Al tiempo que prosiguen
los forcejeos y los acuerdos entre guerreros, es necesario que la sociedad se
apropie de la iniciativa y explore en el territorio los sentidos reales de esa
paz posible. Y es deber de los bandos que dialogan permitir que las comunidades
asuman ese momento de acción y de creatividad.
William Opsina / El Espectador
Nietzsche escribió que
es más fácil romper una piedra que una palabra. Pero hay palabras que no
necesitamos romper sino abrir, para que nos revelen todo lo que contienen.
En las guerras primero
se intenta obtener la victoria por las armas. Cuando no se puede, se hace lo
posible por triunfar a través de los códigos. Y cuando tampoco es posible ese triunfo
jurídico, llega la hora de la política.
La política ya no
representa el poder de la fuerza ni de las normas, sino la voluntad de los
poderes que hacen la guerra y de los pueblos que la padecen. Quizá declarar una
guerra no dependa de la voluntad, pero terminarla definitivamente sí.
Y en ese momento final
no están a la vista sólo los intereses de los bandos en pugna sino el peso de
las ofensas, el balance siempre atroz de los hechos y sus consecuencias. Llega
un momento en que se hace evidente que la guerra no ofrece beneficios ni
esperanzas para nadie, que incluso a sus protagonistas les conviene más la paz.
Y aún así no basta esa
comprensión: hay una fuerza de la costumbre, una inercia, un hábito de la
atrocidad que suelen ser barreras muy difíciles de remover. A menudo los
guerreros ya no conciben cómo sería una paz posible, a menudo la sociedad
entera se ha ido habituando a la desconfianza y a la discordia.
Descubrimos que hemos
encerrado amplios y complejos fenómenos en la concha de tortuga de una palabra,
y la paz es una de esas palabras que parecen compendiarlo todo pero que no
abren su significado. Llega la hora, si no de romper la palabra, al menos de
abrirla, porque la sociedad no puede seguir esperando y tiene que darse una
suerte de degustación previa de esa paz posible. Reconciliación, convivencia,
confianza, perdón, reparación, oportunidades, solidaridad, fraternidad, tienen
que dejar de ser posibilidades abstractas para convertirse en hechos.
Al tiempo que prosiguen
los forcejeos y los acuerdos entre guerreros, es necesario que la sociedad se
apropie de la iniciativa y explore en el territorio los sentidos reales de esa
paz posible. Y es deber de los bandos que dialogan permitir que las comunidades
asuman ese momento de acción y de creatividad. Miles de iniciativas pacíficas
que intentaron por décadas prosperar en el frustrante escenario del peligro y
de la desconfianza, miles de proyectos productivos, de empresas solidarias, de
iniciativas culturales, de aventuras de exploración y reconocimiento del
territorio, de encuentros entre regiones y culturas, todo merece por fin un
espacio de experimentación y de búsqueda.
Y sólo en ese sentido
podemos decir que la paz somos todos, cuando la paz pierde su sentido de mero
forcejeo entre fracciones del poder, de mero regateo entre los viejos
adversarios y se convierte en una liberación de la energía social pacífica y
creadora, en una alta exigencia de imaginación para la construcción de espacios
democráticos, nichos de dignidad y de esperanza, formas de la libertad y la
fraternidad.
La paz no puede ser
simplemente una generosa concesión entre guerreros, sino algo más profundo y
definitivo. Si los acuerdos entre poderes se abren camino, es porque existe una
necesidad imperiosa que brota de las fuerzas históricas, comunidades
silenciadas pero anhelantes, energías sociales marginadas, aventuras históricas
aplazadas, todo lo que un apreciado pensador nuestro llamó la modernidad
postergada.
Y es toda la sociedad,
pero en primer lugar sus jóvenes, quienes no pueden aplazar más la construcción
de sus sueños, la orientación de su energía impaciente y la invención de otra
manera de habitar en los territorios.
Colombia forma ya parte
plena del mundo contemporáneo, no tanto porque se beneficie de todas sus
ventajas sino porque padece plenamente todos sus males. El imperativo del
consumo, la precariedad del empleo, la mutilación de los sueños, la persecución
de la originalidad en la conducta y en el pensamiento, las adicciones, la
violencia armada, los tráficos, la fragmentación urbana, las fronteras
invisibles, la educación parcial deformada y deformadora, la desintegración de
los valores, la degradación totémica, la negación de los ideales, todo exige
una apasionada reinvención de valores y de lenguajes.
Al mundo del espectáculo,
de la pasividad y del consumo, a la violencia como industria y al deterioro del
universo natural habrá que responder con nuevos paradigmas del hacer, del
ritualizar y del habitar en el mundo.
Fábricas, ejércitos y
grandes ciudades son las actuales respuestas de la civilización a las preguntas
por la creación, por la disciplina y por la relación con el universo natural.
Pero ninguna generación puede estar obligada a heredar sin crítica los errores
de una civilización del lucro insensible, de la violencia tecnificada y del
crecimiento industrial a expensas del mundo.
Como Richard Sennett,
buena parte del pensamiento más lúcido de nuestra época, en el mundo entero, se
está preguntando cuáles son los nuevos caminos de la creatividad y de la
producción responsable; cuáles son las alternativas para la juventud, para su
energía, su amor por el riesgo, su ansia de competencia y de disciplina, su
avidez por el conocimiento y su misticismo de la acción; y cuáles son las
tareas de una humanidad desconcertada sobre un planeta que aceleradamente se
altera por nuestra presencia en él.
Las tareas de Colombia
son las mismas tareas del mundo contemporáneo. Un diálogo de los jóvenes
colombianos con los del resto del continente y del mundo es uno de los
imperativos de la paz.
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