Un sentimiento de superioridad contradice lo que fueron los valores de las izquierdas en el siglo pasado y contrasta con el compromiso que mantuvieron los universitarios de izquierda durante mucho tiempo.
Las izquierdas surgieron dos siglos atrás como representación de las clases oprimidas en lucha contra el sistema capitalista. En las diversas vertientes de esta corriente, desde las inspiradas en Marx hasta las seguidores de Bakunin o de Jesucristo, no se trataba de enmendar el sistema, sino de superarlo, en la convicción de que los parches no podían poner fin a los sufrimientos de las personas oprimidas, sino estirarlos hasta la eternidad.
Con el tiempo, la irrupción de las izquierdas se fue normalizando, aparecieron vertientes que apostaban a una sucesión de reformas como el mejor camino para alcanzar la superación del capitalismo, en tanto otras apostaban a la revolución, identificada con la toma del poder estatal. Hasta comienzos del siglo pasado, todas se proponían “tomar el cielo por asalto” por diferentes caminos.
Con la Primera Guerra Mundial surgieron algo más que diferencias. Cuando la izquierda alemana apoyó a “su” burguesía en la carnicería desatada en Europa, el golpe fue tan fuerte que merecía alguna explicación, sobre todo porque una parte considerable de las bases de esos partidos apoyaban el viraje chovinista. Lenin, y luego otros dirigentes, consideraron que en los países centrales había surgido, gracias a la explotación de las colonias, una camada de trabajadores privilegiados a los que denominó “aristocracia obrera”.
Ese sector estaba más interesado en acomodarse lo mejor posible dentro del sistema que arriesgar sus privilegios para superarlo, en una lucha que, como ya mostraban los bolcheviques, no sería un camino de rosas.
Un siglo después, ya no se trata de una aristocracia obrera la que conforma la base social de los partidos de izquierda, sino un entramado más complejo, y sobre todo, completamente novedoso.
Entre las fuerzas de izquierda, el debate más fuerte sobre este tema lo propone la alemana Sara Wagenknecht, que decidió separarse de Die Linke (La Izquierda) y formar su propio partido. Ha sido acusada de coincidir en algunos aspectos con la ultraderecha y de ser pro rusa, pero lo que interesa es si sus argumentos tienen sustento. En una reciente entrevista criticó el conformismo: “Hoy día, quien quiere expresar su descontento contra la política imperante no suele votar por la izquierda, sino por la derecha”, ya que ha sido más capaz de abordar las preocupaciones de las personas empobrecidas (Público, 7/7/24).
En su análisis sociológico de las personas a las que se dirige la izquierda, dice que “hace política pensando en activistas con formación académica en las grandes ciudades y no se están dando cuenta de que están despreciando a sus antiguos votantes”.
La política alemana lanza una bomba de profundidad, al acusar a los partidos de ese signo de ser liberales de izquierda: “En la clase media académica de las grandes ciudades nos encontramos con un entorno liberal de izquierda que tiende a ver sus propios privilegios y hábitos de consumo como virtudes morales. La gente compra en tiendas naturistas, valora el lenguaje políticamente correcto, está comprometida con la protección del clima, los refugiados y la diversidad y mira con arrogancia a las personas que nunca han podido ir a la universidad, viven en entornos de ciudades pequeñas o rurales y tienen que luchar mucho más duro para mantener la poca riqueza que tienen”.
Por su parte, el historiador Emmanuel Todd sostiene en La derrota de Occidente que la nueva estratificación educativa, con la expansión de la educación superior hasta 25 por ciento de la población, ha creado una “oligarquía de masas”, o sea “gente que vive en su propia salsa y que se cree superior”. Se trata de un concepto provocador, pero tal vez adecuado para describir esta nueva realidad.
Todd sostiene que la capacidad de leer y escribir fue el fundamento de la democracia, ya que alimentaba un sentimiento de igualdad. Pero eso ha cambiado. “El desarrollo de la enseñanza superior ha terminado por transmitir a 30 o 40 por ciento de una generación el sentimiento de ser verdaderamente superiores: una élite masiva” (p. 115).
Quienes desde la izquierda dicen representar al pueblo, para Todd “ya no respetan a las personas con educación primaria y secundaria”, a tal punto que llegan a considerar que “los valores de las personas con educación superior son los únicos legítimos” (p. 116).
Ese sentimiento de superioridad contradice lo que fueron los valores de las izquierdas en el siglo pasado y contrasta con el compromiso que mantuvieron los universitarios de izquierda durante mucho tiempo.
Es evidente que son posiciones polémicas y enojosas para muchas personas honestas de izquierda. Sin embargo, creo que es necesario debatir en profundidad y no quedarnos aletargados con relatos que cantan victorias inexistentes (como está sucediendo ahora en Francia), porque en realidad estamos caminando hacia un abismo humanitario tan inédito como profundo. Prefiero la incomodidad de la crítica y la autocrítica a un conformismo que revela falta de compromiso.
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