No es posible negociar
en iguales condiciones una rendición que una paz entre dos contendientes,
independientemente del poderío militar de cada uno de ellos, siempre que ambos
tengan visión de futuro.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
El 19 de julio de 1979
las fuerzas guerrilleras del FSLN entraron a Managua después de derrotar
militarmente al ejército de Somoza. El dictador huyó. Las fuerzas armadas se
desmoronaron. El Estado había desaparecido virtualmente. No hubo negociaciones
ni antes ni al finalizar la guerra a fin de construir el futuro del país. El
FSLN con el apoyo de la aplastante mayoría de la población se dio a la tarea de
erigir una nueva institucionalidad en la que el somocismo no tuviera cabida.
Tan solo 7 años
después, los sandinistas, ahora en el poder tuvieron que aceptar negociar con
las bandas armadas y financiadas por Estados Unidos que a través de una
despiadada guerra buscaban derrocar al gobierno. Bajo la convocatoria de
Vinicio Cerezo presidente de Guatemala se desarrollaron en Esquipulas, pequeña
ciudad de ese país, fronteriza con Honduras, dos rondas de negociaciones en las que participaron todos los presidentes
centroamericanos. Los Acuerdos de Paz de Esquipulas establecieron el cese del
apoyo externo a los grupos armados, el diálogo interno, la amnistía para los
que depusieran las armas y garantías para su participación en la vida política.
Desde entonces, Nicaragua ha vivido en paz.
Cualquier observador
externo podría preguntarse por qué cuando los sandinistas eran una maltrecha
fuerza guerrillera que apenas se había hecho con el poder, no aceptó negociar
con sus oponente, mientras que años después con todo el poder del Estado que
incluía un enorme ejército bien adiestrado y armado si lo tuvo que hacer.
La respuesta es que en
1979 el FSLN había conseguido la derrota militar de la dictadura, mientras que
ese objetivo no había podido ser logrado por su gobierno a mediados de la
década de los 80. La experiencia indica que no es lo mismo negociar con un
enemigo aniquilado en lo militar, desmoralizado en lo moral y destruido en lo
político y orgánico, que hacerlo con uno que sigue manteniendo su capacidad y
disposición combativa y su moral de lucha en alto. El que quiera verlo fuera
del contexto latinoamericano puede recordar los juicios de Nuremberg al
finalizar la segunda guerra mundial. No es posible negociar en iguales
condiciones una rendición, que una paz entre dos contendientes
independientemente del poderío militar de cada uno de ellos, siempre que ambos
tengan visión de futuro.
Esta reflexión viene al
caso, al observar los términos en que pretende negociar el gobierno colombiano
con las FARC y el ELN. Al prestar atención a los discursos del Presidente
Santos y los altos personeros del gobierno de ese país, se supondría que las
conversaciones de La Habana se están realizando en el marco de una derrota
militar de las fuerzas guerrilleras a las que se les puede imponer condiciones
a posteriori. En todo caso, si esas condiciones pudieran ser aplicadas, no
sobrevendría la paz y la concordia, sino el resentimiento, el deseo de venganza
y la amenaza permanente de reinicio del conflicto.
Ese no es el camino
Presidente Santos, tómese su tiempo y lea los documentos de trabajo del Grupo
de Contadora, del que Colombia formó parte
de manera brillante junto a México, Panamá y Venezuela. No es una buena
táctica negociar amenazando. No es alabando a Uribe y su obra de destrucción y
muerte como se logrará la paz, sino enalteciendo el espíritu fecundo del pueblo
colombiano que no merece el futuro de guerra que el expresidente paramilitar le
ofreciera y le sigue ofreciendo.
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