El continente se
encuentra con su mejor oportunidad histórica para concretar un proyecto de
integración, que además no se reduce a una lógica económica, tal como lo mostró
el accionar de la Unasur en defensa del orden institucional democrático en la
región. Quizás, ese sueño bolivariano pueda vivirse en la América de hoy.
Ricardo Romero / Miradas al Sur
La consolidación de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) puede representar un
punto de inflexión para la región frente al hegemonismo norteamericano. Esta
contraposición entre “americanismo” y “panamericanismo” data desde la formación
misma de los Estados nacionales en la región. Analizar las raíces históricas de
ese contrapunto resulta un dato importante para comprender la importancia de
fortalecer el proyecto de la “Patria Grande” en la actualidad.
En el Congreso
Anfictiónico de Panamá de 1826, el venezolano Simón Bolívar intentó plasmar los
objetivos fijados en la tenida de la Gran Reunión Americana impulsada por
Francisco de Miranda, que buscaban la unidad del continente. Sin embargo, se
encontró con reparos de otros “Caballeros Racionales”, como se conocía a los
miembros de las Logias independentistas, que no acompañaron la patriada. Es que
paralelamente, unos años antes, en 1823, el presidente James Monroe expuso ante
el Congreso norteamericano las ideas de John Quincy Adams acerca del interés de
ese país sobre las ex colonias españolas.
El panamericanismo
norteamericano se vio favorecido por el fracaso de la unidad latinoamericana,
que quedó convertida en una veintena de centros portuarios vinculados al
comercio internacional, parafraseando a Abelardo Ramos, ofreciendo el producto
que le había asignado producir la división internacional del trabajo y que
beneficiaba a un puñado de terratenientes devenidos en clases dominantes de
esos países ahora dependientes. A lo largo de casi dos siglos, Estados Unidos
intentó sostener su hegemonía en la región en la Conferencia Panamericana de
Washington en 1889/1890. Allí, impulsaba la formación de un organismo
supranacional y una unión aduanera, que frente a la expansión industrial
norteamericana, subsumía a la región bajo su dependencia económica.
Paradójicamente, en esa
oportunidad, la más férrea oposición la encontró de la delegación argentina,
compuesta por Manuel Quintana y Roque Saénz Peña. Este último sostuvo que
“América se inclina a mantener y desarrollar las relaciones con todos los
Estados y la doctrina debe ser: América para la Humanidad”, en un locuaz
mensaje contra la idea de “American for Americans”. Casi en la misma sintonía
que contrapuso Néstor Kirchner contra el “Consenso de Washington” en la IV
Cumbre de las Américas de 2005, responsabilizando a los países centrales del
endeudamiento de la región.
En ese encuentro,
Estados Unidos no logró la totalidad de sus objetivos, pero se constituyó una
“Oficina Internacional de Repúblicas Americanas” que sería la base de la “Unión
Panamericana” creada en Buenos Aires en 1910. Sin embargo, el intervencionismo
norteamericano mostró su cara más cruda hacia 1902, cuando el presidente
Theodore Roosevelt dio la aprobación y se sumó al bloqueo de los puertos
venezolanos realizado por Inglaterra y Alemania, a las que se les sumaría
también Italia, en reclamo de deudas contraídas por ese país y su declaración
de insolvencia, hoy entendido como “default”. Quizás en la actualidad el juez
Griesa se apoya en esa visión prepotente, haciendo bloqueos a los fondos de
pago de Argentina, sin tener en cuenta una doctrina que data de esa época,
expresada por el argentino Luis María Drago, que sostenía que el uso de la
fuerza militar, ahora institucional, era inaplicable a las relaciones entre
deudores y acreedores.
De hecho, en ese
período, el mismo Theodore Roosevelt impulsa el “Bick Stick” como política
sobre los países caribeños y de Centroamérica. En ese contrapunto, serían
Argentina, Brasil y Chile los que articularían la visión del ABC, como una
acción multilateral de contrapunto sobre el intervencionismo norteamericano.
Hoy las tres rosas que gobiernan esos países, Dilma, Cristina y Michelle,
reeditan este contrapunto en la región.
Si bien la crisis del
’30 propició un buen momento para articular lazos en la región, esta
posibilidad se demoraría tanto por los intentos de Argentina, que se
arrodillaría ante Gran Bretaña para que la reconozca como su colonia en el
tratado Roca-Runciman, como por la capacidad de Estados Unidos de propiciar una
nueva relación con la región, ahora Franklin Roosevelt impulsaría la política
de “buena vecindad” como antesala a la formación de la Organización Americana
de Estados, que tuvo su constitución precipitada con el ingreso del país
norteamericano a la Segunda Guerra Mundial, quien presionó a la región para que
se sumen al conflicto, encontrando eco especialmente en México, Colombia y
Brasil, donde incluso los aviadores brasileños fueron decisivos en la conquista
de Italia. Sin embargo, Estados Unidos incumplió los compromisos de la OEA
durante el conflicto de Malvinas, no solo al no intervenir frente a una
agresión externa de un país miembro, sino que además apoyó al agresor.
Durante la posguerra,
América latina encontró ciertos espacios para propiciar articulaciones
multilaterales. Cabe destacar la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio
(ALAC); la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi) o el Sistema
Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA); junto a otros espacios
subregionales como el Mercado Común del Sur (Mercosur); la Comunidad Andina de
Naciones (CAN) o el Mercado Común Centroamericano (MCCA). Sin embargo, Estados
Unidos tras intentar reordenar socialmente la región desde la Escuela de las
Américas, durante la ofensiva neoliberal de los noventa, impulsó la Alianza de
Libre Comercio de las Américas (ALCA) que buscaba subsumir la región al
accionar transnacional de sus empresas.
Además de contraponer
la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA), Hugo Chávez
acompañó la posición de Néstor Kirchner con su famoso ¡ALCA al carajo!, que
echó por tierra las pretensiones panamericanistas y propició un nuevo marco
durante el siglo XXI, sumado al dominó de gobiernos populares en la región.
Así, la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) constituida en Brasilia el 23
de mayo de 2008, que cobró plena vigencia con la ratificación de los Estados el
4 de mayo de 2010, centrado en acuerdos que van más allá de lo económico, con
objetivos en educación, cultura, democracia y desarrollo.
Este derrotero de la Unidad
Latinoamericana reencuentra una oportunidad en la conformación de la Celac,
impulsada el 23 de febrero de 2010, en la Cumbre de la unidad de América Latina
y el Caribe, en México, y constituida el 3 de diciembre de 2011, en Caracas. Es
que es la primera vez que en el continente de América latina y el Caribe se
conforma un espacio donde toda la región se reúne sin la tutela de Estados
Unidos. No sólo eso, porque si bien en la I Cumbre, realizada en Chile, el
anfitrión de entonces, Sebastián Piñera, intentó presentar esta reunión como un
mero foro de debate, desde la II Cumbre en La Habana, el organismo declaró sus
intenciones y objetivos en base a una acción de cooperación para el
desarrollo.
Sin duda, un espacio
integrado por 590 millones de habitantes en una extensión territorial de más de
20 millones de kilómetros cuadrados da una oportunidad de desarrollo sin
precedentes en la historia de la región. Pero además, esta nueva configuración
marca la posibilidad de establecer un nuevo funcionamiento institucional en el
continente, que preserve los intereses sustentables y los derechos sociales de
su población.
Además, permite una
nueva relación con otros bloques, rompiendo el esquema de negociaciones
bilaterales tanto con Estados Unidos como con la Unión Europea. El resultado de
esto puede citarse la Cumbre UE-CELAC, realizada en Santiago de Chile, y el
Foro China-Celac celebrado hace un mes en Brasilia, que tuvo de antesala la
reunión de la VI Cumbre del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) donde
varios países del continente estuvieron invitados.
Por lo expuesto, el
continente se encuentra con su mejor oportunidad histórica para concretar un
proyecto de integración, que además no se reduce a una lógica económica, tal
como lo mostró el accionar de la Unasur en defensa del orden institucional
democrático en la región. Quizás, ese sueño bolivariano pueda vivirse en la
América de hoy.
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