El terremoto –quién lo iba a decir- ha desnudado al capitalismo chileno mostrando vergonzosamente sus pies de barro. Ni nuestra mejor propaganda ni la de los organismos financieros puede esconder que a la hora de repartir entre todos nuestros beneficios, nos parecemos más a los países africanos que a los del primer mundo con los que nos gustaría compararnos.
Vergüenza –me imagino- debieron sentir tanto funcionario, ministro de Hacienda, empresario y en fin, tanto hechizado con el modelo económico chileno cuando el terremoto dejaba a la vista sus pies de barro: saqueos por doquier, violencia desatada y sujetos ayer considerados respetables consumidores en cuotas, que se convertían en cuestión de horas en bárbaros que no respetaban nada.
Qué habrán dicho de nosotros –hasta el viernes en la madrugada el país ejemplar del capitalismo latinoamericano- tanto hechizado con nuestra propaganda y la de los organismos internacionales –FMI, OCDE, etc.- cuando constaban la cruel realidad: chilenos que parecían sacados más bien de un país africano que de un país que se suponía estaba en el umbral del desarrollo.
El discurso ramplón se encenderá en el lugar común: se trata de delincuentes y pillines que se aprovecharon de la ocasión.
Pero ya no estamos para tamaña simplicidad.
Qué duda cabe, se trata de delitos. Pero eso es tan obvio. No explica por qué nuestros pobres se transformaron tan rápido en nuestros bárbaros.
La pregunta que deberíamos hacernos no es la evidente, de si son legalmente reprobables estos actos –que lo son- sino una mucho más difícil: ¿por qué en Chile apenas el orden se retira –cuando el brazo armado de la ley deja de atemorizar- los sectores más pobres se sienten con el legitimo derecho de saquear y tomar aquello que de otro modo –los legales- no alcanzan?
¿Por qué tan poca lealtad con la sociedad?
¿Alguien se imagina pillaje y caos social en países como Suecia o Alemania después de un terremoto como el que vivimos? ¿Ciudadanos convertidos en saqueadores llenos de rencor, rabia y violencia?
Es difícil imaginarlo, para ser honestos. En sociedades tan integradas como esas, que han hecho su mejor esfuerzo por incluir y distribuir hacia todos, existen altos grados de lealtad hacia el resto. En sociedades altamente desiguales, en cambio, la cohesión y la lealtad social escasean y son sustituidas por la fuerza y el miedo –la mano dura como gusta decir a tanto chileno-.
La sensación de injusticia y de exclusión altamente extendida entre los pobres –que tantas veces se ha diagnosticado como “escandalosa desigualdad”- hace que nuestra sociedad esté pegada con el mismo pegamento que esos edificios nuevos que hoy se derrumban.
Es que pedir a tanto chileno que recibe el sueldo mínimo, que no tiene mayores derechos laborales ni quienes lo representen –en Chile los sindicatos no existen-; que no tienen ni salud ni educación pública de calidad, que de súbito muestre lealtad y compromiso –y no sólo miedo a la cárcel- con un modelo que los excluye –respetando el sagrado derecho de propiedad- es simplemente una ingenuidad que el terremoto ha hecho caer como la cúpula de la Divina Providencia.
En ese sentido, no es difícil entender por qué los ganadores en nuestro modelo –unos pocos- exhiben y exigen alta lealtad a las reglas –incluidas las que protegen de mejor manera sus triunfos, como es la propiedad. Lo difícil es pretender que los perdedores de siempre –nuestros eternos pobres- tengan lealtad hacia reglas que no sólo no han diseñado sino que mirada nuestra historia, han estado marcadas desde siempre a favor de los mismos.
El terremoto –quién lo iba a decir- ha desnudado al capitalismo chileno mostrando vergonzosamente sus pies de barro. Ni nuestra mejor propaganda ni la de los organismos financieros puede esconder que a la hora de repartir entre todos nuestros beneficios, nos parecemos más a los países africanos que a los del primer mundo con los que nos gustaría compararnos.
Podemos –como lo hemos hecho por 200 años- cerrar los ojos y rasgar vestiduras diciendo que lo que falta es virtud y que la solución es la clásica mano dura.
Pero nadie podrá esconder la nueva víctima desnuda: el modelo chileno –ese que hace inflar el pecho de orgullo a nuestra pequeña elite empresarial y política- está pegado con barro. Sólo el garrote lo mantiene en buena parte de nuestra sociedad.
Y nuestros bárbaros seguirán ahí esperando otra ocasión para que la ley se retire y ellos vuelvan a hacer justicia por propia mano – con rabia y rencor- para con un sistema al que poco le han importado durante mucho tiempo.
Demasiado quizás.
*Profesor de Derecho Laboral Universidad Diego Portales
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