El pasado 16 de abril se cumplieron ochenta años del fallecimiento de José Carlos Mariátegui, el más luminoso pensador peruano del siglo XX.
(Fotografía: José Carlos Mariátegui, 14 de junio de 1894 - Lima, 16 de abril de 1930)
No tenía aún treinta y seis años, cuando ocurrió su deceso que fuera informado al país mediante un boletín extraordinario de la revista Amauta, por él fundada: “El más grande cerebro de América Latina, ha dejado para siempre de pensar…”, diría el documento que corrió presuroso por las redacciones de los periódicos y los locales sindicales y políticos como una llama encendida.
La muerte de Mariátegui, enlutó al país entero. Millares de personas se dieron cita en la casa del difunto y, por primera vez en la historia social de la patria, cargaron sobre sus hombres el féretro envuelto en una bandera roja; y a los acordes de La Internacional, lo pasearon por las calles de la ciudad hasta depositarlo en el cementerio Presbítero Maestro, donde aún está su tumba.
Ella, un modesto túmulo de tierra, se levanta sobre un texto de Henri Barbusse: “¿Sabéis quién es Mariátegui? Pues bien, es la nueva luz de América, el prototipo del nuevo hombre americano”.
Cuatro biografías se han hecho hasta hoy de esta emblemática figura del socialismo peruano. La primera, la de María Wiesse, que lo conoció personalmente y que compartió sus horas de tertulia en el Rincón Rojo. La segunda, la de Armando Bazán, con quien estuvo en Europa, lo que le permitió acercarse no solo a Mariátegui, sino además a Vallejo, sobre cuya vida también escribió.
La tercera, llamada La acción escrita, fue obra de un aguerrido periodista y revolucionario peruano —Genaro Carnero Checa— del que se recordará precisamente en estos días el centenario de su nacimiento. La cuarta fue la de Guillermo Rouillón: La creación heroica de José Carlos Mariátegui, en dos volúmenes. A ellas, se han sumado trabajos meritorios de Juan Gargurevich y Ricardo Luna Vega, que abordaron etapas puntuales de su vida y de su obra.
Cada una de las biografías ha tenido su propio mérito. Y todas ellas han buscado presentar la figura de este ilustre peruano explotando los más diversos ángulos de su pensamiento y las distintas etapas de su vida.
De modo general, se coincide en dividir la vida de Mariátegui en dos grandes etapas: lo que él mismo llamó su “edad de piedra” y lo que sus biógrafos coincidieron en denominar su “etapa heroica”.
Hubo un tiempo, poco después de su muerte, que su obra quedó transitoriamente relegada. Convergieron en ese esfuerzo los intereses de la clase dominante, representados por las dictaduras de entonces, y el sectarismo a ultranza de elementos “sembrados” en el campo revolucionario por los adversarios del socialismo.
Pero a partir de 1935, la historia social comenzó, nuevamente, a hacerle justicia. Entre ese año y 1960, sin embargo, su vida y su obra fueron relegadas casi al olvido por los detentadores del Poder. Su pensamiento fue considerado “subversivo” y su análisis de la realidad nacional, como orientado por “ideas foráneas y extranjerizantes”. Esa fue la calificación que le otorgó siempre la derecha más reaccionaria, pero también la dirección del APRA, liderada por Haya de la Torre que hasta su muerte, en 1982, regateó los méritos del autor de los 7 Ensayos…
No obstante, las ideas de Mariátegui perduraron en el tiempo. En cierta ocasión, cuando Pablo Neruda visitó Perú, un periodista local le preguntó: “¿qué diferencia encuentra usted entre Mariátegui y Haya de la Torre?” Y el poeta, de inmediato contestó que “mientras Mariátegui sigue vivo, Haya de la Torre hace muchos años que ha muerto…”.
Durante un largo periodo, incluso en el campo revolucionario, existió la tendencia a negar la primera etapa de la vida del Amauta y centrar el interés de los estudiosos de su obra, en la segunda. Esfuerzos como los de Genaro Carnero, Juan Gargurevich y otros, contribuyeron a enfrentar, y derrotar, esa deformación.
Y es que la obra de Mariategui no tuvo nunca rupturas. Fue una continuidad. Un proceso de realización y de afirmación que, en su momento, él mismo reconoció: “He madurado, más que he cambiado. Lo que existe en mi ahora, existía embrionaria y larvadamente cuando yo tenía veinte años”, dijo en una entrevista que le hicieran en la época.
De todos modos, como en todos los seres humanos, en Mariátegui se registraron acontecimientos que cambiaron su mirada. En el caso del Amauta, el gran acontecimiento, fue la Revolución Rusa de 1917. El tenía veintitrés años y era un joven reportero de un diario local, encargado precisamente del manejo del teletipo.
Supo leer, entonces, lo que ocurría en el mundo y descubrir el camino de los pueblos hacia delante. Y percibió también la entereza, y la esencia, de los hombres que, en ese contexto, hacían la historia. Mariátegui quedó siempre deslumbrado por la personalidad de Lenin, que asomó ante sus ojos como “nimbada de leyenda, de mito y de fábula”.
Desde un inicio quedó sellado el compromiso moral entre la Revolución de Octubre y nuestro compañero de armas. Nunca varió. Y hay que subrayar que ello ocurrió en una circunstancia en la que todos los fuegos del enemigo se disparaban contra el naciente poder bolchevique, y cuando el inmenso poder del “réclame” buscaba distorsionar la imagen de los revolucionarios rusos en el mundo presentando su lucha como expresión de desvarío satánico.
Mucho se discutió —y se discute aún en el Perú— si el Partido que fundó Mariátegui, fue un “Partido Socialista” o un “Partido Comunista”. Es una discusión ociosa. Él lo llamó en su momento Partido Socialista del Perú, pero cuando eso ocurrió, en 1928, él ya era un comunista de filas.
Identificado plenamente con la Rusia Soviética, pese a todos sus avatares; en ligazón directa con la Internacional Comunista, convencido del papel de la Clase Obrera y luchador por su causa, y enfrentado firmemente a las deformaciones reformistas del revolucionarismo pequeño burgués; Mariátegui fue un comunista de verdad.
¿Tuvo ideas propias y algunas de ellas no coincidieron en todo con “la verdad oficial” que se manejaba en ese entonces? Claro que sí. Ese hecho demostró, precisamente, que Mariátegui era un comunista de verdad, y no un adocenado funcionario de cartón.
Su capacidad creadora, su activismo pensante y su lucha cotidiana nunca dieron paso a la huachafería ramplona de las “terceras vías” o “los caminos propios”. “En la lucha entre dos sistemas, entre dos ideas, no se nos ocurre sentirnos espectadores, ni inventar un tercer término. La originalidad a ultranza es una preocupación literaria y anárquica. En nuestra bandera inscribimos esta sola, sencilla y grande palabra: socialismo”, dijo perfilando el rostro de su revista histórica: Amauta.
Porque fue comprendido por la más clara inteligencia de su tiempo, Jorge Basadre diría de él: “Con Mariátegui adviene al Perú un tipo de agitador sin demagogia ni tropicalismo, un escritor autodidacta, no universitario, que rebasando el prestigio de los cenáculos, sirve a la clase proletaria”.
Y vaya que la sirve, en nuestro tiempo…
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