Quienes abrazan la
profesión de comunicar tienen, sin duda, un privilegio especial: su accionar
influye de un modo más profundo que otros en ese proceso. Por eso hay que tener
muy claro los principios éticos con los que deben manejarse. Más allá de la
imperiosa necesidad de trabajar para asegurar la propia subsistencia, la
disyuntiva que se plantea es: ¿se trabaja para continuar con este sistema o
para proponer otro?
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Los medios de comunicación y su influencia en la vida
cotidiana
De acuerdo a nuestra tradición occidental la realidad es una, dada desde
siempre, puesta ahí en forma indubitable a la espera que el ser humano se
contacte con ella. La realidad, en definitiva, existe independientemente del
sujeto que se relaciona con ella. En ese marco, la verdad, siguiendo las
enseñanzas aristotélicas y los teólogos medievales, es la “adecuación del
sujeto que conoce con la cosa conocida”. La cosa, la realidad, está siempre ahí
a la espera que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla, para conocerla a
través de sus sentidos y la razón. Esa fue la idea dominante por dos milenios
en nuestra tradición cultural, y es la concepción que sigue prevaleciendo en el
sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva.
En el Renacimiento, con el cambio de paradigmas que comienza a tener
lugar en ese momento histórico de la humanidad, la noción de la realidad va
variando. Con el mundo moderno que se empieza a construir a partir del nuevo
ideal de ciencia copernicana, la realidad va a pasar ser “construcción”, es
decir: producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La
realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados a nuestros días con un
pensamiento cada vez más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el
proceso de “construcción” de esa realidad. Los datos de las distintas ciencias
sociales y de una epistemología que rompe vínculos con la tradición
aristotélica ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la misma pasa a
ser entendida como construcción histórica, por tanto cambiante, variada,
siempre relativa. El peso, ahora, está puesto en el sujeto y en las relaciones
que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena,
según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva visión de la
realidad. La verdad deja de ser un absoluto.
Todo esto nos sirve para entender que la realidad de la que queremos
hablar en términos político-sociales es una realidad “construida”, no absoluta,
no terminada. Lo político, en tanto la esfera donde se juegan las relaciones de
poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de antemano, única e
indubitable. Esa realidad política es producto de una historia, y por tanto, es
cambiante, dinámica, en perpetuo movimiento. En esa construcción, más allá de
la bienintencionada idea de paz y rechazo de la violencia, el conflicto juega
un papel determinante. La historia, la realidad política en definitiva, es
producto de una conflictividad estructural. La realidad política tiene que ver
con el juego de los poderes que se van estableciendo, los cuales están en
continuo cambio. La forma en que percibimos esa realidad no es nunca ni ingenua
ni neutra. Lo que sabemos de esa realidad política –que es una realidad social,
por tanto determinada por factores sociales, económicos en principio, así como
culturales en sentido amplio– es siempre una construcción hecha desde el
ejercicio de poderes. Lo que pensamos, sabemos, decimos de esa realidad, es lo
que quien detenta la mayor cuota de poder social piensa.
El pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder que
estructuran toda sociedad, y que le dan su dinámica. Este pensar, en general,
ha sido patrimonio de un pequeño grupo de pensadores –en general plegados a los
poderes dominantes– que piensan, organizan y dan forma a lo que luego las
grandes mayorías repiten. En relación a esto, algo inédito en la historia y que
viene marcando una tendencia cultural ya desde inicios del siglo XX es el papel
que juegan los modernos medios masivos de comunicación. Lo que la gran mayoría
piensa, o más correctamente repite en términos políticos-ideológicos, cada vez
más proviene de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero, luego
radio, después la televisión con una fuerza arrolladora, actualmente toda la
diversidad de medios audiovisuales: internet, videojuegos. Estos llamados “mass-media” han ido creciendo hasta
convertirse en una especie de nuevo medio ambiente creando una inversión que
hace que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que
esos medios producen.
Según una publicación de la empresa encuestadora Gallup, estadounidense
y para nada sospechosa de pensamiento crítico con ideología de izquierda, el
85% de lo que un adulto urbano término medio “sabe” hoy día de su realidad
política proviene de esos medios masivos de comunicación, de la televisión ante
todo. Es ya sabido, es una frase hecha –pero no por ello menos importante–
aquello de “si no está en la televisión no existe”.
Esa es nuestra realidad política actual: los medios de comunicación,
tradicionalmente el “cuarto poder”, han subido drásticamente de categoría. Hoy
día son uno de los factores del poder mismo, construyendo la realidad
político-ideológica a escala planetaria. Muy buena parte de nuestras
apreciaciones sobre esa realidad son los productos prefabricados que esas
usinas culturales elaboran, cada vez con mayor sutileza, con mayor esmero.
La evolución de los medios de comunicación ha estado siempre asociada a
las distintas revoluciones tecnológicas, así la imprenta precedió al motor de
vapor, la radio a la televisión, el ferrocarril a los automóviles, el telégrafo
al teléfono, etc. De igual forma la expresión oral precedió a los manuscritos
mediante el pergamino que podía mostrar texto y miniaturas ilustradas. Primero
se transmitían sonidos, luego sonidos e imágenes. Hasta llegar al nuevo medio
de transmisión de información, a saber: internet. Ha sido un medio que empezó
transmitiendo sólo texto, luego imágenes, sonido, hasta llegar al lugar que
ocupa en la actualidad.
La televisión: un ejemplo
de “diosa todopoderosa” en la comunicación
Para entender este poder que detentan los medios, nos vamos a permitir
hacer un pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a
escala global en la población: la televisión. Sin dudas, ella es uno de los inventos
que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es
tremendamente grande, dado que influye en los cimientos mismos de la
civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de comunicación, por
tanto es parte medular de la cultura, de esta sociedad que llamamos ahora
“sociedad de la información y la comunicación”. Lo es, de hecho, en forma cada
vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos podemos decir
que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla,
cultura que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como
se ven las cosas, parece afianzarse cada vez con más fuerza sin posibilidad de
retroceso. El “¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para quedarse.
Hoy día esa pantalla ya no es sólo la televisión; ahí tenemos también la de los
teléfonos celulares, la de las agendas electrónicas, las sofisticaciones de
plasma líquido que nos invitan por todas partes a quedar anonadados. En
definitiva: la imagen nos va envolviendo cada vez más siguiendo el modelo
televisivo.
Cuando la televisión se masificó se inició también el debate sobre si,
por fin, este medio encarnaría el sueño de educación al alcance de toda la
población, información veraz y objetiva sobre la realidad mundial, cultura para
todos, programas de debate, aporte a las ciencias y a las artes. Pero ya con
varias décadas de desarrollo parece que ninguno de estos ideales se ha
realizado (quizá a través de ningún medio sucedió, pero con la televisión menos
aún).
A medida que pasa el tiempo la televisión es más criticada pero, al
mismo tiempo, más consumida. Prácticamente desde su aparición misma no fue un
medio informativo y educativo sino que se constituyó en objeto de
entretenimiento para terminar siendo el centro de todo hogar moderno. De la
misma manera en que no se piensa dos veces si se compra una cocina o una cama
cuando una pareja de recién casados estrena residencia o cuando un joven se
independiza, tampoco se puede dejar de pensar en comprar un televisor. Hoy día,
incluso, en los hogares de clase media ya es “obligado” más de un aparato. Este
objeto se ha convertido en una parte esencial de la vida de todos los seres
humanos, ricos y pobres, urbanos o rurales, varones o mujeres, jóvenes o adultos.
Se calcula que actualmente están funcionando no menos de 2,000 millones de
aparatos televisivos, y la tendencia es seguir creciendo.
La televisión construye
un mundo virtual muy especial. La fuerza de las imágenes hace que a menudo
reciban un estatus de realidad superior a la realidad misma. En las modernas
sociedades masificadas, aglomerándose enormes cantidades de seres humanos pero
estando paradójicamente muy separados unos de otros dados los patrones de
individualismo y consumismo hedonista que la sociedad actual ha impuesto –“es más fácil para la mayor parte de la
gente encontrar un dinosaurio que un vecino”, dijo sarcásticamente Alain
Touraine[1]–,
al mirar todas esas personas las mismas imágenes en forma simultánea, la
televisión consigue ser el referente más potente de validación y
estandarización de la realidad. El punto de partida para entender esto es la
dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las
imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la
realidad. Por eso lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con
los anuncios de bebidas. El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más
complejos, incluida la especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve.
Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere
un carácter de más veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro
la sensación de ser algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución no
ha sido necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes
virtuales de las reales, puesto que las primeras no existían o eran poco
relevantes (espejismos, reflejos en el agua). La aparición de la realidad
virtual cambió en muy buena medida la historia humana.
La memoria aún tiene
más dificultades para distinguir la procedencia de las imágenes mentales que
posee. ¿De dónde me viene la idea que tengo de la nieve viviendo en el trópico,
de mi experiencia o de las películas que he visto? Y la idea de la Edad Media,
¿de mi imaginación, de los textos que he leído o de las imágenes que he visto?
¿Y la idea de un sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿Y la de la guerra? ¿Cómo
llegamos a los conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre
blancos; los segundos: negros, indios, musulmanes). Es necesario insistir en
esto: la televisión influye más sobre la humanidad que todo el arsenal nuclear.
La televisión crea la realidad cultural en la que nos desenvolvemos, hoy día
con más fuerza que la familia, las iglesias o la escuela formal.
La dificultad para
distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el aislamiento social y
la cantidad de tiempo dedicado a ver la televisión (en promedio: dos horas
diarias un adulto y cuatro horas y media un niño) borra las fronteras entre
realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes somos, cómo es
la realidad y cuál es el mundo deseable. Por supuesto, a los círculos que
detentan el poder esto les viene como anillo al dedo. Por eso, seguramente, se
dio el crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o como ningún otro
avance científico del siglo XX. Y en esa línea se hallan todos los dispositivos
audiovisuales; el internet ya se perfila como, sino que ya es, uno de los
núcleos principales en torno al que se tejerá la vida para el siglo XXI.
Para mantener la
atención, el negocio televisivo transforma todo lo que trata en espectáculo, en
show, para decirlo en la lengua
dominante. El discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la
muerte, la guerra, el sexo, la destrucción pasan a ser fundamentalmente
espectáculo, comedia, show
farandulesco. El espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él.
Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el
que no se perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento,
indefensión y modorra en el que crece con facilidad la parálisis social. Como
tecnología de implantación de imágenes en el sistema nervioso central, la
televisión permite hablar directamente al interior de la subjetividad de
millones de personas y depositar en ella imágenes (que difícilmente se pueden
modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca
hubiera pensado hacer. (No olvidemos la ley de Galbraith (1958): “se publicita lo que no se necesita”[2]).
¿Cómo conseguir suprimir las numerosas maneras diferentes de comer que había en
los distintos territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del
planeta) por unas hamburguesas o un vaso de bebida gaseosa? Sólo una tecnología
como la televisión es capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso
margen de pocas generaciones, cosas que no logró ninguna iglesia ni ningún
partido político. Aunque la televisión se inventó en los años 20 del pasado
siglo, se desarrolló como tecnología de implantación masiva de imágenes
coincidiendo con el período de mayor bonanza y acumulación capitalista tras la
segunda guerra mundial, liderada por la gran potencia hegemónica de ese
entonces: Estados Unidos.
Hacia una cultura de la
imagen
La cultura audiovisual que la televisión, y hoy día los otros medios
digitales (videojuegos, internet), han ido creando una cultura donde se
invierte la evolución de lo sensible a lo inteligible, alterando la relación
entre entender y ver, distorsionando en buena medida la comprensión del mundo,
dificultando la capacidad de abstracción, y por tanto, de actuar sobre la
realidad. La humanidad no es “más tonta” desde que ve televisión, sin dudas;
pero es más manejable, más manipulable. El primado de la imagen lo permite.
El video-dependiente término medio, de televisión o de las nuevas
tecnologías que entronizan la imagen –es decir: cada vez más gente en el
planeta– tiene menos sentido crítico que quien no depende casi exclusivamente
de las imágenes como fuente de conocimiento, de quien lee y piensa
reflexivamente, críticamente. Es mucho menor el esfuerzo de ver que el de leer.
Consideremos cómo es dejarse llevar por imágenes: se suceden unas a otras, el
orden está fijado, se trata fragmentariamente cada tema y no hay espacio para
reflexionar (es decir: para darle vueltas al asunto, para examinar el contexto
global en que se produce un acontecimiento, integrarlo con otros aspectos de la
realidad con los que interactúa, darse el tiempo para pensar en futuras
acciones en relación al material recibido por los sentidos). Pero de todos
modos es incorrecto achacar nuestros males y esta cultura “light” del “no
piense y mire pasivamente” al avance tecnológico. Las nuevas tecnologías
modelan las problemáticas y perfilan cambios en la constitución subjetiva, sin
dudas; sin embargo el poder de creación, de innovar, de formar y participar en
los procesos de transformación social sigue siendo exclusivamente
responsabilidad nuestra, y como siempre, el vínculo interpersonal es el factor
determinante en el desarrollo y uso de las potenciales capacidades
intelectuales. La tecnología nos condiciona, pero el proyecto antropológico de
base (“político”, si preferimos decirlo de otro modo) es el que decide cómo y
para qué se usa ella. En otros términos: la ciudadanía sigue siendo lo
fundamental, más allá de la tecnología que se utilice.
Vale aclarar muy enfáticamente que la “culpa” de los males del mundo no
es de la televisión ni de los medios de comunicación en general, de esta
tendencia al consumo de imágenes, de los medios digitales (televisión y toda la
parafernalia que le sigue, el internet, la pantalla de los teléfonos celulares
inteligentes y de los medios que podrán venir en un futuro en esta línea).
También ellos, como instrumentos de enorme penetración, pueden servir para
otros fines: para ampliar nuestro conocimiento, para mejorar nuestra condición.
También la televisión, o los medios de comunicación en general, pueden ser un
arma liberadora. De todos modos, las experiencias conocidas hasta la fecha
abren algunos interrogantes.
Esto nos lleva a
replantear la cultura de la imagen que está en la base de toda esta
proliferación de medios masivos que cada vez van imponiéndose más. Como dijo
Zbigniew Brzezinsky (1968)[3]:
“En la sociedad actual el rumbo lo marca
la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen
fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas,
quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular
las emociones y controlar la razón”. En otros términos: los medios de
comunicación al servicio de los proyectos dominantes, de los poderes fácticos.
La humanidad no es más
tonta desde que ve televisión, se decía más arriba, pues el núcleo del problema
no está en el consumidor sino el productor. Lo que se busca enfatizar ahora es
que ese productor de imágenes es cada vez más también un gran poder político.
En los años 60 del pasado siglo el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco,
decía que “quien detente los medios de
comunicación detentará el poder”[4].
Evidentemente, viendo cómo marchan las cosas actualmente, no se equivocaba.
Vale la pena aquí
recordar lo dicho por el nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación
mediática moderna: “¿A quién debe
dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe
dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las
facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes
se dirige [¿niño de seis años?]. (…)
La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento
limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto,
toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos,
e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo como sea
necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la
idea”[5].
No hay ninguna duda que
la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los que la
televisión es el principal exponente, junto al cine, la foto, el internet o los
videojuegos, generó una cultura de la imagen que hoy pareciera muy difícil, si
no imposible, revertir. En la dinámica humana la conducta reiteradamente
repetida termina creando hábito (“algunos
puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas”
enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Igual que la intuición de
Eco, tenía razón). La cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con
fuerza creciente ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas
generaciones, y hoy por hoy pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura
anida un límite intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el
tipo de programa televisivo que se presente, siempre el mirar la pantalla no
permite una actitud crítica como sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De
todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer. Por el
contrario, llegó para quedarse, y ya ha formado un nuevo sujeto, que será con
el que habrá que contar de aquí en más.
La actual cultura
mediática (audiovisual en lo fundamental) es la que cada vez más viene
condicionando el pensamiento político. Por eso el comunicador social tiene una
cuota de poder tan importante en sus manos: sépalo o no, es un vehículo de
capital influencia por el que se va creando la ciudadanía, la opinión pública,
la ideología. “Pensamos” política e ideológicamente en términos pasivos lo que
el “espectáculo mediático” nos presenta, sin mayores cuestionamientos: que “los
musulmanes son todos unos fanáticos terroristas”, que “los narcotraficantes
constituyen el nuevo demonio que mueve la política en nuestros narco-Estados latinoamericanos”,
que “las “temibles” maras son el principal problema de Centroamérica”, que
“Osama Bin Laden manejaba buena parte del mundo desde una tenebrosa cueva en
las montañas de Afganistán”, que estamos mal porque “los políticos corruptos se
roban todo”. Y también, sin formulaciones críticas al respecto, que “la
democracia” es un bien en sí mismo, que los países exitosos son tales porque
han abrazado la democracia. Nuestro pensamiento, recordémoslo una vez más,
muchas veces se moldea por poderes hegemónicos que imponen “lo que se debe
pensar”. En el ámbito académico eso es descarnadamente cierto también, aunque
debería ser el lugar de la crítica por excelencia. La cultura de la imagen lo
barre todo: el “copia y pega” pareciera haber llegado para quedarse. ¿Y no son
sino eso los noticieros que nos llenan la cabeza de “información”: copia de lo
que se muestra en las pantallas de los dispositivos digitales y repetición
acrítica?
El actual mundo
globalizado, la “aldea global” como se le ha dado en llamar (McLuhan), en forma
creciente es regido por un pensamiento único, en muy buena medida vehiculizado
por los medios masivos de comunicación, y en especial los audiovisuales. En
términos políticos –o dicho de otro modo: en términos de ciudadanía– esa globalización
viene a uniformar puntos de vista, a tener parámetros universalmente
compartidos. Ahora bien: si se habla de “globalización” debe entenderse bien de
qué se trata.
Retos actuales ante el nuevo
escenario de la comunicación digital y global
Se
entiende por “globalización” el proceso económico, político y sociocultural que
está teniendo lugar actualmente a nivel mundial por el que cada vez existe una
mayor interrelación económica entre todos los rincones del planeta, por
alejados que estén, gracias a estas tecnologías que han borrado prácticamente
las distancias permitiendo comunicaciones en tiempo real, siempre bajo el
control de grandes corporaciones multinacionales. En realidad, la globalización
propiamente dicha comienza con la expansión del naciente capitalismo de Europa
cuando sale a “conquistar” el mundo, allá por inicios del siglo XVI. Ahí
verdaderamente comienza a hacerse global, mundial, planetario en sentido
estricto, todo el sistema económico, y por tanto, su impronta
político-cultural. Conquistadores europeos, con mano de obra esclava africana,
sojuzgan a pueblos americanos, sentando las bases para una homogenización de
toda la “aldea global”. Pero es recién ahora, con el final de la Guerra Fría,
que el sistema capitalista puede sentirse abiertamente triunfador y dueño de
toda la escena mundial. Ahora es cuando puede decirse que la globalización
triunfó.
Esa
globalización que se vive actualmente (económica, política y cultural) es el
caldo de cultivo donde las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación son el sistema circulatorio que la sostiene, haciendo parte vital
de la nueva economía global centrada básicamente en la comunicación virtual, en
la inteligencia artificial y en el conocimiento como principal recurso, todo lo
cual permite el nuevo capitalismo financiero, hiper concentrado en poquísimas
manos, superando a los Estado-nación modernos.
Las
nuevas tecnologías digitales, más allá de la explosión con que han entrado en
escena y su consumo masivo siempre creciente, no benefician por igual a todos
los sectores. “En América Latina la
presencia o el desarrollo de una SIC [sociedad de la información y la
comunicación] está más ligada a la
consolidación de grandes consorcios multinacionales del audiovisual que a la
incorporación de la convergencia a los procesos productivos. Esto último se ha
polarizado en un sector capaz de desmaterializar la economía, en tanto que
sobrevive otro gran sector que permanece al margen de los cambios tecnológicos
y continúa trabajando dentro de un esquema de producción clásico, ayudado de
herramientas que también podríamos definir como clásicas. En nuestros países
sólo un sector de la población (muy probablemente el que acumula el consumo
tecnológico de distintas generaciones), es la que se ha incorporado
efectivamente al proceso de producción ligado a la información y el
conocimiento”[6].
La
repetida insistencia en relación a las maravillas de las nuevas tecnologías
digitales de la información y la comunicación, en realidad puede tener mucho de
espejismo manipulado desde los grandes centros de poder que se benefician de
ellas, de su comercialización y de su uso como mecanismo de control a escala
planetaria. El hecho de que en cierta forma la utilización de las tecnologías
de la información y la comunicación pueda facilitar las cosas en ciertos
aspectos para las grandes mayorías, no es efectivo si no se terminan con los
problemas estructurales, con las brechas sociales enormes que siguen siendo el
paisaje cotidiano: el hambre, la exclusión crónica, el analfabetismo, las
enfermedades curables, el racismo. Pese a este portento de las tecnologías de
la inteligencia artificial, el hambre sigue siendo uno de los principales
problemas del mundo. ¡Siglo de la hiper tecnología… y nos seguimos muriendo a
causa del hambre! Simplemente bochornoso.
No
está demostrado que por el hecho de utilizar alguna de las nuevas tecnologías
digitales se elimine automáticamente la exclusión social o se termine con la
pobreza crónica. De todos modos, sabiendo que estas herramientas encierran un
enorme potencial, es válido pensar que no disponer de ellas propicia la
exclusión, o la puede profundizar. Visto que la red de redes, el internet, es
la suma más enorme nunca antes vista de información que pone al servicio de la
humanidad toda una potente herramienta de comunicación, no acceder a él crea
desde ya una desventaja comparativa con quien sí puede acceder. De todos modos,
el desarrollo propiamente dicho, el aprovechamiento efectivo de las
potencialidades que abren las nuevas tecnologías comunicacionales, no se da por
el sólo hecho de disponer de una computadora, de hacer uso de las redes
sociales o de un teléfono celular de última generación, o de una consola de
videojuegos, tan a la moda hoy día. Los videojuegos, valga agregar, que cada
vez comienzan a ser jugados desde las más tempranas edades (2 o 3 años),
bastante poco amigables para los adultos –los que no han crecido en esta
cultura cibernética– funcionan como “verdaderas
propedéuticas informales para el acercamiento amistoso y lúdico a los aparatos
electrónicos. […] Ese tiempo
invertido los acerca sin reparos mayores a la manipulación de aparatos de
tecnología digital”[7].
Después de varios años de “acostumbramiento”, ya desde niños, los jóvenes
encuentran como algo absolutamente natural, y más aún: imprescindible, el mundo
de las tecnologías de la información y la comunicación. El consumismo está ya
puesto en marcha, y la obsolescencia programada hará que cada cierto tiempo
haya que reemplazar el equipo en cuestión. Obviamente todos estos aparatos
podrán ser “bonitos”, pero no dejan de ser instrumentos, útiles, herramientas.
La diferencia fundamental no la hacen los instrumentos, sino los sujetos que
los utilizan.
Lo
que sí hace la diferencia es la capacidad que una población pueda tener para
aprovechar creativamente estas nuevas formas culturales. Si el internet “ha
transformado la vida”, como tan insistentemente dice cierto pensamiento
dominante (desde una perspectiva más mercadológica que crítica, terminando por
constituirse en “mito”, en manipulación mediática), ello permite descubrir el
porqué de esa tenaz repetición: está claro que alimenta muy generosamente a
quienes lucran con su comercialización.
En realidad, con el
comercio expandido por todo el orbe nació la globalización. Hoy asistimos a su
entronización cultural, basada en muy buena medida en tecnologías que unen el
mundo a velocidades vertiginosas, pero como se dijo en alguna ocasión: la
globalización comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de
Triana pronunció su grito de ¡tierra!
Entre los íconos de
esta globalización se inscribe también el mercado como punto máximo del
desarrollo y “la democracia” como expresión superior de la organización
política. Los medios masivos de comunicación, cada vez más globalizados y
concentrados, juegan un papel clave en la expansión de este fenómeno y de sus
mitos. Hoy día, la ciudadanía (ciudadanía global, ciertamente) es moldeada cada
vez más por ellos.
Ese proceso de
homogenización político-cultural y el papel que en él pueden jugar los medios
masivos de comunicación, se perfilaba ya algunas décadas atrás; así, por
ejemplo, el Informe McBride de UNESCO del año 1980 lo expresaba explícitamente:
“La industria de la comunicación está
dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los
aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los
principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales. (…) Se deben adoptar medidas encaminadas a
ampliar las fuentes de información que necesitan los ciudadanos en su vida
cotidiana. Procede emprender un examen minucioso de las leyes y reglamentos
vigentes para reducir las limitaciones, las cláusulas secretas y las
restricciones de diversos tipos en las prácticas de información. (…) Con harta frecuencia se trata a los
lectores, oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de
información”[8].
Sin dudas, el rol de
los medios abre interrogantes sobre su aporte a la consolidación de la
democracia genuina. Como dice Marcial Murciano: “El papel de árbitro que siempre ha mantenido el Estado en la moderna
democracia se reduce y el mercado, ordenado ahora por los nuevos líderes
empresariales, no asegura ninguno de los principios redistributivos que la democracia
contemporánea debe asegurar al ciudadano que ahora debe situarse en un plano
local y mundial al mismo tiempo. Probablemente más que en ningún otro período
de nuestra historia reciente se hace necesario abrir un nuevo debate
político-cultural sobre la posición de dominio y control de los actores
económicos sobre el sistema de los medios, en el nuevo contexto de la
democracia participativa y la globalización. Sin dudas son tiempos de nuevas
exigencias para las políticas de comunicación democrática”[9].
Más allá de todo el
despliegue científico-técnico con que nos movemos como sociedad globalizada que
entró en la modernidad –todos tenemos teléfono celular, el internet es un
hecho, todos directa o indirectamente consumimos petróleo… ¿es eso el
progreso?– en el ámbito ideológico-político seguimos apegados a mitos, a frases
hechas, a estereotipos: ¿qué diferencia la creencia de cualquier mito popular
(fantasmas, hadas mágicas, personajes mitológicos, etc.) de los mitos en torno
a la democracia? Y los medios masivos de comunicación, en vez de ser críticos
al respecto, los alimentan generosamente.
La ética del comunicador
Un comunicador social dispone de
un acceso y poder de convocatoria sobre la población como no lo tienen otros
profesionales. Quiera que no, es un formador de opinión, de ciudadanía. Hoy,
con la importancia definitoria de los medios de comunicación en nuestras
sociedades masificadas, es un agente vital en la reproducción de pautas
socio-culturales. O, también, un agente fenomenal para el cambio de esas
pautas.
Si bien es cierto que la actual
cibercultura abre la posibilidad de una cierta liviandad, de un pensamiento
icónico muchas veces nada reflexivo, también da la posibilidad de acceder a un
cúmulo de información y a nuevas formas de procesar la misma como nunca antes
se había dado, por lo que estamos allí ante un fabuloso reto.
La cultura digital que ha llegado con una
fuerza avasalladora, sin precedentes, presenta un gran desafío: obviamente, en
tanto tecnología, no es ni “buena” ni “mala”. Plantearlo en esos términos es
sumamente reduccionista. Pero no se puede dejar de considerar cómo funciona,
quién la maneja, qué papel juega para los grandes poderes globales como negocio
y como mecanismo de control social. O también como contra-mensaje, como
contra-poder. La posibilidad de construir ahí un espacio alternativo está
servida. Se trata de ver cómo hacerlo.
No debe dejarse de tener en cuenta que se
han abierto ciertos canales para una relativa democratización de la
información. En cierto sentido, todos podemos dejar nuestra marca en la red de
redes, decir, transmitir, denunciar, hacer evidentes ciertas cosas. Pero hay
que cuidarse de no caer en la ilusión de creer que los cambios sociales son
sólo cuestiones de modernización tecnológica. La tecnología, si no está al
servicio de la causa del Ser Humano como especie, sigue siendo un mecanismo de
dominación. La comunicación social y todo su creciente arsenal tecnológico
deben servir para fomentar desarrollo genuino, para afianzar la democracia de
base, para buscar el bienestar para todos, y no estar al servicio de ninguna
opresión. Si no es así, se termina convirtiendo en cómplice (¡o en actora
principal!) de la explotación. Es por eso que decíamos que los comunicadores ya
no son el “cuarto poder”: constituyen uno de los principalísimos poderes
dominantes del mundo.
Ahora bien: el
comunicador social no es neutro; de hecho, desempeña un papel muy importante en
la conformación de ciudadanía, y siempre está tomando partido, tiene una
posición, está ubicado con los pies sobre la tierra. Es imposible pedir
“objetividad” como generalidad, como un bien en sí mismo. “La objetividad no existe en ningún aspecto de la vida, ni del
periodismo de ningún lugar del mundo. En tantos seres sociales formados por una
historia, un contexto y una mirada del mundo particular, única e irrepetible,
resulta imposible creer que puede haber una mirada objetiva sobre un hecho,
acontecimiento o relato”, afirma Natalia Locco[10]. En todo caso, siguiendo a Victoria
Camps: “lo que el buen informador debe
proponerse, no es tanto ser objetivo cuanto creíble”[11].
Ahí estriba el asunto
crucial de su misión profesional: ser serio, ético, tener sentido crítico,
saberse agente formador de las grandes multitudes a quien se dirige. El conocimiento
técnico, por más excelente que sea, no es ninguna garantía de una buena
práctica, de un buen ejercicio profesional. Para ello es imprescindible contar
con un proyecto humano, social, político en su sentido más amplio.
En relación a lo
anterior Ignacio Ramonet expresa: “En
estos tiempos de globalización neoliberal, la información se ha convertido en
uno de los problemas principales de la democracia (…) Se puede hacer un paralelismo con lo sucedido con la alimentación.
Había escasez de alimentos –y sigue habiendo en algunos países–, luego la
revolución agraria permitió producir en abundancia. Hoy sabemos que muchos de
los alimentos son tóxicos, pueden envenenarnos (el caso de la "vaca
loca" por ejemplo). Lo mismo sucede con la información; está contaminada.
Hay que crear una ecología de la información para limpiarla, para que se
respete la verdad, para mejorar la calidad informativa y así mejorar la calidad
de la democracia”[12].
Debe quedar claro que
nadie tiene el poder absoluto para cambiar todo un entramado social o para
impedir sus cambios en forma terminante. Las transformaciones, las mejoras en
la calidad de vida, las mutaciones son procesos complejos, largos, muy arduos.
Cada quien aporta su grano de arena al respecto. Quienes abrazan la profesión
de comunicar tienen, sin duda, un privilegio especial: su accionar influye de
un modo más profundo que otros en ese proceso. Por eso hay que tener muy claro
los principios éticos con los que deben manejarse. Más allá de la imperiosa
necesidad de trabajar para asegurar la propia subsistencia, la disyuntiva que
se plantea es: ¿se trabaja para continuar con este sistema o para proponer
otro?
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NOTAS:
[1] Touraine, A. La
transformación de las metrópolis. Versión digital disponible en:
http://www.carlosmanzano.net/articulos/Touraine02.htm
[2] Galbraith, J. La
sociedad opulenta. (2008). Barcelona: Editorial Ariel.
[3] Zbigniew Brzezinsky,
The Technetronic Society, en Encounter, Vol. XXX, No. 1 (enero de 1968).
[4] Eco, U. (1968) Para una
guerrilla semiológica. Artículo reproducido en el libro de Eco, La estrategia
de la ilusión, Lumen/de la Flor, 1987. Barcelona.
[5] Goebbels, J. En un
artículo publicado el 30 de abril de 1928 en “Der Angriff”, órgano de prensa
del Nacional Socialismo.
[6] Crovi, Diana. “Sociedad de la
información y el conocimiento. Entre el optimismo y la desesperanza”. UNAM.
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[8] UNESCO. “Un solo mundo, voces múltiples.
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[9] Murciano M. (2005)
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[10] Locco, N. En Sabina
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[11] Camps, V. En Rodríguez,
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http://www.barahonainformativo.com/2012/01/una-informacion-libre-es-tan-necesaria.html
[12] Ramonet, I. Una
reflexión sobre los medios y la democracia. Versión digital disponible en:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=118309
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