Con todos
sus males, el quinquenio 2009–2014 tuvo al menos la virtud de arrasar el
entramado de las apariencias a que se refería José Martí en su reflexión de
1891, y dejar al desnudo las verdades más elementales e inmediatamente visibles
de la sociedad que hemos venido a ser.
Guillermo Castro H. / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
“A
lo que se ha de estar no es a la forma de las cosas, sino a su espíritu. Lo
real es lo que importa, no lo aparente. En la política, lo real es lo que no se
ve. La política es el arte de combinar, para el bienestar creciente interior,
los factores diversos u opuestos de un país, y de salvar al país de la
enemistad abierta o la amistad codiciosa de los demás pueblos.” José Martí, mayo de 1891.[1]
Poco a poco, afloran
las interpretaciones más diversas sobre los comicios de mayo de 2014 y sus
resultados. Toda clase de factores han sido implicados en ellas: culturales,
morales, geopolíticos, económicos, ideológicos, políticos (sobre todo en
sentido estrecho), sociales y demás. Hasta ahora, sin embargo, ha sido notoria
la débil presencia en esos aportes de un abordaje en perspectiva histórica de
los cambios en curso en la sociedad nacional a partir del proceso de ejecución
de los Tratados Torrijos–Carter, que permita ubicar y comprender a esos
comicios como un momento de aquel proceso mayor.
En este plano, se
tiende más bien a ceñirse a la denuncia del gatopardismo de los grupos
dominantes, de su carácter intrínsecamente corrupto, y de su compromiso con los
valores y las políticas del neoliberalismo. Con ello, en la mayoría de los
casos ha sido la continuidad, y no el cambio, el eje fundamental de reflexión.
Y, sin embargo, el hecho es que aquel proceso electoral ocurrió precisamente en
el momento en que aquellos cambios inician el tránsito de lo cuantitativo a lo
cualitativo, y tienden a generar un proceso de transformación social y política
cuyas consecuencias –mejores o peores– apenas empezamos a comprender.
En efecto, la incorporación del Canal a la
economía interna – conducida por los sectores dominantes que emergieron
victoriosos en la disputa por el control de los bienes y las oportunidades de
negocios del enclave canalero, librada a lo largo de la década de 1980 -
aceleró el desarrollo del capitalismo en el país de un modo que llevó a la
liquidación de todo el sector productivo asociado al modelo anterior de
desarrollo protegido, al tiempo que catapultaba una economía atrasada a la
vorágine del proceso de globalización. Y esto ocurrió, además, en el preciso
momento en que el Estado se privaba de la mayor parte de sus capacidades para
conducir el desarrollo económico del país, y delegaba esa función en las
llamadas “fuerzas del mercado”, que en su accionar no parecen reconocer otra
ley que la del más fuerte.
En lo inmediatamente visible,
el resultado de ello consistió en la liquidación de todo un segmento del
capital nacional, que entre las décadas de 1950 y 1970 había conocido un
importante crecimiento al calor de la protección y los subsidios que le
brindaba una política estatal de corte liberal desarrollista. Privado de esa
protección por el proceso de ajuste estructural de corte neoliberal dominante a
partir de la década de 1990, dicho segmento del capital nacional optó en lo
fundamental por liquidarse a sí mismo, vendiendo sus activos al capital
transnacional, para vincular su suerte a la del capital financiero.
La debilidad de aquel
capitalismo protegido se hizo patente en que ni siquiera fue devorado por sus
competidores norteamericanos y europeos, sino por empresas mexicanas,
colombianas, venezolanas y aun costarricenses, en vías ellas mismas de
transnacionalización. Y ese proceso se vio favorecido a su vez por la política
estatal de atracción de empresas transnacionales de países desarrollados, a las
que se ofrecieron todas las concesiones necesarias para que establecieran en
Panamá sus oficinas regionales para América Latina y el Caribe.
De un modo muy
característico del atraso cultural y del carácter rural – conservador de los
grupos dominantes en Panamá, este proceso – de tan extraordinaria complejidad –
fue reducido a sus aspectos inmediatamente visibles: la publicitada compra de
Panamá por extranjeros, y la necesidad de reivindicar nuevamente al país para
sus habitantes ante la inmigración masiva de trabajadores colombianos,
venezolanos y centroamericanos. El hecho de que toda compra supone un vendedor
no mereció una atención equivalente, como tampoco el hecho de que una parte
sustantiva de la inmigración de trabajadores extranjeros a Panamá haya tenido
su origen en la incapacidad manifiesta de los grupos dominantes en el país para
formar una clase trabajadora moderna y competitiva a lo largo de casi medio
siglo de prosperidad subsidiada.
Aquel intercambio de
quejas y reproches contribuyó, además, a enmascarar otros cambios en curso en
el mismo proceso. Tales son, por ejemplo, el paso
desde una sociedad de fuertes valores rurales y vínculos a menudo estrechos
entre los sectores populares y de capas medias profesionales de origen
reciente, a otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún
se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad; la declinación de
la autoridad de actores tradicionales de gran influencia ayer apenas, como las
organizaciones empresariales, cívicas y sindicales forjadas al interior del
modelo de desarrollo protegido y, en particular, la transformación de los pobres de la ciudad
y el campo, y de amplios sectores de capas medias empobrecidas, desde una
situación de aceptación más o menos pacífica de su condición de marginalidad hacia
otra de creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de
vida. Todo ello, en ausencia de una conducción política de complejidad
correspondiente a la del proceso de cambios en curso, se tradujo en una crisis
cultural y moral que expresa, en primer término, el agotamiento de la autoridad
de los viejos grupos dominantes, y se acentúa con el ingreso a la vida activa
de nuevas generaciones de jóvenes que han crecido y maduran en el proceso de
transición, sin más referencia al pasado que la que puede brindarles un sistema
educativo hace tiempo agotado, y las mitologías cívicas de las que participan
sus mayores.
Ante este
panorama, cabría decir que la sociedad panameña emergía de aquella fase de su
desarrollo en la que, para el caso de la Italia de la década de 1920 como para
el de Panamá entre 1950 y 1980, “la célula elemental del Estado era el propietario que en
la fabrica somete a la clase obrera según su beneficio.” En esa “fase liberal”, añadía Gramsci,
el
propietario era también empresario industrial: el poder industrial, la fuente
del poder industrial, estaba en la fábrica, y el obrero no conseguía liberarse
la consciencia de la convicción de la necesidad del propietario, cuya persona
se identificaba con la persona del industrial, con la persona del gestor
responsable de la producción, y, por tanto, también de su salario, de su pan,
de su ropa y de su techo.
Por contraste, en la
fase que entre nosotros se inaugura con la incorporación del Canal a la
economía interna, el poder económico “se desprende de la fábrica y se concentra
en un trust, en un monopolio, en un
banco, en la burocracia estatal”, con lo cual “se hace irresponsable y, por
tanto, más autocrático, más despiadado, más arbitrario”, mientras el obrero,
liberado
de la sugestión del “jefe”, liberado del espíritu servil de jerarquía, movido
por las nuevas condiciones generales en que se encuentra la sociedad, movido
por las nuevas condiciones generales en que se encuentra la sociedad por la
nueva fase histórica, el obrero consigue inapreciables conquistas de autonomía
y de iniciativa.[2]
Y en ese mismo proceso,
advertía Gramsci, los partidos políticos creados para la democracia liberal,
que “servían para indicar hombres políticos de valía y para hacerlos triunfar
en la concurrencia política”, se veían desplazados por el hecho de que los
“hombres de gobierno” pasaban a ser “impuestos por los bancos, por los grandes
periódicos, por las asociaciones de industriales”, mientras los partidos se
descomponían “en una multitud de camarillas personales.”[3]
Cumplido el primer
decenio de ese proceso en Panamá, ¿qué ha venido a ser nuestra sociedad? ¿Cuántos
de sus integrantes son trabajadores manuales, cuántos son trabajadores
intelectuales? ¿Cuántos son propietarios de medios de producción, cuántos no
tienen otra mercancía que ofrecer en el mercado que no sea su propia capacidad
para trabajar?
Y las relaciones
sociales de producción, ¿cómo han evolucionado?¿Cuántos trabajadores están
organizados, en el campo y en la ciudad, y cuántos carecen de toda posibilidad
de querer y poder cambiar sus condiciones de vida y de trabajo porque carecen
de las organizaciones que les permiten ejercerse como ciudadanos? ¿Qué ocurre
con los sectores de profesionales de capas
medias, cuyas condiciones de trabajo y de vida se parecen cada vez más a las de
los trabajadores manuales? Y entre los
propietarios de medios de producción, ¿cuál es la situación? En el sector
agropecuario, por ejemplo, ¿cuáles han salido ganando, y cuáles perdiendo con
el salto a la economía global? ¿Y qué ha ocurrido entre sus pares urbanos?
Estas no son meras
preguntas retóricas. Por el contrario, las respuestas que puedan encontrar en
el trabajo de científicos sociales realmente comprometidos con el conocimiento
de la realidad nacional son imprescindibles para comprender en qué consiste, en
esta circunstancia de nuestra historia, el interés general de la sociedad
panameña. Y ese interés no es otra cosa que el de los distintos sectores
fundamentales de la sociedad en superar
un conjunto de obstáculos que en ese momento de su historia se oponen a su
desarrollo como los sectores que son. Superados esos obstáculos,
naturalmente, entre esos sectores se generan nuevas y más complejas
contradicciones, que vienen a definir los nuevos términos en que se desarrolla
la lucha política en la sociedad que cambia.
Tal fue el caso, en la
década de 1970, de la conquista de la plena soberanía y del derecho a ejercerla
para culminar la formación de un Estado nacional en el Istmo. Tal, el de la
disgregación del bloque histórico creado para aquella conquista, hasta culminar
en el golpe de Estado de diciembre de 1989 y la recomposición del ordenamiento
democráticos necesario para legitimar la restauración en plenitud del poder de
los grupos tradicionalmente dominantes en el país, que hoy culmina en la crisis
de aquella legitimidad así restaurada, un cuarto de siglo después.
Nada de esto niega las
razones que alegan los distintos análisis de los resultados de los comicios de
mayo de 2014, cuyo comentario sirvió de inicio a esta reflexión. No cabe duda,
por ejemplo, de que en esos resultados desempeñó un importante papel el factor
moral de repudio a la corrupción y el deterioro de la institucionalidad vigente
a lo largo de los últimos quince años. Y, sin embargo, el conjunto de las
razones invocadas en el debate recuerda que lo falso es, siempre, el resultado
de la exageración unilateral de uno de los aspectos de la verdad, y que esa
verdad sólo puede emerger en plenitud puesta en la perspectiva histórica que la
genera.
A ese respecto, y con
todos sus males, el quinquenio 2009 – 2014 tuvo al menos la virtud de arrasar
el entramado de las apariencias a que se refería José Martí en su reflexión de
1891, y dejar al desnudo las verdades más elementales e inmediatamente visibles
de la sociedad que hemos venido a ser. El riesgo de anomia que esa situación
estaba en vías de generar pasó a convertirse en un factor de interés general,
pero la propuesta planteada al respecto no parece ir mucho más allá de
restaurar las apariencias para devolver las realidades de la política al ámbito
de lo que no se ve.
Para nosotros, se ha
hecho ya imperativo conocernos mucho mejor, pues de nuestra comprensión de los
cambios que están ocurriendo en la realidad dependerá cada vez más la
posibilidad de transformarla. Por eso mismo, nunca como ahora ha sido tan
importante que el análisis materialista sea, también, un análisis histórico en
el más rico, más pleno y más integral sentido del término. Porque es de la
historia de lo que hablamos, en construcción por nosotros mismos, y porque si
esa construcción no conduce a la transformación de la realidad por medios
políticos, el proceso de cambios en curso no se detendrá, ni desembocará por sí
mismo en el derrumbe espontáneo del orden que conocemos. Por el contrario, como
lo advirtiera también Antonio Gramsci,
Si
falta este proceso de desarrollo que permite pasar de un momento al otro, y si
es esencialmente un proceso que tiene por actores a los hombres y su voluntad y
capacidad, la situación permanece sin cambio, y pueden darse conclusiones
contradictorias. La vieja sociedad resiste y se asegura un período de
“respiro”, exterminando físicamente a la élite
adversaria y aterrorizando a las masas de reserva; o bien ocurre la destrucción
recíproca de las fuerzas en conflicto con la instauración de la paz de los
cementerios y, en el peor de los casos, bajo la vigilancia de un centinela
extranjero.”[4]
Ya hemos estado allí, y
ya sabemos lo que eso implica.
Panamá, mediados de agosto de 2014
NOTAS:
[1] “La Conferencia
Monetaria de las Repúblicas de América”.
La Revista Ilustrada, Nueva York, mayo de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.
VI, 158.
[2] Gramsci, Antonio, 1999
(1970): Antología. Selección,
traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores: 80. “El Consejo de
Fábrica.” L’ Ordine Nuovo, 5 – VI - 1920.
[3] Gramsci, Antonio, 1999
(1970): Antología. Selección,
traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores: 110. “El Partido
Comunista.” L’Ordine Nuovo, 4-IX y 9 - X - 1920.
[4] Gramsci,
Antonio, 2003: Notas sobre Maquiavelo,
sobre la política y sobre el Estado Moderno. Nueva Visión, Buenos Aires.
Traducción de José Aricó. “El príncipe moderno”, p. 61.
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