Los resultados de cierta encuesta según la cual el pueblo costarricense es el más feliz del mundo, suscita múltiples interrogantes. ¿Es ese el mismo pueblo que deplora amargamente la inseguridad y la delincuencia; el despilfarro, las mentiras y la venalidad de los políticos? ¿Se trata de la misma gente que sabe que su puesto de trabajo pende del capricho del patrono, puesto que las leyes laborales son una completa inefectividad?
Luis Paulino Vargas Solís / www.elpais.cr
Costa Rica es hoy una sociedad que experimenta las secuelas esperables al cabo de 25 años de predominio neoliberal. Es cierto que, comparativamente a la mayoría de países latinoamericanos, aquí este experimento reaccionario de refundación social se ha aplicado de forma relativamente atenuada, con algunas concesiones a la heterodoxia. Ello no ha impedido que, como tendencia general de mediano y largo plazo, la sociedad costarricense sea paulatinamente más desigual, más polarizada y violenta. Sin embargo, no puede pasarse por alto un hecho tan paradójico como preocupante: cuando la mayor parte del continente pone el freno y, con más o menos profundidad, busca caminos nuevos que se alejen del neoliberalismo, Costa Rica entra en una fase de profundización de la estrategia neoliberal, gracias al poderoso empujón que le dio el TLC con Estados Unidos.
Lamentablemente no contamos con datos confiables y suficientemente sistemáticos que ilustren acerca de los verdaderos alcances de la desigualdad, como igualmente están pendientes de investigación –o a lo sumo han sido estudiados de forma muy insuficiente- muchos aspectos de esa conflictiva realidad: del bloqueo de oportunidades para amplios sectores de la juventud y las formas desequilibradas de desarrollo en las zonas rurales, al distorsionado crecimiento del turismo, los fenómenos generalizados de violencia doméstica o los cuellos de botella que impiden la consolidación de miles de micros y pequeñas empresas.
La economía nacional está gravemente desbalanceada. De un lado, los sectores privilegiados vinculados a la inversión extranjera, las finanzas, las exportaciones, el turismo, si bien aquí pueden darse puntos de fricción, como el que actualmente vemos con motivo de la tendencia bajista y la inestabilidad del tipo de cambio, lo cual perjudica a las exportaciones pero es resultado de una coyuntura propicia al negocio financiero, “bendecido” por la afluencia de capitales especulativos. Del otro, la “economía de a pie”, principalmente vinculada al mercado nacional o, en el mejor de los casos, ubicada en segmentos marginales de los mercados de exportación o turismo.
La competitividad y la presión consumista son cada vez más fieras. La economía mucho más inestable y los empleos cada vez más precarios y “desregulados”, dan lugar a biografías personales signadas por la incertidumbre. Es, poco más o menos, lo que, frente a las realidades europeas, Ulrich Beck caracteriza como sociedad de riesgo.
En ese contexto, el llamado gasto social del gobierno cumple el dudoso papel de la aspirina que pretende aliviar la neumonía. Si la economía en su conjunto es un aparato estructuralmente distorsionado que genera desigualdad y siembra frustración y angustia, lo que ese gasto social logra es, a lo sumo, apaciguar las manifestaciones más agudas del problema.
En realidad, ese es su único objetivo y, sin embargo, pareciera que ni siquiera eso logra. La agudización de los problemas de inseguridad y delincuencia –incluso el ascenso vertiginoso de los asesinatos- da buen testimonio de ello. En ese contexto, la histeria cultivada por los medios de comunicación y algunos siniestros personajes de gran difusión mediática, cumple dos funciones, al cual más aberrante: la de encubrir las verdaderas causas del problema como, también, la embaucar a la población en la búsqueda de soluciones que, siendo peores que el problema mismo, tan solo constituyen una fórmula segura para el desastre.
La desesperanza que tiende a generalizarse se oculta tras los más diversos ropajes. El de la religión –desde el catolicismo conservador a las prácticas fanáticas y desinstitucionalizadas del evangelismo y la llamada teología de la prosperidad- brindan una cubierta bajo la cual guarecerse e intentar evadir un contexto social hostil. Y, sin embargo, para mucha gente -cada vez más- la religión es un analgésico y muy poco más: se declara religiosa pero vive su vida sin apenas recordar las astringentes, y frecuentemente absurdas, máximas morales que curas y pastores quieren imponerles (las cuales ellos mismos se cuidan muy bien de no observar). El deporte de masas y la farándula y sus estrellitas de a dos por peso, son salidas que alivian de forma relativamente no violenta. Las drogas –legales o ilegales- ofrecen una escapatoria más riesgosa.
En el proceso pueden darse algunas combinaciones explosivas: futbol y pandillas desatadas; drogas y conducción temeraria. Y por todas partes, y cada vez más, la violencia.
En ese contexto, los resultados de cierta encuesta según la cual el pueblo costarricense es el más feliz del mundo, suscita múltiples interrogantes ¿Es ese el mismo pueblo que deplora amargamente la inseguridad y la delincuencia; el despilfarro, las mentiras y la venalidad de los políticos; los interminables atascos de tránsito; la mala calidad del servicio de transporte público?
¿Se trata de la misma gente que sabe que su puesto de trabajo pende del capricho del patrono puesto que las leyes laborales son una completa inefectividad? ¿Son las mismas personas a las que les son negados los sitios turísticos más atractivos, reconvertidos a la capacidad de pago de turistas gringos o alemanes? ¿Es la misma que jamás podrá bañarse en un río del Valle Central porque sabe que está infestado de porquería?
Esa encuesta no habla de nuestra felicidad, sino más bien de nuestra tremenda capacidad para evadir una realidad lacerante.
En el esfuerzo de escapatoria seguramente nada resulta peor que el ejercicio de la violencia. Seguramente esta expresa el proceso de descomposición de valores de solidaridad y respeto, esenciales para una convivencia pacífica y democrática. Allí se anudan y condensan las consecuencias derivadas de los que han devenido parámetros definitorios de este proyecto social: de la competitividad y el consumismo a la frustración, la inseguridad y la incertidumbre.
Así, desaparece definitivamente el ser humano concreto al cual respetar y con el cual solidarizarse. Se le sustituye por la etiqueta –nica o mujer u homosexual o indígena o joven o viejo o pordiosero o pobre- desde la cual justificar el odio y la agresión.
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