La calificación despectiva de populista endilgada, como epíteto, a gobiernos que invocan las necesidades y expectativas de la gente, se ha venido usando indiscriminadamente desplazando el sustantivo demagogia y su calificativo.
Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica
Quieren que seas pobre, y te diré la razón: para que, reconociéndoles por tus bienhechores estés dispuesto, a la menor instigación, a lanzarte como un perro furioso sobre cualquiera de sus enemigos.
Aristófanes, Las avispas (422 a C)
En Nuestra América la práctica política que se denominó populista dista mucho, por los análisis sobre los que se construyó, del uso que se le ha dado actualmente. Esa práctica, analizada en diversos estudios de sociología y política, ha sido teorizada por politólogo argentino Ernesto Laclau en “La razón populista” (FCE,2005). Se trata, para Laclau, de “la construcción de una identidad popular que articula una serie de demandas insatisfechas mediante la identificación de una elite que se opone a los designios del pueblo”. Esta definición conlleva dos elementos sustanciales de la dinámica política, pueblo y élite, y presume la construcción de una utopía popular agitada contra las arrogancias de la clase política tradicional. En los diversos estudios que la refieren eran emblemáticos Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón y Getulio Vargas de los tres países pioneros en el desarrollo del capitalismo “hacia adentro”.
La definición de Laclau y las prácticas políticas a que alude tienen poco que ver con el uso a la moda del término populista que la prensa y la intelectualidad poco cuidadosa hacen para endilgárselo tanto a Trump como a Maduro, a Bolsonaro, como a Ortega, a López Obrador, como a Milei o Lula Da Silva. Es tal la generalidad de su uso que, detrás de su articulación no encontramos posibilidad del análisis mínimo de las respectivas realidades nacionales; a saber, qué clases o fracciones de clase representan, qué elementos de la agenda privilegian, qué posición asumen en el contexto regional o global. Así que, da lo mismo un político populista de izquierda o del progresismo, como otro de la derecha e incluso, neoconservador y fascistoide.
Con ese poco cuidado en el análisis encontramos un libro que ha circulado en papel y digital, “La revancha de los poderosos”, de Moisés Naín (Debate, 2022), un periodista y político venezolano formado en M.I.T. y con reconocimiento en la prensa internacional. El objetivo del libro no es propiamente hacer análisis conceptual del término de marras, sino describir lo que el autor cree que es la consolidación de la autocracia actual. Lo hace mediante una construcción de tipos sobre la base de una copiosa información empírica mundial identificando tres elementos distintivos en el “autócrata”: el populismo, la polarización y la posverdad. Define cada criterio o rasgo definitorio según las prácticas políticas que estudia para construir la categoría descriptiva de las “autocracias 3P”, por las iniciales de cada uno de los elementos destacables.
El populismo en este uso actual se enuncia como una retórica útil para apelar a la gente, echando mano de verdades a medias, para que respalden al líder en sus proyectos políticos, agitando sus necesidades bien sentidas, saborizadas con odios y repudios que acentúan la polarización social y política contra los desmanes de las elites y sus partidos.
Ese político populista encaja con la calificación weberiana del líder carismático que pone en juego su ego político para proyectarse, como cuadro destacado y emblemático en cada historia nacional, muy al tono con lo que le crean las redes sociales y los “influencers” contratados para ello. Sin embargo, en el fondo, el lema “Make America Great Again” de Trump, creado como emblema populista para movilizar las masas conservadoras y el supremacismo norteamericano está muy lejos del populismo clásico al que aludía Laclau y los estudios de las experiencias emblemáticas de Nuestra América que abrieron el espacio a la modernización capitalista y la construcción de estructuras institucionales destacadas durante la segunda mitad del siglo XX.
La lectura del libro de Naín, tentadora por el tema que aborda y la amplitud de ejemplos a los que alude nos lleva a hacer nuestras propias anotaciones al margen. Lo que observo, en primer término, es que esos autócratas, en general, se legitiman en el poder haciendo uso de la tradicional formalidad democrática, aunque las necesidades reales y sentidas de la gente les pueda interesar muy poco. Por ello no puede confundírseles con los líderes democráticos en sentido estricto. Su existencia, en segundo término, no solo se explica en su contexto nacional, sino que hay realidades del contexto internacional económico y geopolítico que les dan sentido y legitimidad. De ese contexto emana, en mucho, el apoyo que reciben que los ubica en una de las partes en esta batalla cultural que vivimos. En un tercer lugar, esa autocracia no emerge sin historia; por más equiparación de experiencias cualquier estudio que hagamos demanda rebuscar en los antecedentes de cada formación económico social: cada pueblo tiene su pasado y le es propio. Por último, hay gobiernos a los que se les ha calificado de populistas que pueda que respondan material y socialmente a las demandas de su sociedad y, por tanto, a la participación de la gente, lo que les permitiría no sentirse como defecto del sistema democrático formal, sino como una virtud de la democracia participativa: por ende, no es autocracia.
El populismo, entonces, no se reduce a su mera expresión discursiva y por tanto a la política demagógica que apela a las masas para que el líder pueda mantenerse y legitimarse en el poder (el populismo de las derechas), sino que hay prácticas políticas en lo económico, social y cultural que suelen ser así etiquetadas atendiendo a intereses ideológicos de descalificación. Pienso en el reparto o la distribución del excedente económico entre las poblaciones más empobrecidas, en la ampliación de las planillas estatales echando mano al excedente disponible por el estado, lo que acompaña el fortalecimiento de la institucionalidad pública y la promoción de políticas educativas y culturales que por su apego a las demandas democráticas de la gente exaltan la gestión política y, de paso, al líder que las impulsa.
La diferencia sustantiva estriba en la procedencia, no solo del liderazgo populista, sino del proyecto político básico: si se atiende a las demandas de las poblaciones, para hacerlas partícipes del poder político, como gestoras y directoras del proceso, o simplemente se las agita en contra de las élites tradicionales del pasado (creando, sin más, polarización política). Si hay reparto del excedente en las poblaciones más necesitadas o si lo que hay es fortalecimiento de los status quo, de las burguesías nacionales tradicionales y el empresariado global que continúan acumulando riqueza al margen de las demandas de las mayorías nacionales. En fin, si el líder populista es un fiel reflejo y expresión de “los de arriba” que le financian sus procesos de aculturación de masas con redes sociales, influencers y propaganda legitimadora (con mentiras encubiertas echando mano de la posverdad), o, al contrario, responde a la masa. De ahí que poner en la misma balanza a López Obrador y Bolsonaro, a Daniel Ortega, Bukele y a Maduro sea un ejercicio discursivo de generalización ilegítima y, por lo tanto, falaz.
2 comentarios:
Si, el término populista se usa de manera muy imprecisa .No es lo mismo demagogia que populismo ..
Jaime: lástima no entrarle a la relación dialéctica entre populismo y posverdad (quedó solo en el último párrafo como verdad circunstancial y no esencial). De ahí es un saltito para diferenciar el discurso populista del realmente progresista, ambos como expresiones opuestas de la lucha de clases que intenta negar la derecha=populismo. Saludos, Jaime, gracias por su aporte.
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