En el Perú, los de siempre hicieron hasta lo imposible para que no ganara Pedro Castillo. No escatimaron ningún esfuerzo ni recurso para denigrarlo, insultarlo o para burlarse de él.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Un atrevido este Castillo, un don nadie que, de pronto, se atreve a estremecer las sólidas bases del andamiaje construido con tanto esfuerzo desde hace más de quinientos años. Un igualado que se cree con derecho de poner los nervios de punta de tanta gente bien que es lo único decente que tiene el país para ofrecer al mundo.
Una vergüenza el sombrerudo este, alguien bueno para alcalde de un pueblo perdido de la sierra, en donde lo que hay que arreglar son entuertos de indios, pero no para andar pisando alfombras rojas en Europa, en donde ya se vio la mala impresión que dan indios como Evo Morales a sus altezas reales, tan perturbadas por tener que recibirlos en sus viajes oficiales.
Una desgracia lo que ya está sucediendo, ese temor de los mercados que se muestra inequívocamente en esa curva que cae y hace temblar a la bolsa de Lima, ante el horror de quienes son los verdaderos productores de riqueza, los que se arriesgan con sus capitales tan arduamente acumulados y que, a pesar de que se les hace ver que es una tendencia pasajera, han debido doblar el pastillaje con el que previenen infartos, arritmias, gastritis, úlceras y quién sabe cuántos otros males producto de las contrariedades.
Es la debacle, el tan temido momento, la hora de la verdad que tantas veces se había logrado evitar en el pasado. La hora de las trompetas del Apocalipsis. Quién iba a imaginar que la chusma amorfa y mediocre, ignorante y vulgar actuaría como hormiguero ciego, como marabunta, para arrasar lo que de civilización hay en el Perú, lo poquito que hay para lucirse en medio del pobrerío.
En las antípodas del maestrito, el Premio Nobel, el elegante, el culto, el bien recibido hasta en el Jet set europeo, a donde entran hasta príncipes y princesas. El merecedor, nunca bien ponderado, del lugar al que está escalando Castillo, el marginado a lugar secundario en medio del griterío ensordecedor de turbas enfebrecidas, malcriadas, insolentes.
Es una clarinada lo que sucede. En el lugar menos pensado brotan de quién sabe dónde quienes se creen destinados a regir los destinos de todos siendo, como son, don nadies. ¿Qué se han creído, predestinados con derecho para decidir sobre la gente bien que con tanto esfuerzo se han preparado para asumir lo que por derecho les toca? ¿Iluminados poseedores de verdades que a los que saben gobernar se les escapan?
Tiempos convulsos estos, en los que se tapa un hoyo, una grieta, un resquebrajamiento en una parte para que, inmediatamente, reaparezca en otra más grande, más profundo, más amenazador. Apenas se ha logrado sosegar lo que ocurre en una equina, cuando ya está surgiendo en otra parte igual o peor, más amenazador, más oscuro, más insolente.
Ya ni las omnímodas y otrora invencibles fuerzas contenedoras del mal parecen funcionar como debieran. Se hace todo el esfuerzo, pero, aun así, avanza el enjambre. Ahora se preparan para meter todos los palos posibles en las ruedas de la carreta, poner todos los obstáculos a la mano para no permitir que avance nada, para evitar que se salgan con la suya, para que no se les suban los humos y se sientan con derecho para cambiar cosas.
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