A
veinticinco años de su muy publicitado entierro, parece que la Historia,
entonces, se negó a morir. Y que además es vengativa.
Ricardo Alarcón de Quesada / Cubadebate
Francis
Fukuyama irrumpió a la fama, de un salto, con su ensayo “¿El fin de la
Historia?” publicado en el verano de 1989 en la revista norteamericana de
raigambre conservadora The National Interest de la que fue uno de los
fundadores. De inmediato el texto fue objeto de numerosos comentarios y reseñas
que convirtieron a su autor, hasta entonces apenas conocido por sus colegas en
la Rand Corporation y en la Dirección de Planificación política del Departamento
de Estado de la administración Reagan, en una
estrella ascendente de la intelectualidad postmoderna.
Tres años
después, reproducido en forma de libro, ya sin los signos de interrogación, acentuaba
sus pretensiones pseudo-hegelianas: “el fin de la Historia y el último
hombre”. Favorecido con varias ediciones y traducido a más de veinte
idiomas fue un sonado éxito de ventas y devino en una suerte de Evangelio para
el movimiento neoconservador, alimentado entonces, 1992, con el derrumbe del
proyecto soviético que, para muchos, era la prueba definitiva, inapelable, de
la tesis expuesta por Fukuyama.
Esa tesis,
sin embargo, no era nueva. Había florecido antes y deslumbrado a no pocos en la
generación anterior. La había expuesto sobre todo Daniel Bell en su libro “The
end of Ideology” (El fin de la Ideología) que inundó las librerías de la
Década de los años Sesenta del pasado siglo impulsado por los círculos
vinculados al llamado Congreso por la Libertad de la Cultura (institución que,
según reveló más tarde un famoso escándalo, era una fachada de la CIA que la dirigía y
financiaba) en el que Bell era un miembro destacado.
Era, la de
Fukuyama, en esencia, una redición de aquella teoría y su propósito, idéntico:
desarmar en el plano de las ideas, a las víctimas del capitalismo, lograrlo
mediante la imposición de un dogma, el de la superioridad indiscutible del
orden social capitalista.
La
bancarrota de la experiencia soviética le daba ahora un aura de certeza. A
diferencia del intento anterior, el de Fukuyama encontró muchos adeptos y
seguidores que creían ver en el fracaso del “socialismo real” la
corroboración científica de una elucubración que nada tenía de novedosa.
Pero el
objetivo era el mismo: imponer la ideología neoconservadora y maniatar el
pensamiento crítico, contestatario.
“Lo que
estamos contemplando –escribió hace un cuarto de siglo- no es sólo
el fin de la guerra fría, o la superación de un período particular de la
historia de la postguerra, pero el fin de la historia como tal: es decir el
punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de
la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano”.
Precisando el sentido político concreto de su pretendida elaboración académica
Fukuyama aclaraba: “Al final de la historia no es necesario que todas las
sociedades se conviertan en sociedades liberales exitosas, solamente que ellas
pongan fin a sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y
superiores de sociedad humana”.
Se había
alcanzado, en otras palabras, el triunfo definitivo del modelo capitalista
occidental y su hegemonía sobre todo el planeta. Era, finalmente, el mundo
unipolar. Esa visión ideológica venía como anillo al dedo a George W. Bush y a
los neoconservadores que se imaginaron todopoderosos.
El último
cuarto de siglo, sin embargo, parece probar que las cosas no son tan sencillas.
Embriagados
con la caída del Muro de Berlín, apenas fue noticia en los grandes medios el
Caracazo, que ocurría al mismo tiempo y abriría el camino a la Revolución
Bolivariana y a una época nueva en América Latina, de integración y unidad en
la diversidad que busca dar forma al arcoíris de un socialismo autóctono,
plural y creador.
La
desaparición de la Unión Soviética no condujo al fin de los movimientos
sociales sino a su desarrollo en nuevas circunstancias, complejas, riesgosas,
pero también portadoras de nuevas posibilidades, antes insospechadas.
El
capitalismo, jubiloso al proclamarla, no supo después qué hacer con su
victoria. Disuelto el Pacto de Varsovia, la OTAN, sin embargo, no ha dejado de
crecer y se ha embarcado en intervenciones militares, en Europa y más allá,
usando armas que mantuvo silentes y nunca empleó contra sus adversarios de
antaño. Washington aun forcejea para salir de la guerra más larga de su
historia. La supuesta lucha contra el terrorismo ha recaído sobre sus propios
ciudadanos y cada vez más reduce la “democracia liberal” a una quimera.
Las sucesivas crisis financieras y el estancamiento económico desplazaron al
ingenuo optimismo de ayer.
El propio
Fukuyama, espantado ante las torpezas de W. Bush en Afganistán y en Iraq,
repudió al noconservatismo, en 2006, en otro libro titulado “América at the
crossroads” (“América en la encrucijada”) aunque al hacerlo se
mantuvo aferrado a su “descubrimiento”. ¿Qué dirá ahora que esos dos
países se hunden en el caos provocado por “la democracia liberal occidental”?
Y ¿cuál es
su mensaje hoy a los millones de desempleados en Europa y Estados Unidos? ¿Les
dirá que las suyas son “sociedades liberales exitosas”? ¿O a los que
proclaman en todas partes que un mundo mejor es posible?
A
veinticinco años de su muy publicitado entierro, parece que la Historia,
entonces, se negó a morir. Y que además es vengativa.
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