El mito fundante del sueño americano se ha resquebrajado. Nada puede decir Barack Obama a sus compatriotas, con 10% de desocupación y con buena parte de los que trabajan aumentando su jornada por el mismo salario.
Enrique Martínez / Tiempo Argentino
Toda comunidad exitosa, o al menos perdurable, necesita mitos fundantes que sean utilizados como referencia por los ciudadanos de las sucesivas generaciones. En Latinoamérica, ese espacio no pudo nunca ser cubierto con facilidad. A mi criterio eso se debió al carácter extractivo que el imperio español aplicó en sus colonias.
Esa fue la cultura hegemónica, remplazando los explotadores extranjeros por criollos en el momento de la independencia, sin que eso significara un cambio concreto de horizonte para las mayorías. En ese marco, es poco menos que imposible plantear metas nacionales aglutinantes. El conflicto entre una oligarquía apropiadora de beneficios espurios y el resto de la sociedad está en el origen mismo de cada una de nuestras naciones.
Estados Unidos, por el contrario, nació como un desprendimiento apenas físico de una cultura imperial, como la inglesa, que se trasplantó a un territorio sin restricción alguna de recursos naturales y de posibilidades. Estados Unidos podríamos decir que nació y creció con lógica hegemónica mundial. Su mito fundante es la posibilidad de progreso individual sin límites, al interior de una Nación que tampoco tiene límites en su relación con el resto del planeta. Iniciativa, inteligencia, competencia, podrían ser las tres cualidades demandadas, en el camino al éxito de cada ciudadano del Norte. Todo es posible, se dijo y se dice.
Estos objetivos, planteados en el contexto de un sistema económico capitalista de mercado, llevaron a lo largo de 250 años a lo conocido: éxito de unos cuantos a expensas de otros muchos, concentración de poder, guerras vinculadas a la acumulación de ese poder y numerosas reiteraciones de ciclos de expansión y freno, por los desajustes entre oferta y demanda, entre producción y consumo.
Estados Unidos, a lo largo de tan largo período, mantuvo su hegemonía económica, transfiriendo buena parte de las dificultades de cada ciclo a otros países o a sus propios pobres, compensando a estos con diversos grados de ayuda estatal.
El sueño americano, en ese marco, se mantuvo en la marquesina. Uno tras otro, sus presidentes sostuvieron que el éxito es posible para quienes lo intenten con solvencia. Lograron de tal modo que el mito tuviera vigencia hasta hoy, extendido a ciudadanos de todas partes del mundo, que cultivaron el sueño de ir hacia ese país y compartir esa oportunidad. Millones de latinoamericanos y asiáticos trabajan desde lavacopas hasta técnicos de la NASA en el país símbolo del éxito al alcance de todos.
La lógica capitalista, sin embargo, es inflexible. Sin crecimiento y sin concentración, hubiera perdido su esencia. Primero apareció el poder de las finanzas, del dinero que hace dinero, confrontando con el poder político. Un poco después, y en paralelo, fueron las grandes corporaciones las que se trasnacionalizaron y en búsqueda de los menores costos, crearon la “hollow corporation” –la corporación hueca–, que trasladó líneas enteras de producción, y hoy hasta sus centros de investigación, a países con menores costos laborales.
El tránsito empezó en Japón en la posguerra y culminó en China. Pero con China no se juega. Más de 1000 millones de personas aplicadas al trabajo, partiendo de salarios casi nulos, con un Estado fuertemente controlador, y además con total vocación de autonomía tecnológica, no definen un territorio que sea pasivo receptor de plantas de ensamblado o de factorías donde sólo hay que poner trabajo barato.
Pasó más de un cuarto de siglo, pero finalmente China se convirtió en un país con suficiente autonomía para poner en jaque al dispendioso gigante, acostumbrado a que sus timbas financieras o su consumo galopante se resolvía con la impresión de dólares.
Llegó alguna vez, porque tenía que ser. Luego de convertir a buena parte de su población en consumidora más que productora; que la clase media se endeudara sin medida; que las burbujas especulativas abarcaran hasta la vivienda de los más humildes, la última crisis financiera de Estados Unidos no pudo ser trasladada a China o al resto de la periferia. Sólo pudo ser contagiada –que no es lo mismo– a Europa y dentro de ella a los países más débiles.
En una perspectiva macro, todo el planeta queda pegado a esta mancha venenosa, por más de una razón imaginable, aunque países como el nuestro puedan aguantar mucho mejor que si la administración hubiera sido la tradicional. Pero, además, queda completamente resquebrajado el mito fundante del sueño americano.
Nada puede decir Obama a sus compatriotas, con 10% de desocupación y con buena parte de los que trabajan aumentando su jornada por el mismo salario. Nada distinto de “América is América” o “América siempre será la mejor calificada”, que no es otra cosa que el miedo convertido en afirmaciones detrás de las cuales sólo hay debilidad.
El Estado norteamericano no sólo no controla sus financistas ni sus corporaciones productivas, que ya no son nacionales. Tampoco puede convocar a las clases medias ilustradas de otros países como mano de obra jerarquizada y a la vez barata. Porque nadie marcha por decisión propia hacia la incertidumbre. Cada vez más, sólo puede convocar a los desesperanzados de la tierra que no buscan más seguridad económica, sino apenas comer.
Queda al resto del mundo, a nosotros también, y muy especialmente, construir nuevas visiones que remplacen la de la salvación individual y el progreso sin límites. Tal vez sea este un aspecto positivo –muy positivo– de la actual situación.
Tal vez seamos capaces en esta región de empezar a preguntarnos cosas más básicas. A preguntarnos cómo salir de la trampa del capitalismo con ganadores y perdedores permanentes. Cómo mejorar la distribución de la riqueza de manera prioritaria respecto de la aceleración del crecimiento. Cómo sacar progresivamente del mercado a las necesidades básicas, de manera que comer y vestirse sea un derecho similar a la educación pública o la salud. Tantas preguntas que el sueño americano logró postergar o hasta hacer olvidar y que ahora reaparecen cuando el gigante muestra su fragilidad, que no es financiera, sino conceptual, que va hasta la definición misma del tejido social y productivo.
Para contestar esos interrogantes no basta desempolvar una vez más a Keynes y pensar en un Estado que sea contra cíclico, invirtiendo hoy lo que la timba hizo evaporar ayer. Esos son instrumentos de coyuntura, conocidos y aplicables en un momento puntual, aunque los conservadores del mundo central parezcan ignorarlos.
Más importante es traer a la mesa la discusión estructural que el mundo reclama: para qué estamos aquí y cómo conseguimos tener una calidad de vida que cada día mejore un poco. Con este sistema económico, no. Así, tan humilde y tan profundo a la vez.
*El autor es presidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial de Argentina.
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