En medio del desorden impuesto por el
sálvese quien pueda de nuestros días, hay pequeñas cosas que tiran de la manga
del saco, y hacen ver que hace tiempo hubo gente que murió para que las cosas
fueran de otra forma, y que nosotros estábamos ahí y seguimos estando.
Cada vez que pasa algo como la reciente aparición en Argentina de Guido, el nieto tantos años buscado de Estela Carlotto, se remueve nuevamente el corazón y la memoria con los miles y miles de casos de desaparecidos y secuestrados que quedaron como huella indeleble de los años nefastos de las dictaduras.
El encuentro entre nieto y abuela es un
alivio, un puente sobre la grieta de dolor que dejó para siempre el asesinato
de los padres, esos jóvenes alegres y bellos que nos ven desde fotografías en
blanco y negro desde un tiempo que hoy se ve muy lejano.
Sus gestos de alegría son un bálsamo
sobre las heridas que no cierran, que están agazapadas y salen a la luz en el
momento menos pensado, cuando creíamos que todo había quedado en el pasado, que
la vida había echado tierra sobre el mal olor y podíamos ver hacia adelante sin
problemas.
Dichosos los que buscan y encuentran.
Encontrar es encontrarse, aliviarse,
reconciliarse. Pero esa dicha está reservada, en el vasto territorio de la
ignominia, solo para algunos. La inmensa mayoría busca y no le es permitido
encontrar. Vagan y escarban; escudriñan y auscultan, y no les es dado llegar:
hay un andamiaje blindado que bajo siete llaves guarda la memoria y se la
apropia, la hurta, la enajena y luego la viola y desfigura hasta dejarla
irreconocible, y nos dice que solo ella existe, que lo otro es locura, o
mentira, o histeria.
Dichosos, pues, los que han podido
encontrar. Los que llegan a la vida y la sonrisa, al abrazo, a la
recapitulación de todos los años separados.
Dichosos los que se ven a los ojos con el
otro y se reconocen en sus rasgos, los que encuentran en la sonrisa del otro la
propia, los que descubren en un pequeño brillo de la mirada algo que se había
quedado perdido, o dormido, en el subconsciente que de pronto despierta.
Otros miles no pueden ya pedir eso y lo
saben. Lo que buscan no está, no se ve y pareciera que no existe. Es negado y
ocultado repetida y tozudamente, y quienes buscan reciben tantas veces la
burla, la frialdad y la indiferencia que pareciera que eso es lo natural, lo
normal.
Es la búsqueda como destino, como señal
reivindicativa, como certeza y prueba de la existencia de los hechos tantas
veces repetidos y certificados por la memoria, por las cicatrices que marcan y
evidencian que lo que pasó, pasó.
Encontrar los ojos vivos o las cuencas
vacías certifican, alivian y acusan; ponen algunas cosas en su lugar, ordenan
el desorden y el caos y, a veces, permiten enrumbar el orden de las cosas por
el costado menos rabioso de la vida.
En medio del desorden impuesto por el
sálvese quien pueda de nuestros días, hay pequeñas cosas que tiran de la manga
del saco, y hacen ver que hace tiempo hubo gente que murió para que las cosas
fueran de otra forma, y que nosotros estábamos ahí y seguimos estando.
Esta alegría, entonces, es reconvención, pausa para pensar en lo que somos y fuimos; en lo que trasluce en el rostro del recién encontrado que, con sus gestos, rememora otros gestos, otras sonrisas, otros guiños, que ya no están pero siguen con nosotros hasta el último día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario