sábado, 26 de septiembre de 2020

No son imbéciles, están asustados

 El tumulto del capitalismo desbocado nos ha llevado hasta aquí, a esta verdadera encrucijada de los tiempos en los que tomar un camino u otro nos puede llevar a encontrarnos con el torrente en el que perezcamos, o a la loma en donde lo veamos pasar bramando mientras, tiritando, tratamos que se nos seque la ropa empapada por la tormenta.

Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica


Iniciamos con una perogrullada: el mundo cambia aceleradamente, más rápido que en cualquier pasado posible, más velozmente que lo que podemos abarcar y comprender, de forma casi alucinante. No hay espacio de la vida que escape a la mutación constante, al tumulto que nos atropella y deja obsoleto lo que tan solo ayer, literalmente, era novedad que costaba asimilar.

Nunca más cierta aquella frase premonitoria de Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto Comunista de que "todo lo sólido se desvanece en el aire", atribuida al poder revolucionario del capitalismo que, desde que se posicionó como modo de producción dominante en el mundo, no solo no ha cesado, sino que, cada vez más aceleradamente, transforma nuestro entorno circundante.

 

Es una carrera loca, irracional, regida por el ansia de acumulación aún más allá de cualquier necesidad humana, que atropella todo lo que se le pone al frente, incluso al mismo ser humano y el entorno que lo sustenta.

 

El capitalismo ha sido la principal fuerza revolucionaria de la sociedad en los últimos trescientos años. Formas de relacionamiento humano que fueron dominantes y "naturales" durante miles de años se ven hoy, cuando su ritmo de desarrollo de desboca, desquiciadas. Por ejemplo, el patriarcado. Por ejemplo, la idea de la naturaleza inagotable. 

 

Todo se expresa en medio de un ruido ensordecedor que aturde, que nace de muchas partes, y que muchas veces se expresa como fuegos fatuos que surgen como llamaradas y luego se extinguen. O como gritos estridentes que atraviesan el escenario para después desaparecer entre bambalinas. Nunca más evidente que lo único permanente es el cambio constante.

 

Incontenible, su naturaleza concentradora va dejando una estela de marginados a los que cada vez les es más difícil sobrevivir en un mundo que los invita al consumo desaforado, sin ton ni son, transformado en un fin en sí mismo. Es la mayoría de la humanidad la que se encuentra en ese estado, no son unos cuantos perdedores con dificultades individuales explicables por su precariedad volitiva, mental o intelectual. Son legiones de seres humanos en la plena posesión de todas sus facultades que, por más esfuerzo que hagan, no tienen ninguna posibilidad de acceder a condiciones mínimas de vida digna. Ante sus ojos atónitos se despeña esa avalancha que no pueden comprender y les da angustia, ansiedad y miedo. A lo único que atinan es a lanzar mandobles a diestra y siniestra, y a buscar refugio bajo el alero de quien les prometa algún asidero para no ser arrastrados por el torrente que ven con los ojos desorbitados de los desquiciados.

 

No son expresión de una supuesta naturaleza desviada o mala del ser humano. No son los que siempre estuvieron agazapados y de pronto se atrevieron a salir a la luz. No son imbéciles irredimibles a los que hay que aislar como leprosos del siglo XXI.

 

Es gente enceguecida por el miedo que igualmente podrían avanzar en tropel a tomar el Palacio de Invierno en San Petersburgo, como a votar por Donald Trump dentro de mes y medio. Necesitan un poco de seguridad, algo que les dé estabilidad, tratar de controlar lo que amenaza su precario mundo conocido. Se refugian en quien les ofrezca algo de eso, aunque sea solo un espejismo en medio del desierto: un vociferante pastor encaramado en un púlpito de cartón; un rubio panzón que promete otros cien años de prosperidad ilimitada; un tonto de capirote misógino y racista; alguien que niega que el planeta se está yendo al carajo. 

 

El tumulto del capitalismo desbocado nos ha llevado hasta aquí, a esta verdadera encrucijada de los tiempos en los que tomar un camino u otro nos puede llevar a encontrarnos con el torrente en el que perezcamos, o a la loma en donde lo veamos pasar bramando mientras, tiritando, tratamos que se nos seque la ropa empapada por la tormenta.

En esas estamos. El futuro ya nos alcanzó.

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