Durante la orgía privatizadora del menemismo tan celebrada por
comunicadores y dirigentes políticos, empresariales y sindicales, González
Arzac se opuso a la entrega del patrimonio nacional y renunció a su cargo de
Inspector General de Justicia de la Nación. Ocurrió en tiempos en los que pocos
eran los objetores de conciencia capaces de aguar la fiesta de la pizza y el champagne a los celebrantes
locales del “fin de la historia” de Francis Fukuyama.
Carlos
María Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
Si bien entre los cultores de las ciencias políticas en el país, no
fue Alberto González Arzac (1937-2014) el primero ni el único en darse tiempo
para ejercitar las vocaciones artísticas y literarias (Juan Bautista Alberdi,
en tanto músico, y José Manuel
Estrada, en tanto orador de vuelo, son
símbolos y antecedentes de esas poco comunes conjunciones estéticas y
jurídicas), ciertamente su labor fructificó tanto en obras académicas sobre las
ideas filosóficas -tributarias de Giambattista Vico- del napolitano Pedro de
Angelis, la reacción antipositivista de nuestro Coriolano Alberini, el
promovido internacionalismo católico de Pablo A. Ramella y el ideario en
materia de Derecho Público de su maestro Arturo Enrique Sampay, de tan
fundamental importancia en la reforma constitucional de 1949, como en los
distendidos dibujos de románticos patios
porteños o nostálgicas galerías provincianas y en los rostros de las más diversas personalidades que con aire
caricaturesco pero nunca burlesco, ilustran firmados con sus iniciales ARGA,
varios de sus libros.
Además el doctrinario expositor, que argumentaba con bien aprendida
lógica aristotélica, supo abrir el
espíritu a la inspiración poética: resultando de ello la letra de la Cantata al
Bicentenario musicalizada por la pianista y compositora Susana Morello y hasta
un libro de poemas: “Vivencias en rimas” publicado en la ciudad de Buenos Aires
en 2007 por Quinqué Ediciones.
González Arzac, estaba a la vez abierto al mundo de la vida y
concentrado en el severo estudio interdisciplinario, como que su figura
representa en la Cultura Nacional la antítesis del especialismo. Sintetizó las vertientes de una tradición no empuñada
ni empañada con prejuicio reaccionario
–si por formación tuvo alguna rigidez la exorcizó pronto- y de la
innovación constructiva ajena a la improvisación irresponsable. Miraba el
pasado con interés, curiosidad, respeto siempre; empeñoso por recibir de
la historia “la advertencia de lo
porvenir” como se alude en el capítulo
noveno de Don Quijote de la Mancha. Pero
no practicaba la religión de las tumbas del anatema de Nicolás Avellaneda y en
todo caso hallaba vivas, trasmitidas de generación en generación y de sangre en
sangre, las líneas rectoras de su propio accionar intelectual y político. Así
por ejemplo, su antepasado, el militar y periodista Buenaventura de Arzac,
aquel “unitario malo” según la clasificación rosista que recogió José Mármol en
su novela Amalia, lo enraizaba a partir
de los testimonios de su lucha contra el invasor inglés vencido en 1806 y
1807, con los combates ideológicos llevados a cabo por sus mentores de FORJA, o
por Diego Luis Molinari y José Luis Torres. Y más tarde por los esforzados compañeros de la militancia antiimperialista
de su adscripción a un justicialismo sin heterodoxias neoliberales, en que
Alberto se batió hasta el final de sus días. (Durante la orgía privatizadora
del menemismo tan celebrada por comunicadores y dirigentes políticos,
empresariales y sindicales, se opuso a la entrega del patrimonio nacional y
renunció a su cargo de Inspector General de Justicia de la Nación. Ocurrió en
tiempos en los que pocos eran los objetores de conciencia capaces de aguar la
fiesta de la pizza y el champagne a los
celebrantes locales del “fin de la historia” de Francis Fukuyama. Otro tanto
hizo el jurista Guillermo Frugoni Rey, que dejó la Subsecretaría de Derechos
Humanos al firmarse el indulto a los genocidas del Proceso.)
También una tradición, para el caso la de los constitucionalistas
poetas, despuntó sin hacer ruido en él, epígono por derecho propio de Joaquín
V. González, el poeta de la prosa en “Mis Montañas” y más tarde el traductor de
las Rubayyatas de Omar Kayyán. En rigor
de justicia tan discípulo espiritual resultó ser del riojano, como lo fueron
también el sanjuanino Pablo A. Ramella, autor de varios refinados poemarios que
conservo en mi biblioteca dedicados en su hora por el ex Senador Nacional y ex
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
de la Nación, y Germán Bidart Campos que quizá por excesivo sentido
autocrítico, publicó solo en contadas ocasiones colaboraciones en verso pero que no dudó en escribir en enero de
1990, en el diario La Prensa, una nota
llena de admiración hacia Gabriela Mistral.
La poética de González Arzac, marplatense por nacimiento, estudiante
universitario en La Plata después y orgulloso vecino porteño de los barrios de
San Cristóbal y de Balvanera finalmente, aletea sin lastre críptico,
experimental o rupturista en un sostenido y distendido vuelo popular; algo
coherente con el antiacartonamiento y la falta de solemnidad del autor. En
“Vivencias en rimas” en ocasiones se alternan versos de ocho y de nueve sílabas
en un simpático renqueo que no lastima el oído del lector y denota un
repentismo de intención payadoresco. Su lírica es por momentos sentenciosa a lo
Martín Fierro: “Las estaciones del año/
son emociones distintas/ que volcadas sobre un paño/ muestran emociones distintas.”
En otros pasajes está embebida de la picaresca tanguera o se luce con leves,
amables y algo emocionadas
reminiscencias por tiempos mejores, donde a lo Discepolín no está
ausente la crítica social y hasta política: “Mundo porco fue siempre/ desde tiempos de Colón, pero ahora de repente/
vino la globalización.”
No es extraño que un estudioso de la canción de Buenos Aires haya
abrevado en sus temas emblemáticos y encendido sus tonalidades características,
por momentos con claroscuros de pasión y tristeza, actividad y desgano,
romanticismo e inspiración criolla, para recrearlos con su propio verbo. En
2010 celebró en un libro que cuidó y editó
Alberto Verdaguer al “Tango patrimonio de la humanidad” y antes, en 2007,
el mismo año que vio la luz su colección poética, analizó y dio a conocer en
las páginas de “Tango aborigen” (Quinque), escrito en colaboración con su
esposa, la socióloga Marisa Uthurralt, trabajo merecedor de un prólogo de
Osvaldo Guglielmino, datos y elementos varios que tienden a demostrar las
influencias culturales y lingüísticas del patrimonio indígena sobre el tango.
Para avalar cada proposición al respecto se enumeran en la parte final voces
del vocabulario quechua, guaraní y araucano presentes incluso en los títulos de
tangos clásicos como “El choclo” de Ángel Villoldo y letras varias, una de
Enrique Santos Discépolo, o “La morocha” de Ángel Villoldo y Enrique Saborido,
““Canchero” de Celedonio Flores y Arturo Vicente Bassi, “Yuyo verde” de Homero
Expósito y Domingo Federico, “Adiós, Pampa mía” De Ivo Pelay, Francisco Canaro
y Mariano Mores, ““Che papusa, oí” de Enrique Cadícamo y Gerardo Matos
Rodríguez y “Che bandoneón de Homero Manzi y Aníbal Troilo. (Con respecto a
estos dos últimos temas, vale la pena anotar que la investigadora Aurora Alonso
de Rocha, con postura contraria en su libro “Hablar es un placer sensual.
Lunfardo campero tumbero” (Prosa, Buenos Aires, 2014), niega
la génesis mapuche y tehuelche
del término “Che” en tanto sufijo indicativo de pertenencia a un pueblo y también
la guaraní, un posesivo que significa “mi” en esa lengua, inclinándose por
rastrear otros orígenes de la voz como el gallego y el galaicoportugués.)
Más allá de nuevas hipótesis como la anotada, el estudio de González
Arzac y Uthurralt es una original
incursión por donde pocos transitaron antes, sí el afinado José Gobello en su Diccionario Lunfardo, estudioso del que
Alberto me comentó en una carta fechada el 27 de enero de 2005, a propósito de
la recepción de mi opúsculo sobre la correspondencia literaria y política
cursada entre Carlos G. Romero Sosa y Gobello en los años 1945 y 1946: “sus
obras lunfardas y tangueras las conozco muy bien”.
Asimismo “Tango aborigen” resulta demostrativo de que el nacionalismo
popular de González Arzac no tenía demasiados puntos de encuentro con el
hispanismo al cabo europeizante y defensor del imperialismo decadente español
en oposición al británico impuesto como
dogma por el nacionalismo clerical y oligárquico argentino, con sus principales
representantes dados a denunciar la supuesta “leyenda negra” y al mismísimo
Bartolomé de las Casas y hasta fantasear con delirantes restauraciones
virreinales. Al contrario, la preocupación por las comunidades indígenas se
evidenció durante su gestión en el Consejo Nacional de Inversiones al promover
la creación del Fondo de Artesanías Regionales y en 1985 como asesor de la
Convención Constituyente de la provincia de Salta, que sancionó a iniciativa de
González Arzac en el artículo 15 de su texto, una cláusula relativa a la
protección e integración de los aborígenes. (Anoto que según me contó en otra
de sus cartas, en esos tiempos de actividades oficiales cumplidas en la capital
salteña, conoció la labor historiográfica de mi padre.)
La patria –esa “provincia de la tierra y del cielo” que cantó
Marechal, se erige raigal en varias de sus rimas que dicen de terruños muy
concretos abarcados por la sensibilidad en tensión de añoranzas: “Mar del Plata me hamacó/ con el vaivén de las olas/ porque en sus playas nació/ esta
modesta persona.”
O bien: “La Plata es la
juventud/ retozando por los parques./ La Plata es en plenitud/ bullicio de
colegiales./ La Plata es la longitud/ que tienen sus diagonales./ La Plata es
la excelsitud/ de los goles de Estudiantes./ La Plata es el bosque y tú/
escondida entre los árboles./ La Plata es la tenue luz/ de tus ojos celestiales.”
(La Plata)
Alberto González Arzac, cantor de cosas sencillas con sentimiento
profundo y hacedor de rimas con “magia que aprehende el alma de los seres” a
juicio de su amigo y compañero peronista Fermín Chavez, puso calidez de abrazo
humanitario, fraterno o enamorado, quizá
conocedor del reclamo del beato Federico Ozanan: “la tierra se enfría y es
necesario abrazar el mundo en una red de caridad”. “Y Justicia” habría agregado
Alberto. Exaltó sin cursilería el amor a
la esposa, no con himnos grandilocuentes sino con coplas juguetonas y diáfanas:
“Qué felices somos/ cuando despertamos/
estando de novios/ después de casados.”
No pretendió erigirse en poeta civil y ni siquiera debió sentirse
plenamente poeta: “Una rima no alcanza a ser poema (…) No siempre quien rima es
poeta. Pero seguramente lo hace para dar una expresión diferente a pensamientos
que no encuadran en el lenguaje prosaico”, aclaró al comienzo de “Vivencias en
rimas”. Sin embargo y pese a las dudas sobre su condición, son fáciles de
rastrear en la producción lírica de Alberto González Arzac ciertos elementos,
así el tono social, caros a su generación literaria con la que ignoro si se
identificaba. Propiamente la Generación
del 60 de Juan Gelman y Francisco Urondo –en ambos casos más que desde el punto
de vista cronológico ya que estarían por nacimiento en el límite de la anterior
Generación del 50, sí por la temática desarrollada tanto por el autor de
“Violín y otras cuestiones” cuanto por el de “Larga distancia”, de aceptar la
clasificación de Luis Ricardo Furlan-, o plenamente de Marcos Silber, Alfredo
Carlino, Héctor Negro, Luis Navalesi y
los demás integrantes del grupo El Pan Duro, entre otros creadores.
En sus estrofas hay compromiso y rasgos de valiente rebeldía ciudadana
al insinuar en varios pasajes la crítica social cuando no explicitarla: “Hoy estuve con Homero/ cantando tristes
milongas./ Porque vimos que al obrero/ la pena se le prolonga./ Él invocó a la
Justicia/ para ver si se nos da/ lo que con tanta malicia/ nos han venido a
quitar.” Solidario, hermanado con los humildes, lo estuvo por añadidura con
aquellos creadores que se identificaron con el pueblo y que como en el caso de
Homero Manzi, prefirió a ser hombre de
letras escribirlas para los hombres: “El
pintó en tangos la vida/ sencilla del arrabal/ buscándole una salida/ a esta
lucha desigual”.
Por lo demás, su “Carta Abierta a un N.N.”, fechada en noviembre de
1982, cuando la estertores de la dictadura, la composición que cierra el
volumen “Vivencias en rimas”, testimonia con vigor y dolor en versos libres
rimados la tragedia del genocidio sufrido en el país: “No sé si conocí tus facciones, ni me importan las ideas que tienes,
pero eres semejante a otros amigos que duermen en el Sector N.N. (Sabe Dios en
la necrópolis de dónde).” Y
agréguese en su homenaje que quien así escribía era el mismo que en la función
de abogado, presentaba “habeas corpus”
por los desaparecidos cuando por especulación o miedo pocos colegas suyos lo
hacían.
Aunque en forma gratuita me patrocinó como a otros agentes de la
Inspección General de Justicia en la demanda que entablamos contra el Estado
Nacional por el descuento del 13% en nuestros haberes que decidió el gobierno
de la Alianza, lo traté poco. Y lo hice
a través de la correspondencia intercambiada más que de manera personal, con
encuentros fortuitos que la consolidaron al dirigirme al dictado de mis clases
en un establecimiento educativo sindical situado en las proximidades del
Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas que él
presidió hasta los últimos meses de 2013.
Sabedor de su porteñismo a todo trance, le envié mi poemario
“Pueyrredón y Las Heras y adyacencias en tono menor” no bien apareció casi una
década atrás. La respuesta llegó de inmediato con palabras generosas,
demostrativas además de que nada referido a Buenos Aires le era indiferente.
Hace unos meses me enteré de una operación quirúrgica a la que debió someterse
y aguardé entonces mejores momentos para continuar el diálogo epistolar algo
moroso que sosteníamos. No fue posible. Me queda seguir nutriéndome con sus
páginas que no es poco. Y sobre todo evocarlo a menudo con los amigos comunes
Susana Torres, Sergio De Carolis y Mario Tesler, corroborando aquello de que no
muere para los demás quien no vivió para sí.
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