Animales y hombres, patos y papagayos que disfrazan dictaduras mientras cantan loas a la “democracia”, el “progreso”, y el “libre comercio”: don Augusto Monterroso ya no nos acompaña en vida, pero seguramente le hubiese sorprendido que esta Centroamérica del siglo XXI se parezca tanto, todavía, a sus historias y fábulas.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Animales y hombres (1997) es el título de una antología de cuentos del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, que Bárbara Jacobs preparó para la Editorial Universitaria Centroamericana. En las páginas de esta obra el lector no encontrará, en apariencia, ningún tratado sobre ciencia política, sino memorables fábulas donde la condición humana, metamorfoseada, se muestra en la plenitud de sus contradicciones. Sin embargo, animales y hombres de la singular fauna política centroamericana, también alimentan de metáforas y paradojas la realidad de nuestra región, desnudando dramas y miserias. Dos estampas recientes así lo evidencian.
El pato que negaba ser un pato. Esta primera estampa fue retratada con precisión de orfebre por el periodista argentino Santiago O’Donnell, en un artículo publicado por el diario Página/12 (“Un pato es un pato”, 14-03-2010), y en el que sostiene que, a pesar de los esfuerzos diplomáticos que despliega la comunidad internacional –salvo las honrosas excepciones latinoamericanas-, para “normalizar” las relaciones con Honduras, “el gobierno de Porfirio Lobo (…) se parece demasiado a una dictadura. O por lo menos a lo que muchos argentinos entendemos por dictadura”.
Razones no le faltan para realizar tal afirmación: “el dictador Goriletti ocupa una banca de diputado vitalicio y el general golpista Romeo Vázquez Velázquez ha sido premiado con un puesto gerencial en la telefónica estatal. Para colmo, la seguridad está a cargo del sobrino [Oscar Alvarez] y ladero del militar [general Gustavo Alvarez Martínez] que introdujo a los represores argentinos de la dictadura que llegaron a Honduras en 1979 para enseñar su metodología terrorista”.
Paradójicamente, eso que Washington, la Unión Europea y algunos presidentes latinoamericanos llaman “gobierno democrático” en Honduras, no es sino una dictadura encubierta, “fruto de un árbol envenenado”, y que sigue amparando las prácticas más ruines del terrorismo de Estado, que incluyen persecución política, secuestros, desapariciones y asesinatos de dirigentes y familiares de la resistencia popular. Así lo documenta un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Pero de esto nada supo el mundo: “pasó desapercibido en los grandes medios que entonces desplegaban la noticia de Orlando Zapata Tamayo, quien había muerto haciendo huelga de hambre en una cárcel de Cuba”, apunta O’Donnell.
El papagayo que soñaba con ser águila. La segunda estampa la protagonizó el presidente de Costa Rica, Oscar Arias, durante la celebración de los 20 años de la inclusión del país en la Organización Mundial del Comercio (OMC), el pasado 18 de marzo.
En su alocución en este evento, y bajo la sonrisa aprobatoria de Pascal Lamy, Director General de la OMC, Arias hizo la apología de un modelo de desarrollo, el neoliberal, que desde su primer gobierno (1986-1990) monopolizó las ganancias de la nueva economía de exportación en un grupúsculo de empresarios y que, en cambio, amplió la desigualdad social (la brecha entre ricos y pobres) a niveles nunca vistos en la historia nacional.
Al presidente Arias le gusta representarse a sí mismo como un águila, y a sus opositores, en tono denigrante, los define como simples caracoles, que se arrastran celosos de su alto vuelo; la dinámica del sistema político costarricense, sostiene públicamente, le resulta tediosa, y por eso ha dicho que preferiría ser europeo o canadiense; pontifica sobre la democracia, pero no concibe que alguien defienda ideas y proyectos políticos contrarios a sus tesis: “pobres de espíritu”, llama a sus detractores. Con el paso de los años, va quedando claro qué tipo de plumífero es realmente el mandatario: ese papagayo heredero de la más triste tradición colonial, la copiandería, como la llama Eduardo Galeano, que hizo escuela en los países latinoamericanos que “se dedicaron a copiar leyes inglesas, ideas francesas, cuanta cosa venía de afuera”, y que ahora posa sus ojos en Miami.
Por eso, con la bendición de Lamy, Arias fustigó a “los líderes demagogos y populistas” de nuestra América, las “peroratas nacionalistas” que defienden “espejismos soberanos”, “las voces de quienes claman por la autosuficiencia alimentaria” y “los delirios autárquicos de una América Latina incapaz de entender que ningún sistema es perfecto, y ninguna política está libre de problemas”.
Víctima de la esquizofrenia cultural, no sorprende que, una vez más, como lo viene repitiendo desde hace varios meses, el presidente enarbolara su repertorio de lugares comunes para sancionar como imposible todo camino alternativo que se emprenda en América Latina, y que no siga el modelo de nación civilizada que aprendió durante sus años de estudio en Inglaterra, o los más recientes, producto de sus largas horas de contemplación extasiada de los nuevos héroes de la civilización capitalista.
Animales y hombres, patos y papagayos que disfrazan dictaduras mientras cantan loas a la “democracia”, el “progreso”, y el “libre comercio”: don Augusto Monterroso ya no nos acompaña en vida, pero seguramente le hubiese sorprendido que esta Centroamérica del siglo XXI se parezca tanto, todavía, a sus historias y fábulas.
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