Como les ocurrió a los hombres y mujeres que presenciaron el ocaso del imperio romano en el siglo V, probablemente nosotros asistimos ahora a los tiempos de la crisis y la decadencia de la Roma americana.
Andrés Mora Ramírez /AUNA-Costa Rica
No pasó mucho tiempo para que aquellas advertencias se concretaran: en tan solo cinco décadas, los Estados Unidos impusieron su dominio en Centroamérica y el Caribe de la mano de las intervenciones militares y las inversiones del capital monopólico; además, en los albores de la Primera Guerra Mundial ya competían con las principales potencias europeas y asiáticas, y acrecentaron su dominio económico, tecnológico, militar y político a escala global al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Este ascenso trajo consigo el desplazamiento del eje del poder de Europa a Norteamérica, que se consolidó en los siguientes 50 años -con la “derrota” de la Unión Soviética, en el marco de la Guerra Fría, como hito principal-, al punto de hacer de esa centuria el siglo del imperialismo, al decir del sociólogo panameño Marco A. Gandásegui.
A luz de este apretado esfuerzo de síntesis histórica, de lo que sin duda fue un proceso vertiginoso, no faltará quien considere aventurado hablar hoy del declive del imperio estadounidense. Pero lo cierto es que detrás del aparente triunfo de la potencia del Norte, y de su breve reinado en el mundo unipolar del paso de entresiglos, se ha venido incubando en sus entrañas un deterioro igualmente acelerado de su hegemonía y su poder, especialmente en el campo económico y productivo, que sus élites gobernantes no han logrado revertir.
Se trata de un fenómeno de largo aliento y no coyuntural, como intenta presentarlo un sector de la prensa y de la academia vinculada al establishment. Así, la crisis que hoy enfrentan los Estados Unidos, como explica el analista libanés Amin Maalouf, en la que “ha empezado a desintegrarse la categoría ética del país”, no se puede endilgar sólo al expresidente Donald Trump, por mucho que su cuatrienio haya sido funesto por donde se le mire. La decadencia de la Roma americana habría empezado mucho antes, “en el mismo momento en que estaba concluyendo la guerra fría”, cuando los norteamericanos “se hallaron entonces en una posición a la que ninguna otra nación había podido aspirar desde los albores de la Historia, la de la única superpotencia planetaria”[2], con posibilidades de liderar la construcción de un nuevo orden mundial. Pero fallaron en esa tarea.
“Durante las tres décadas posteriores a su triunfo y a su entronización -sostiene Maalouf-, fueron incapaces (…) de asentar su legitimidad como potencia paterna e incapaces de preservar su credibilidad ética, que está probablemente más baja hoy que en ningún otro momento de los últimos cien años. Sus adversarios de ayer han vuelto a ser sus adversarios, y sus aliados de ayer no se siente realmente aliados suyos”. En ese período, continúa el intelectual libanés, se han desplegado ante nuestros ojos “los incontables rostros” de la potencia norteamericana, a un mismo tiempo generosa y mezquina, a veces arrogante y a veces timorata, herida -como ocurrió después de los atentados del 11 de setiembre de 2001- y más recientemente “viciosa, cínica, destructiva, insoportable”. Su conclusión es contundente: “El fracaso de los Estados Unidos ha sido patente, y no ha dejado de ir a más; ahora ya no parece fácil que pueda remediarse” [3].
Así, al despuntar la tercera década del siglo XXI, otro desplazamiento sacude los cimientos del sistema internacional: el de Norteamérica a Asia, de Occidente a Oriente. El historiador británico Peter Frankopan, en un reciente estudio, afirma que ya estamos viviendo el siglo asiático, y “por más traumática o cómica que pueda parecernos la vida política en los tiempos del Brexit, los embrollos europeos o Trump, son los países de las rutas de la seda los que de verdad importan en el siglo XXI”. Y puntualiza: “en el mundo actual, las decisiones realmente trascendentes no se toman en París, Londres, Berlín o Roma, como sucedía hace cien años, sino en Pekín y Moscú, en Teherán y Riad, en Delhi e Islamabad, en Kabul y en las zonas de Afganistán controladas por los talibanes, en Ankara, Damasco y Jerusalén. El pasado del mundo fue moldeado por lo que ocurría a lo largo de las rutas de la seda; y lo mismo sucederá con el futuro”[4]. Para Frankopan, “a la vista de los acontecimientos de los últimos años, es incuestionable que Occidente se encuentra en una encrucijada” [5].
Es este escenario, el de la encrucijada civilizatoria y del cambio del eje del poder, en el que Joe Biden asume el gobierno de los Estados Unidos por los próximos cuatro años. A juzgar por la magnitud de los desafíos de la competencia global que le esperan (¿cómo hará frente al proyecto “Un cinturón, una ruta”, pilar de la política económica y exterior de China?), y por los problemas internos que hereda (de carácter estructural, como el racismo y la desigualdad social), parece poco probable que pueda revertir el curso decadente de la hegemonía estadounidense en el mundo. En este aspecto, su discurso inaugural fue débil y esquivo, concentrándose más bien en el problema acuciante de la supervivencia de los Estados Unidos como nación en el futuro cercano. ¿Será el suyo un mandato que se agotará en el intento de evitar el colapso de la unión? ¿Le quedará aliento para navegar en las aguas agitadas de un mundo en transformación? Eso estará por verse.
Como les ocurrió a los hombres y mujeres que presenciaron el ocaso del imperio romano en el siglo V, probablemente nosotros asistimos ahora a los tiempos de la crisis y la decadencia de la Roma americana. Y algo de eso nos develó Biden cuando, desde la escalinata del Capitolio en Washington, y a la usanza de los antiguos emperadores, concluyó su mensaje invocando la protección divina para el imperio y sus legiones: “Que Dios bendiga a Estados Unidos y que Dios proteja a nuestras tropas”.
[1] José Martí, “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, en: Hart, A. (2000). José Martí y el equilibrio del mundo. México, DF: Fondo de Cultura Económica, p. 240.
[2] Maalouf, A. (2019). El naufragio de las civilizaciones. Madrid: Alianza Editorial, p. 229.
[3] Maalouf, 2019, p. 233-234.
[4] Frankopan, P. (2020). Las nuevas rutas de la seda. Presente y futuro del mundo. México DF: Crítica, p. 13.
[5] Frankopan, 2020, p. 43.
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