La vida cultural es tan necesaria a un pueblo como la actividad económica, a pesar de que la segunda sea ”productiva” o “rentable” y la primera no parezca serlo, al menos como finalidad primaria. Por eso, es tarea del Estado, al igual que de las diversas organizaciones que configuran la sociedad civil, el cultivar con redoblado esfuerzo ambos aspectos de la vida ciudadana.
Arnoldo Mora Rodríguez / Para Con Nuestra América
La forma más preocupante que reviste la crisis actual se da cuando toca los valores éticos y culturales de una nación, como lo estamos viendo horrorizados con ese espernible personaje que es Donald Trump. Es entonces cuando debemos inquietarnos más hondamente, porque la razón de ser de la humanidad misma está en juego. En los albores de una nueva época, debemos interrogarnos en torno al futuro. Es aquí donde aparece el papel que juega la cultura.
La cultura revela la capacidad creadora de una colectividad, es la expresión simbólica del grado de libertad colectiva alcanzado por un pueblo, la muestra institucional del goce proveniente de la libertad alcanzada por un pueblo. Concebida así, la cultura abarca todo el ámbito de la creatividad colectiva: costumbres ancestrales, tradiciones artesanales, leyendas y mitos de trasmisión oral, preservación del acervo artístico documental y monumental, música, arquitectura y escultura, obras y memoria de anónimos artistas populares de las más diversas culturas, al igual que las figuras consagradas en el ámbito internacional. Todo lo cual conforma “el alma del pueblo”, su sensibilidad colectiva.
La conciencia de la identidad, que constituye nuestra forma específica de vivir, es lo que llamamos ”cultura”; lo que llamamos “arte” es cuando dicha cultura se expresa en obras específicas, sean materiales, lingüísticas o sonoras. Una “política cultural” es aquel conjunto de decisiones oficiales que tienen como fin preservar, difundir, crear conciencia para que se preserven, cultiven y difundan todos aquellos valores que tiendan, de una u otra manera, a dar un perfil cada vez más definido a nuestra identidad colectiva, ya que dicha identidad no se da mecánicamente, ni se da de una vez por todas, pues se puede perder de la misma manera que se ha adquirido a través de los largos años que configuran la historia de una nación. Concepciones hostiles a las aquí expuestas están subyacentes en aquellos que piensan que los hombres y mujeres que dedican su vida a la actividad cultural no merecen el respeto de la sociedad, ni tienen porqué ser remunerados decorosamente. Piensan así aquellos políticos que consideran que los grupos y personas consagrados al quehacer cultural en sus diversas manifestaciones, sólo merecen ocupar el último lugar en el orden de prioridades, por lo que les destinan tan sólo algunas migajas de gigantes presupuestos.
Nuestra visión de la cultura debe abarcar la creatividad de las comunidades locales bajo todas sus formas, porque también en lo cotidiano se manifiesta la sensibilidad y la imaginación de un pueblo, tal como su manera la confección de los textiles, sus artesanías; en todo ello aflora fecunda y bella el alma de un pueblo. Más aún, ningún artista nutre su talento tan sólo de sí mismo; para ser sí mismo, necesita reflejar, consciente o inconscientemente, las raíces históricas y culturales de donde procede; un artista sólo alcanza los niveles de la inmortalidad cuando, gracias a su genio personal, se convierte en el amanuense de su pueblo. Las políticas culturales deben promover esa creatividad ligada al pasado, pero receptiva a los aportes del presente y siempre abierta a los retos y esperanzas del futuro.
La creación artística constituye una especie de testigo elocuente de nuestras raíces culturales e históricas, se nutre de la memoria de nuestros antepasados, es una lección permanente para las nuevas generaciones destacando los valores que inspiraron a sus ancestros; porque, si bien las circunstancias externas han cambiado, la perennidad de nuestros valores cívicos y culturales son una garantía de la solidez de los lazos que nos unen más allá del tiempo. Gracias al cultivo de todas las manifestaciones del arte vernáculo debemos honrar a los hombres y mujeres, muchos de ellos anónimos, que nos hicieron ser lo que somos; la cultura no es una colección de objetos viejos, sino un retorno siempre rejuvenecedor a nuestras raíces históricas, una cita con nuestros antepasados en lo que éstos nos legaron de mejor, a fin de que asumamos con entereza los retos del presente y vislumbremos con lucidez les expectativas del porvenir.
En tiempos de globalización, la reafirmación de nuestra identidad cultural es la única vía para responder creativa y creadoramente a la hamletiana cuestión del ser o no ser auténticamente como personas y como pueblos, a fin de ser algo más y mucho mejor que una amorfa y anodina masa de consumidores. Al Estado y a los organismos especializados toca servir de factor catalizador a fin de que el pueblo tome conciencia de sus capacidades creadoras. Las instituciones oficiales no deben verse como un río, sino como el cauce que recoge y canaliza las iniciativas vengan de donde vengan siempre que sean auténticas, ya que éstas son como pequeñas gotas y arroyos que brotan de todas partes de nuestras feraces tierras, para imprimirles una dimensión y sentido nacionales y contribuir a que los pueblos descubran su protagonismo y su propia dignidad. Sólo así lograremos que este siglo, que se nos ha venido inopinadamente encima con una inesperada y nefasta pandemia, sea el anuncio de un horizonte de sueños que podremos heredar a nuestros hijos y nietos, más allá de los coloridos fuegos de artificio con que saludamos hace dos décadas al nuevo milenio.
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