“Todo lo sólido se desvanece en el aire”, había dicho Marx en el siglo XIX. “El desierto está creciendo”, había escrito Nietzsche. Lo vivieron los artistas de los años 20 hace un siglo, no solo por las atrocidades de la guerra sino por el vasto sinsentido que ese conflicto pareció inocular en el cuerpo de la civilización, “la muerte del espíritu”, como la llamó Valery, “la agonía del sentido” que denunciaban dadaístas y surrealistas, la sospecha que empezaban a despertar esas grandes palabras: belleza, verdad, bien, inocencia, progreso.
La Segunda Guerra Mundial no fue menos corrosiva de la confianza de los seres humanos en su grandeza y su bondad natural. El pozo del existencialismo se empezó a cavar al día siguiente de las bombas atómicas y cuando entró la luz en los galpones de los campos de concentración; el abismo moral se hizo evidente y se siguió agravando con las décadas. Aprendimos a vivir en el polvorín de los arsenales nucleares, bajo la tensión helada de las superpotencias que habían ganado la guerra pero no la paz, en el carnaval del consumo que nos decretaron, en esta misteriosa aceleración de la historia hacia ninguna parte, en la lenta alteración del equilibrio planetario, obrada sin saberlo por todos los que se iban integrando a las inercias del confort.
Nunca una prédica más trivial espoleó a la humanidad hacia su ruina mediante espejismos más seductores. Como decía Estanislao Zuleta, la extrema racionalidad del detalle unida a la extrema irracionalidad del conjunto; la más desvelada adulación del confort humano para producir al cabo la realidad menos confortable. Eran esos los pálpitos y los presentimientos que desvelaban a Kafka, las quietudes mentales que atormentaban a Edward Hopper, las sospechas paranoicas que enloquecían a Philip K. Dick, ese paisaje apocalíptico que Hitchcock instala en Los pájaros.
Las supuestas verdades del siglo XX parecían verdades, las del siglo XXI ni siquiera necesitan parecerlo. Ya los pretextos que se esgrimen para las guerras pueden ser demostradamente falsos: las armas de destrucción masiva de Irak, la amenaza de Gadafi, el peligro afgano. Los recursos que se utilizan para combatir el mal son el mal: el cierre de las fronteras, la guerra contra las drogas, la fumigación de los cultivos ilícitos, las patentes sobre las semillas, las soluciones psiquiátricas, los seguros de salud, la información vendida como espectáculo, los medios transformados en tribunales, el orden social diseñado como una fábrica de monstruos que deben ser cazados sin fin por el orden social: políticos corruptos, depredadores sexuales, adictos a todos los venenos, y la política como espectáculo, el crimen como espectáculo, la vida como espectáculo, esa incansable piedra filosofal que convierte todas las cosas, el universo entero, en mercancía.
Es la creciente guerra de la cultura contra la naturaleza: urgimos a las semillas, destruimos el silencio, huimos de la lentitud, odiamos las maduraciones, envenenamos los manantiales, cuadriculamos lo inexplicable, solo queremos estar en otra parte, tememos la presencia, odiamos el esfuerzo, envilecemos el lenguaje, nos enchufamos para desconectarnos, perfeccionamos una sofisticada venda electrónica para no ver esas dos partes inseparables de dios que son la conciencia y el mundo. Y tratando de alcanzar una flor que haya sido hecha completamente por nosotros, destruiremos todas las flores.
No debería extrañarnos que el aire se enrarezca, que los ríos se enfermen, que el clima se haga hostil, que lo que entra en los pulmones ya no venga a avivar la sangre y a oxigenar los tejidos sino a poner en discordia al cuerpo con el cuerpo. Por siglos hemos sido enemigos de la naturaleza y nos sorprende que la naturaleza empiece a tratarnos como enemigos.
Cada vez es más perceptible esto que nos mostró tan inquietante e inexplicablemente Hitchcock en su fábula: cómo todo aquello en lo que siempre pudimos confiar empieza a mostrarse hostil y peligroso, los climas, las aguas, los vientos, las lluvias, los rayos del sol; cómo desaparecen las abejas, cómo se enloquecen los tejidos, cómo sube el mar y se oscurece el aire.
Es como si los pájaros que volaban dulcemente alrededor de Francisco de Asís se fueran convirtiendo en ese amenazante litoral de chillidos y de graznidos, bajo el cual unos seres humanos se alejan por lo incierto, hacia lo impredecible.
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