A pesar de todo, no
queda otra alternativa que mirar con optimismo realista al siglo que ha
comenzado, retomar las banderas de la paz, asumirlas en serio frente a
provocaciones y demagogia, pero siempre sin olvidar la historia que nos ha
traído aquí. Estamos obligados a no perder de vista lo que somos y dónde
estamos.
Aurelio Alonso / La Ventana (Cuba)
Este año se cumplen
cien del inicio de la guerra que recordamos como primera mundial, a partir del
hecho de que se vivió, más de dos décadas después, una segunda, más definitiva,
más global y más brutal aún, cuya memoria parece dejar en la sombra a la que le
antecede.
Anoto desde ahora que
aquel conflicto, que hoy llamamos primero, era citado en la mayoría de los
textos serios anteriores a los años sesenta como la Gran Guerra o la Guerra
Europea, a pesar de terminar enrolados en ella más de cincuenta Estados, que
representaban una parte considerable de la población mundial, de haber
participado más de sesenta millones de personas en combate y de haber dejado el
saldo sin precedente de más de nueve a diez millones de muertos. Ese fue solo
el estimado en números redondos, pero que queda corto frente a todos los
intentos de precisar. Para citar un ejemplo, el profesor Ernest L. Bogart, de
la Universidad de Illinois, calculó nueve millones, novecientos noventa y ocho
mil, ciento setenta y una pérdidas humanas, el estimado más cercano a los diez
millones que he conocido.
Redondear las cifras
facilita los cálculos y es un recurso legítimo sobre todo en casos, como este,
en los cuales se hace imposible contabilizar con exactitud. No obstante no
puedo evitar una rara sensación de complicidad cuando se trata de estadísticas
de muertes humanas.
La mayoría en la nómina
de los países beligerantes lo fueron, sin embargo, obligados por la relación de
dependencia con una u otra de las potencias que se involucraban en la guerra, y
en consecuencia, sin posiciones propias.
Los Estados Unidos
declararon la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917 cuando fueron hundidos
por torpedos alemanes ocho cargueros estadunidenses en los dos meses
precedentes, daño físico y moral que puede haber sido demasiado para mantener
una neutralidad en la cual las empresas de la familia Dupont, y otros de la
industria bélica, y la de alimentos, se beneficiaban ostensiblemente.
Desde el 1915 en que
los submarinos alemanes hundieron el trasatlántico Lusitania, con ciento
veintitrés norteamericanos a bordo, estos “descuidos” se subsanaban con
compensaciones monetarias. Pero habían pasado tres años de guerra en Europa, y
el cálculo de costos y ganancias geopolíticas parece haber marcado para
Wáshington la hora de involucrarse directamente.
Resulta curioso que el
primer país latinoamericano en sumarse a aquella declaración de guerra fuera
Cuba, dos días después. Tal resolución parecería una payasada, si eso bastara
para explicarla. En nuestro Continente le siguieron, en este orden, Panamá,
Brasil, Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Haití y Honduras, mayormente
repúblicas de su «patio trasero» en trance, más avanzado que otros, de trocar
su frágil independencia en subalternación neocolonial del «coloso del Norte».
Ninguna de ellas tenía motivos propios para declararse beligerante, pero hacían
número para la mundialización formal del conflicto, alrededor del nuevo poder
imperialista.
Recuerdo que el
historiador Eric Hobsbawm alude como «era de los extremos» al período que
transcurre entre 1914 y 1991, año de referencia, el primero, para el comienzo
de la Primera Guerra Mundial y los cambios a que dio lugar, y el último, para
el derrumbe del socialismo soviético y del llamado orden bipolar. Lo cual hace
del XX un siglo corto, si sabemos relativizar, con Hobsbawm, la severidad de
los esquemas cronológicos, y nos atenemos al significado trascendente de los
acontecimientos históricos. La densidad del siglo vivido se enmarca entre
aquellos dos explosivos sucesos.
Por razones que no
alcanzo a explicarme, la reflexión y el debate sobre la importancia de tan
significativo conflicto ha sido descuidada, desenfocada con la ayuda de
esquemas historiográficos simplistas, y disuelta borrosamente en el imaginario
popular. Se me dio la posibilidad de revisar las respuestas a una encuesta
reciente que revelan el sensible desconocimiento que rodea a este episodio
entre los cubanos. Y estoy seguro de que, a nivel general, es poco lo que se
recuerda en nuestro hemisferio de aquella guerra, y más centrado en lo
anecdótico que en las realidades de fondo. Fue un análisis que me sirvió,
además, para percatarme de que tampoco escapaba yo del todo de esa trampa
deformadora.
Llamo la atención, al
mismo tiempo, sobre el peso que tuvo aquel conflicto en preparar el escenario
en el cual se desencadenó el proceso revolucionario ruso, y las páginas
brillantes que le tuvieron que dedicar al tema los más notables pensadores
socialistas de la época, como Jean Jaurès, Rudolph Hilferding, Karl Kautsky,
Rosa Luxemburgo, Leon Trotsky y especialmente Vladimir Ilich Lenin. Lecturas a
las cuales tal vez hemos dado menos atención que a otras menos rigurosas.
Fueron varios, sin embargo, los revolucionarios que comprendieron que el papel
de la guerra europea como incubadora de la revolución sería probablemente
grande, y vislumbraron una fuerte correlación entre la derrota en la guerra y
la maduración de condiciones para la revolución (e igualmente facilitaba la
introducción, por Lenin, de la doctrina del «eslabón más débil» en la teoría
marxista de la revolución).
Se bifurcan desde aquel
proceso los significados del curso de la historia del siglo, cuyas conexiones
con lo que trataré en estas líneas requerirían otro artículo, aunque, en todo
caso, no podía dejar de advertirlo aquí.
Para explicarnos con
rigor las causas profundas de la Primera Guerra Mundial tenemos que comenzar
por constatar que la transformación en las fuerzas productivas generadas por
los grandes procesos de acumulación de capital hacia la segunda mitad del siglo
XIX habían consolidado el carácter mundial del mercado y llevado a una nueva
división internacional del trabajo, y urgían un cambio en la correlación de
fuerzas dentro del mapa de la dominación a escala planetaria. Sería imposible
explicar esta guerra al margen del cambio que se producía a escala mundial. Los
Estados Unidos saltaban del quinto lugar que representaban entre las potencias
industriales en 1840, al primero en 1895, en tanto Alemania se consolidó hacia
1900 en la segunda posición, relegando al imperio británico (cuna histórica de
la revolución industrial) a un tercer lugar. Entre 1872 y 1914 las principales
potencias conquistaron veinticinco millones de kilómetros cuadrados, dos veces
y media la superficie de Europa.
Con la comunicación
interoceánica (el Canal de Panamá) y el Caribe en sus manos, los Estados Unidos
se reservaban como propia la ecuación de dominar el resto del continente
americano, pero para Alemania se agudizaba una contradicción entre la expansión
de las fuerzas productivas y la relativa estrechez del espacio económico que poseía.
Lenin acuñó, en el discurso contra la guerra, la comprensión de que Alemania
había llegado tarde al reparto imperialista del mundo, en tanto Rosa
Luxemburgo, en La acumulación del capital, fundamentaba cómo las condiciones en
las cuales Marx había previsto el colapso del capitalismo habían cambiado.
Me permito volver atrás
un instante para recordar que el poderío colonial español se hundió
definitivamente en Cuba en 1898 ante la política invasora de los Estados
Unidos, quienes intervinieron en su provecho, como siempre, en el instante en
que les convino, apropiándose del resultado de treinta años de luchas
independentistas cercanas ya a la victoria, y asegurándose por la fuerza el
estratégico dominio del Caribe y una plataforma en el océano Pacífico, con el
archipiélago de las Filipinas.
El derrumbe hispano era
seguido, en Europa del Este, por el desmembramiento del imperio otomano en los
Balcanes, donde los serbios ayudaban a liberarse a los eslavos de los turcos en
Macedonia y se preparaban para hacerlo también en Hungría, a la vez que los
armenios eran masacrados por los turcos, y El Maghreb y el Oriente Medio se
convulsionaban. Acontecimientos aparentemente inconexos que respondían, sin
embargo, al mismo giro de la historia global. Uno marcaba el despegue del
empoderamiento norteamericano, mientras el otro parecía servir la mesa a la
segunda potencia (Alemania) para buscar la dominación europea. La trama
artificiosa de las condicionantes locales, que enfrentan a la causa eslava con
la decadente tradición austro-húngara de poder encubría la voracidad germana,
que se reveló rápidamente como la fuerza conductora del conflicto.
Si nos detenemos por un
instante a analizar la rivalidad comercial y financiera en juego, podemos
percatarnos de que en 1914 ningún país europeo hubiera podido ser
responsabilizado aisladamente con el desencadenamiento de esta guerra. Un
influyente parlamentario británico de entonces afirmaba públicamente: «Seríamos
unos tontos si no encontramos una razón para declararle la guerra a Alemania
antes de que construya demasiados barcos y desplace nuestro comercio»,
revelando así las motivaciones profundas de la corona inglesa.
¿Cómo cobraba forma
este conflicto, que introducía la tónica de la competencia a una nueva escala
imperialista? Definir su perfil, su naturaleza y su duración posible era algo
que se trataba de esclarecer en un clima de confusión generalizada. Atribuirle
peso al asesinato del heredero de la corona austriaca, el archiduque Francisco
Fernando, y su esposa, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, o al conflicto
nacionalista entre la cultura sajona y la eslava, y con ello a los diferendos
locales, es una visión que desvirtúa la complejidad del panorama bélico; la
oculta tras explicaciones inmediatistas y localistas. Adviértase que aún si se
le podía llamar, territorialmente, Gran Guerra Europea, en tanto los países
involucrados al inicio eran los cuatro imperios de comienzos de siglo
(británico, alemán, austro-húngaro y otomano), y los países aledaños, la
entrada de los Estados Unidos y en medida secundaria de Japón, desbordaba a
Europa. Y ni Japón, ni mucho menos los Estados Unidos, pueden ser subestimados
en las causas ni en el resultado de esta contienda.
El conflicto acabó por
mundializarse con las implicaciones participativas que ya he citado antes, y
propiciando a las grandes potencias el desarrollo de su industria militar y la
posibilidad de experimentar nuevas armas, inesperados ingenios de exterminio,
en un recurso al terror sin precedente en la historia. Sin embargo, los
principales jefes políticos y militares pensaban, al inicio, que el conflicto
duraría poco, y tanto los británicos y los franceses, como los alemanes se
creían con una superioridad que podrían imponer con rapidez. Hay que hacer la
salvedad de las voces más lúcidas, entre los socialistas, como la de Jean
Jaurès, que advirtió, una semana después del atentado de Sarajevo, que no
estaban ante otro conflicto balcánico, sino ante un desastre europeo sin
precedente, entre muchos ejércitos de millones de hombres, y esa visión le hizo
clamar, premonitoriamente: «Quel massacre, quelles ruines, quelle barbarie!»
Poco después fue asesinado en otro atentado, menos recordado que el del
archiduque, que le privó de testimoniar el acierto de su profecía.
La agresividad imperial
estaría respaldada, en las nuevas condiciones, por la explosión de la
tecnología y la industria militar, que daba lugar a una verdadera revolución en
el terreno de la logística. La guerra no descansaría más en las tres armas
tradicionales: infantería, caballería y artillería. Una complejidad superior
obligaba a revisar estrategias y tácticas. En el campo de batalla la caballería
era reemplazada, por vez primera, por los carros blindados, que integraban el
poder de fuego artillero. Se incorporaba, a la vez, la industria química, con
los criminales usos bélicos del gas y del fuego. Se llegaron a producir cañones
de un calibre descomunal. Al comienzo de la guerra se mantuvo un equilibrio
entre las fuerzas beligerantes de tierra, de la técnica y de la experticia de
los jefes, a lo cual me referiré más adelante.
Alemania desarrolló la
guerra en dos frentes: el occidental y el oriental. Comienza ganando batallas
en el oriental (ruso) y avanzando allí hacia fines de agosto de 1914, en tanto
en el occidental (francés) su ofensiva tiene victorias en Alsacia-Lorena y
Luxemburgo. A finales de 1915 los aliados no habían logrado avanzar más que
unos pocos kilómetros, al costo de cerca de millón y medio de muertes. El
incremento del poder destructivo del armamento convertía las batallas en
verdaderas masacres, de cientos de miles de muertes, especialmente donde se
hacía sensible la desigualdad entre los soldados, y la técnica bélica. El
Marne, Galiploli, Verdun y otras muchas se recuerdan como escenarios de
verdaderas carnicerías.
Los cambios en los
mandos de una y otra parte trastornaban a veces el curso de los enfrentamientos
victoriosos, aunque en otras ocasiones esto sucedía cuando se mantenía a un
jefe que no hubiera desarrollado una estrategia de respuesta adecuada a las
novedades mostradas por el adversario, fueran estas de carácter tecnológico u
operativo. Con frecuencia la experticia guerrera de la alta oficialidad se
volvía obsoleta muy rápidamente ante los avances del ingenio armamentista. Los
generales cuyo currículo mostraba como los más confiables por su probada
competencia protagonizaban a veces bochornosos fracasos. El caso más manejado
es el del mariscal Joffre, en cuyo prestigio había descansado en un momento la
designación al frente del mando unificado, y tuvo que ser destituido debido a
los reveses. El 21 marzo de 1918 comenzó la gran ofensiva del ejército alemán,
que logró romper el frente aliado. La unificación del mando aliado bajo el
general Foch introdujo la táctica llamada de «ataques concéntricos» en el uso
de los tanques, con la cual logró imponerse a las líneas alemanas, anulando sus
últimos avances sobre el Marne.
Como se habrá podido
observar, he evitado detenerme en la descripción del conflicto salvo cuando lo
necesito para mostrar significados olvidados. Y este desfase entre la
competencia de los mandos y la necesidad de búsqueda de nuevas fórmulas en el
campo de batalla, tan extendida entonces, se vuelve a observar en la Segunda
Guerra, en lo que, por supuesto no me corresponde entrar en detalle.
En el mar, escenario
que el prolongado contencioso colonial experimentado hasta el XIX había
contribuido a poner en primer plano, la ingeniería naval llevaba ahora a su máxima
expresión la combinación de blindaje y armamento en el acorazado y el crucero
pesado, en tanto que el submarino introducía un nuevo desafío en el combate. Al
comienzo de la guerra el tonelaje de la armada británica era de dos millones
setecientas catorce mil ciento seis toneladas, en tanto la alemana era un
millón trescientas seis mil quinientos setenta y siete (Bogart). Sin embargo la
superioridad del poder submarino alemán se hizo sentir desde los primeros años
del conflicto. En la batalla de Jutlandia, en mayo de 1916, hasta esa fecha la
mayor confrontación naval de la historia, un centenar de naves inglesas y
cuarenta y cinco mil efectivos se enfrentarían a ciento cuarenta y ocho barcos
y sesenta mil soldados alemanes. Exponente máximo en su mayoría de la ingeniera
naval de guerra de la época. Gran Bretaña perdió catorce barcos y seis mil
seiscientos efectivos, en tanto Alemania perdía once navíos y sufría tres mil
cuarenta bajas. En realidad, los resultados de esa batalla no se reconocieron
como significativos en la balanza del conflicto por ninguna de las partes.
Nadie se sintió claramente ganador.
Cuenta, en un tercer
lugar, en el plano logístico, la introducción del dominio del aire: el
dirigible y el avión irrumpen en el escenario bélico. De 1915 a mediados1916
los dirigibles alemanes realizaron numerosas misiones de bombardeo en Francia e
Inglaterra, y a partir de ese año fueron sustituidos por la aviación. El
combate aéreo se implantó como un cuerpo a cuerpo en el cual la eficiencia de
los pilotos se medía por aviones enemigos derribados, pero su verdadero papel
era impedir el bombardeo aéreo de los objetivos militares. Los pilotos más
diestros de la aviación alemana, inglesa y francesa (y al final de la guerra,
también la norteamericana) llegaron a derribar varias decenas de aparatos de
parte y parte. La aviación de guerra conlleva, a su vez, la creación de otra
arma: el arma de la defensa antiaérea.
En resumen, que la
revolución macabra de la tecnología de exterminio implicaba una potenciación
del poder destructivo que ya no podrá ser detenida sin afectar fuertemente los
intereses del capital involucrado en ella, cada vez más significativo
proporcionalmente dentro de las economías de las nuevas potencias
imperialistas. Ha sido de sobra estudiado cómo al final de la Segunda Guerra
Mundial el complejo militar industrial se había posicionado en el andamiaje
conductor de las finanzas del imperio y de sus trazados hegemónicos. Abriría
junto con el petróleo lo que se caracterizó como proceso de la
transnacionalización del capital.
Al término de esta
guerra, tan engañosa resultó al final como al comienzo, ya que tras el
armisticio no faltó quienes creyeran con ingenuidad que podía quedar como
única, que no tenía por qué repetirse tal matanza, que estaba llamada a marcar
el final de los grandes conflictos armados, que se transitaba del tiempo del
enfrentamiento al tiempo de la negociación. En tanto las fuerzas decisoras del
sistema-mundo preparaban la antesala de otra que produciría seis veces los muertos
de la anterior en casi el mismo tiempo de duración, y con un perfeccionamiento
de la industria de la muerte que llegaría a alcances insospechados. Este dato
encuadra de manera inequívoca a la Primera Guerra Mundial como el comienzo de
un tiempo de masacre, de abolición de las condiciones pacíficas de la
subsistencia humana, que abre una época de confusión, en las relaciones humanas
y hasta en el lenguaje. Ese me parece que es precisamente el dato más relevante
en el centenario del cruce y ocupación del territorio de Bélgica por las tropas
alemanas, el 2 de agosto de 1914, en su ruta de invasión hacia Francia.
«El siglo XX, afirma
Eric Hobsbawm, ha sido el más sangriento en la historia conocida de la
humanidad. La cifra total de muertos producidos directa o indirectamente por
las guerras se eleva a unos ciento ochenta y siete millones de personas, un
número que equivale al 10 % de la población mundial de 1913 [...] Ha sido un
siglo de guerras casi ininterrumpidas». En el siglo que le antecedió, el conflicto
más sangriento se vivió a mediados del mismo y fue la guerra civil dentro de
los Estados Unidos, que costó seiscientas mil vidas. Con el final del siglo
había llegado la hora de salir a matar fuera de sus fronteras y es lo que los
ejércitos norteamericanos han hecho desde entonces. Lejos de propiciar un clima
definitivo de paz, los años que siguieron a la Segunda Guerra ha servido de
escenario a unos sesenta conflictos de más de cien mil muertos cada uno, y
entre ellos nueve que sobrepasan el millón. Unos desencadenados desde los
Estados Unidos y otros instigados desde allí. El mundo devino un paisaje de
muerte. De 1914 a 2014 fue un siglo verdaderamente sangriento.
Pero a pesar de todo,
no queda otra alternativa que mirar con optimismo realista al siglo que ha
comenzado, retomar las banderas de la paz, asumirlas en serio frente a
provocaciones y demagogia, pero siempre sin olvidar la historia que nos ha
traído aquí. Estamos obligados a no perder de vista lo que somos y dónde
estamos.
La Habana, 6 de mayo de 2014
Incluido en el No. 275 de la
revista Casa de las Américas que se
presentará en el próximo mes de septiembre
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