La historia nacional es un drama. Todas las historias son dramáticas, cuando no son tragedias. Toda América desde la llegada del navegante genovés fue un baño de sangre, negado por los sucesivos conquistadores hasta la actualidad.
Roberto Utrero Guerra / Para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
La historia nacional es un drama. Todas las historias son dramáticas, cuando no son tragedias. Toda América desde la llegada del navegante genovés fue un baño de sangre, negado por los sucesivos conquistadores hasta la actualidad. En este sentido, cualquier protesta o reclamo del soberano irrita al poder real que maneja los hilos institucionales de nuestras frágiles democracias. De allí que el registro oficial, el parte de guerra del militar que desalojó a los nativos para extender “la frontera agropecuaria” con su cañón civilizador, barrió la barbarie, librando millones de hectáreas de los mejores territorios y puestos a disposición de extranjeros y las oligarquías vernáculas, devenidos señores de la tierra. Ese parte, fue el relato a divulgar por los maestros de la escuela sarmientina, pilar fundamental en la construcción del estado moderno, cuyo prócer indiscutido es el General Julio A. Roca, dos veces presidente argentino; protagonista de una lucha anacrónica en infausta llevada a cabo por él, sin saberlo, siendo él, Goliat frente al David que le enfrentó hasta su muerte, ocurrida en Navidad de 2018, me refiero al historiador Osvaldo Bayer, quien no dejó de luchar por sacar a la luz el genocidio cometido contra los pueblos originarios, expuestos como crímenes de lesa humanidad a ser resarcidos con posterioridad. Un verdadero triunfo a la persistencia de la memoria.
Con esta experiencia podemos decir que, la historia oral es la que sobrevive a las inquisiciones, incluso a la denominada historia oficial como hemos visto. Fuente inagotable de relatos sepultados por los mandamases de turno, los sufrimientos del pobrerío generalmente fueron sepultados cuando el último sobreviviente de la tragedia narrada, partió para el otro mundo, hastiados tal vez de la creencia popular que el bicho humano viene sólo para sufrir, hartos ya de estar hartos, para no quedar enredados en la maraña de padecimientos que la terrena existencia lo somete, desde el destete.
Sin embargo, desde ese lodazal de angustias comprende también, que los únicos caminantes solidarios que arriman una mano o tienden un cabo salvador del abismo son los pobres, los desheredados o los humildes a los que las escrituras dedican el reino de los cielos; ellos y solamente ellos, son los únicos capaces de actos heroicos, de entregarlo todo por los demás, por sus hermanos en desgracia.
Este es un asunto antiguo. Fue descubierto hace unos años y desde entonces no ha dejado de crecer, incorporándose a la historia de la izquierda nacional.
En noviembre de 1920, los peones agrarios agrupados en la Sociedad Obrera de Río Gallegos se declararon en huelga justo antes de empezar la esquila de las ovejas. Reclamaban cosas elementales: un día de descanso semanal, un lugar limpio y seco donde dormir y velas para alumbrarse. Los dueños de las estancias, británicos y argentinos, reclamaron al gobierno para que acabara con la protesta.
El entonces presidente Hipólito Yrigoyen envió a la Patagonia al Décimo Regimiento de Caballería al mando del teniente coronel Héctor Benigno Varela, quien impuso a ambas partes una negociación, consiguió un principio de acuerdo y regresó en cuanto pudo a Buenos Aires.
El acuerdo no fue cumplido por las empresas y recomenzó la huelga. En noviembre de 1921, el teniente coronel Varela y sus soldados aparecieron de nuevo en la región. Esta vez, a sangre y fuego. Cualquiera que participara en la huelga o la respaldara de alguna forma sería fusilado en el acto.
En este segundo viaje, el coronel Varela se comportó como un militar imperturbable que cumple órdenes, no como un representante que media en un conflicto entre dos partes. La caballería, bajo su mando, persiguió a los grupos huelguistas en las principales estancias donde se habían atrincherado y llevaron a cabo las primeras ejecuciones en masa: 480 en Cañadón León, 500 en La Anita y cifras similares en otras estancias hasta alcanzar la suma de 1.200. Además, cientos de huelguistas que se creían anarquistas o bolcheviques fueron encarcelados en prisiones locales o enviados a Buenos Aires. La matanza duró casi dos meses. Entre ellos cayeron por las balas de los Remington, el español Antonio Soto, y a la sazón secretario de la Sociedad Obrera de Río Gallegos, así como el alemán Shultz y el argentino Facón Grande. Todos ellos anarquistas, fervorosos adherentes de la Federación Obrera Regional Argentina FORA.
El historiador Osvaldo Bayer investigó aquella barbaridad para su libro La Patagonia rebelde, compendio de cuatro tomos aparecidos entre 1972 y 1978 (con el autor ya en el exilio por la dictadura militar) bajo el título genérico Los vengadores de la Patagonia trágica. Y gracias a un viejo informe policial descubrió el episodio de La Catalana. Lo que hicieron las meretrices tuvo tanto impacto un siglo después que el propio historiador, en 2013, estrenó en el teatro Cervantes de Buenos Aires una obra titulada Las putas de San Julián.[1]
La campaña del teniente coronel Varela se dio por terminada en febrero de 1922. Los peones supervivientes habían huido a Chile o a los rincones más remotos de la Patagonia argentina. En las fincas reinaba el silencio de los cementerios. Los soldados inspiraban un miedo casi absoluto. Varela decidió premiar a sus hombres con una gratificación sexual. El 17 de febrero, un grupo de soldados a las órdenes de un suboficial acudió a al conocido prostíbulo La Catalana del Puerto de San Julián para cobrar su recompensa. La Catalana, era una institución, un prostíbulo y aquellas mujeres prostitutas, satisfacían no sólo a los obreros, sino también a funcionarios y empresarios en esas frías y áridas lejanías.
Pero lo que hicieron Paulina Rovira, catalana, dueña del establecimiento, y las cinco mujeres que trabajaban para ella, el 17 de febrero de 1922, fue algo heroico. Es difícil imaginar la Patagonia de hace un siglo: un páramo inmenso azotado por el viento y dominado por unos cuantos terratenientes. Los presos políticos y los peores criminales eran enviados al terrible penal de Ushuaia, frente a la Antártida, La prisión del fin del mundo; el viaje duraba tanto tiempo que alguno llegó a cumplir condena antes de llegar. Un lugar y de un tiempo realmente salvajes.
Pero el prostíbulo, llamado La Catalana cuando llamaron los ansiosos soldados, estaba cerrado. Llamaron a la puerta una y otra vez. Gritaron y amenazaron hasta que Paulina Rovira salió y, dirigiéndose al suboficial, anunció que sus chicas no iban a atenderlos. La tropa, enfurecida, entró por la fuerza, y fue rechazada a palos y escobazos por las mujeres. Según el informe policial, las prostitutas les llamaron “asesinos” y gritaban “nunca nos acostaremos con asesinos”, además de “otros insultos obscenos propios de aquellas mujerzuelas”, como diría el parte policial.
Las mujeres de La Catalana se atrevieron a plantar cara al Décimo de Caballería y, por supuesto, fueron detenidas. Normalmente deberían haber sido fusiladas. Después de matar a tantos cientos de peones, eso no era nada. Pero al comisario de San Julián le pareció que ejecutar a las mujeres engrandecería su acto de resistencia, y optó por dejarlas ir. Quedaron sus nombres en el expediente. Eran, además de Paulina Rovira, Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera; Ángela Fortunato, de 31 años, argentina, casada; Amalia Rodríguez, de 26 años, argentina, soltera; María Juliache, de 28 años, española, soltera; y Maud Foster, de 31 años, inglesa, soltera.
Las atrocidades cometidas en aquellas latitudes, libres de aborígenes luego de la campaña de 1879, llevada a cabo por Roca, fue investigada por David Viñas en su novela: Los dueños de la tierra, publicada en 1958, mientras el autor aún pertenecía a la revista Contorno (1953-1959), y ficcionaliza ahí el episodio retratado posteriormente por Osvaldo Bayer en La Patagonia Trágica (1972-1974) que se hizo popularmente conocido por la película La Patagonia Rebelde (1974) de Héctor Olivera, basada en el libro de Bayer. Como toda ficción, la novela, se permite retocar la realidad. El texto se divide en cuatro momentos. Los tres primeros, de menor extensión, están escritos en itálicas y se titulan, 1892, 1917 y 1920. El primero durante la denominada “campaña al desierto”; y los dos últimos, durante el comienzo de las huelgas de los obreros rurales.
El verdugo que custodiado se creía invencible, era blanco de miles de ojos que lo observaron permanente y fueron tras sus pasos. El teniente coronel Héctor Benigno Varela murió un año después, el 27 de enero de 1923. Un anarquista alemán, Kurt Wilckens, arrojó una bomba a su paso y después lo remató con cuatro disparos, los mismos que recibían los peones patagónicos. Para proteger de la metralla a una niña de 10 años que pasaba por el lugar, María Antonia Pelazzo, Wilckens se colocó ante ella y sufrió varias heridas. Quedó en el lugar hasta que le detuvo la policía. “No fue venganza, yo no vi en Varela al insignificante oficial”, escribió Wilckens desde la cárcel. “No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal”. Wilckens fue asesinado en la cárcel por un pariente de Varela, quien fue a su vez asesinado poco después.[2]
Aquellas mujeres, demonizadas desde siempre y chivo expiatorio de pecados ajenos, fueron heroínas en su momento, reconocidas como mártires de la otra historia.
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