con creces. Una moneda propia rompería el monopolio del dólar. Sistemas educativos comunes, empresas de telecomunicaciones compartidas mediante sus propios satélites y otras del mismo tipo, darían a esta integración – a mediano y largo plazo- la posibilidad no solo de romper los lazos de la dependencia sino la oportunidad de salir de la pobreza.
Como todo proceso de integración, el de latinoamericanos y caribeños tiene fortalezas y debilidades que imponen períodos más o menos prolongados para solidificarse. La Unión Europea ha necesitado casi medio siglo para alcanzar una estabilidad suficiente y aún tiene grandes retos para consolidarse, como los problemas del euro o su ampliación, por ejemplo.
Los dos proyectos de integración mantienen de hecho un pulso enconado. El golpe militar en Honduras y la victoria de la derecha neoliberal en Chile refuerzan sin duda la estrategia estadounidense. En la misma dirección deben interpretarse los esfuerzos denodados de Washington por debilitar el ALBA porque reúne a los gobiernos vanguardia en el proceso de integración. Como expresión de esta estrategia desestabilizadora no deben excluirse nuevos golpes de estado o guerras destinadas a derribar gobiernos populares como el de Venezuela.
Sepultada la iniciativa del ALCA se la reemplaza por tratados de libre comercio y la formación del llamado “eje Pacífico” que incluye Chile, Perú, Colombia, Panamá, Costa Rica, Honduras y México. Un “eje” sumiso a los Estados Unidos que espera ampliarse con los esperados triunfos de la derecha en Brasil y Argentina debilitando al “eje Atlántico” y abriendo la posibilidad de someter a los nacionalismos díscolos de Ecuador, Venezuela, Bolivia y, naturalmente, conseguir aislar de nuevo a Cuba, la eterna piedra en el zapato del imperio. A los estrategas estadounidenses preocupa mucho la suerte de Brasil. Y está por comprobarse si aún en el caso de una victoria de la derecha el país cambiaría substancialmente su aspiración a potencia regional autónoma y en consecuencia, de obstáculo a la expansión gringa en la región. Tampoco debe darse mucho crédito a la campaña mundial de los medios de comunicación (ya se sabe en manos de quien están) que dan por inminente la caída de Chávez y el principio de una cadena de derrotas del “populismo” que volverían las cosas a su “cauce normal”. Por supuesto, tampoco faltan los pronósticos recurrentes en el último medio siglo que dan a la Revolución cubana en sus últimos estertores.
La iniciativa de integración latinoamericana y caribeña presenta avances considerables pero al mismo tiempo enfrenta desafíos enormes. En la búsqueda de su soberanía e independencia real estos países han ganado batallas muy significativas pero en manera alguna puede darse la guerra por terminada. El núcleo principal de este proyecto es el desarrollismo nacionalista, esta vez impulsado por movimientos populares a diferencia del populismo clásico que siempre estuvo bajo la hegemonía de sectores de la misma burguesía criolla. Por su parte las oligarquías criollas apuestan por la “integración” con su aliado tradicional, entre otros motivos porque una integración basada en proyectos desarrollistas supone necesariamente el fin de su mundo de privilegios. Por su parte, la estrategia estadounidense tampoco las tiene todas consigo. Sus aliados en el continente son minorías sociales que solo se mantienen en el poder por medio de la violencia, el engaño o aprovechando la debilidad de las fuerzas populares tras dictaduras sangrientas (como en Chile, por ejemplo).
Mientras los promotores de la integración se distinguen por su origen democrático incuestionable, los amigos de Washington constituyen una legión de impresentables: Calderón gobierna gracias al robo de las elecciones; Lobo es fruto del golpe militar; Uribe arrastra el baldón de la violencia y el fraude electoral; Alan García es un personaje sin principios e igualmente manchado por la guerra sucia como Uribe, y Piñera, pupilo de Pinochet y furioso neoliberal, promete recoger el legado de Uribe. No menos impresentables son los personajes derrotados en las urnas por los movimientos populares, que aguardan su segunda oportunidad. La guerra social continúa y la integración regional es una de sus batallas decisivas.
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