El mantra que repite la derecha latinoamericana refiere al peligro del avance de lo que llaman el castrochavismo, y ha vuelto a tomar protagonismo de primera línea el viejo discurso de la amenaza comunista.
Rafael Cuevas Molina/Presidente UNA-Costa Rica
Pero ahora las cosas son diferentes en muchas partes. Las fuerzas progresistas y de izquierda han ido adquiriendo un protagonismo que las sitúa entre las opciones con mayores posibilidades de salir electas. Este panorama es el que se ha presentado en las recién pasadas elecciones de Bolivia y Ecuador, y en cada una de ellas, aunque con sus propias características específicas, se repiten patrones de comportamiento político que, como un guion preestablecido, pretenden caracterizar a quienes se presentan ante el electorado.
El mantra que repite la derecha latinoamericana refiere al peligro del avance de lo que llaman el castrochavismo, y ha vuelto a tomar protagonismo de primera línea el viejo discurso de la amenaza comunista. Independientemente de lo que digan los programas y de las intenciones explícitas de los partidos de izquierda estigmatizados, un coro que abarca no solo el espectro nacional, sino que se extiende a todos los espacios internacionales que puedan influir localmente, los descalifica a priori y unánimemente. Los vaticinios son siempre sombríos.
Esto es lo que sucede en estos momentos previos a las elecciones en el Perú, y la polarización difícilmente podría haber llegado más lejos. El anatemizado en este caso es Pedro Castillo, que marcha apoyado por las principales fuerzas de izquierda, inclusive la que tiene como lideresa a Veronika Mendoza, Juntos por el Perú, que tiene una presencia de más larga data que la del mismo Castillo en el panorama político peruano.
Contra Castillo se ha alineado todo el statu quo, empezando por los medios de comunicación tradicionales, que ya no ocultan su papel de instrumentos de propaganda a favor de la contendiente de Castillo, hasta el inefable Mario Vargas Llosa, quien en el pasado había caracterizado de la peor manera la Fujimori y su parentela, pero que ahora no vacila en proponerla como la opción a votar.
Keiko Fujimori, la contendiente de Castillo, es la joya de la corona de la corrupción y la prepotencia. Han sido tantos los entuertos en los que se ha visto envuelta, que buena parte de su campaña la ha pasado pidiendo perdón y prometiendo enmendar la plana en el futuro. Hasta ahora, el descrédito que la envuelve le ha pasado factura, pero la feroz campaña desatada contra Castillo ha hecho que, en las últimas encuestas, su apoyo crezca hasta llegar a un empate técnico.
Pedro Castillo ha concitado la simpatía de los más pobres en un país caracterizado por la extrema pobreza y el racismo. Sus propios orígenes sociales y el haber sido toda su vida maestro y sindicalista lo hace ser parte de “los de abajo”, y ese ha sido tal vez el factor más importante del gran apoyo que ha conseguido. Pero, también, el representar a una fuerza que apenas ha surgido y que no ha tenido tiempo de consolidarse organizativamente, le ha restado contundencia en su accionar. Esa falta de experiencia se la achacan insistentemente quienes han ostentado el poder, los de siempre, que en caso de ganar le auguran caos e improvisación.
El programa que respalda la candidatura de Castillo es, sin embargo, claro y bien fundamentado. Pocas organizaciones políticas latinoamericanas pueden darse el lujo de tener un documento de sus características y, si por las vísperas se saca el día, Castillo no será ningún improvisado, por lo menos en cuanto a los objetivos que quiere alcanzar.
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