sábado, 20 de julio de 2024

Trump, Biden, las elecciones y las relaciones con Cuba

 Hay muchas razones por las cuales Donald Trump y el liderazgo del partido republicano pueden sentirse sumamente optimistas sobre sus posibilidades de imponerse amplia y contundentemente en las elecciones generales de este año.

Carlos Alzugaray / www.jovencuba.com

El presidente Biden, principal contrincante de Trump en la porfía por ganar estos comicios, fracasó estrepitosamente en su objetivo de tener una participación razonablemente eficaz en el primer debate de la campaña, el pasado 27 de junio. No sólo naufragó su intento de borrar la fuerte percepción de que se encuentra en un avanzado estado de senilidad que le impedirá gobernar efectivamente, sino que fortaleció la presunción de que debe retirarse y abrirle el paso a un candidato más joven y con más energía que pueda ganarle a Trump y dirigir el partido demócrata a vencer en una de las elecciones más consecuentes de los últimos años. Como era de esperar se están levantando cada vez más voces que demandan se haga a un lado, entre ellas la de la prestigiosa e influyente Junta Editorial del New York Times.
 
El 2 de julio, la Corte Suprema de los Estados Unidos se pronunció sobre el pedido de Donald Trump de que se le reconociera la inmunidad total sobre todos sus actos oficiales y no oficiales.
 
Si bien la Corte no le otorgó lo que pretendía, sí dio a conocer a través de un confuso veredicto que prácticamente se hace imposible que puedan concluirse antes de las elecciones presidenciales del martes 5 de noviembre los enjuiciamientos penales que se siguen contra el ex presidente republicano.
 
La decisión ha obligado, incluso, a que el juez Juan Merchan posponga para septiembre la imposición de la sanción que le correspondería a Trump después de ser declarado culpable por un jurado de ciudadanos neoyorquinos de los delitos relacionados con el llamado «caso de Stormy Daniels» que implican pagos secretos presuntamente realizados el candidato a la presidencia para silenciar su supuesta relación extramarital con una actriz de cine para adultos, lo que generó controversias legales y políticas significativas. Esto abre el camino para que, si es electo, Trump, en su calidad de Primer Mandatario, cancele las dos investigaciones federales que aún se le siguen por el Departamento de Justicia.
 
En adición, las encuestas siguen dando que los republicanos mantendrán el control de la Cámara de Representantes y tienen posibilidades de recuperar el Senado.
 
En resumen, a la altura de principios de julio, con sólo 4 meses por delante, Donald Trump y el partido republicano parecen estar en posición de obtener una victoria categórica. No obstante, esta confianza puede ser ilusiva.
 
El candidato que «gana» o «pierde» un debate presidencial es algo que depende de la impresión subjetiva de los ciudadanos que lo vieron y de cómo eso afecta su predisposición a votar de una forma u otra. Y como la elección es dentro de 4 meses, lo que ocurre de inmediato no es lo definitivo. Lo que sucedió es que Biden fracasó en lograr lo que perseguía, que parece lo mismo, pero no es igual. La pobre actuación del demócrata no significa necesariamente que Trump ganara nuevos votantes. Por otra parte, en el restante tiempo de campaña nuevos acontecimientos podrían hacer olvidar el debate.
 
No obstante, el impacto inmediato es incontrovertible, como lo es el significado que tendría una victoria de Trump y del partido republicano en noviembre para el sistema político norteamericano y para la elite gobernante, que ha diseñado un modelo bajo una pretensión democrática liberal. Este debería evitar dos «peligros» que tradicionalmente se han identificado por parte de las clases dominantes: un verdadero gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; o un régimen encabezado por un líder populista autoritario y demagogo que echaría por tierra la división de poderes y otros rasgos centrales a esa república imperial.
 
La eventual retirada de Biden y sus consecuencias
 
A pesar de los múltiples análisis que culpan a la esposa del candidato, Jill, y a su entorno por el empecinamiento de Biden en no retirarse de la campaña, la realidad es que estamos ante un dirigente político que ambicionó siempre ser presidente y ha demostrado una y otra vez que sabe enfrentarse a las adversidades y superarlas.
 
Desde la temprana tartamudez infantil y en la adolescencia, hasta las derrotas electorales -comenzando en 1988 perdió 3 veces las campañas a la nominación de su partido-, pasando por las 3 tragedias familiares que pusieron a prueba su capacidad de recuperarse. Ha demostrado ser muy persistente y resiliente.
 
En 1972, recién electo senador por Delaware a los 30 años, Biden tuvo que superar la calamidad del fallecimiento de su primera esposa y de su única hija en un accidente de tránsito en el que fueron lesionados también sus dos hijos varones, Beau y Hunter.
 
Durante cinco años el más joven norteamericano electo al Senado hasta ese momento debió criar a sus hijos mientras se adaptaba a sus nuevas responsabilidades legislativas, hasta que en 1977 conoció y se casó con su actual esposa, la profesora Jill Biden, quien ha continuado con su labor docente, incluso luego de asumir su puesto como primera dama.
 
En el 2015 perdió por cáncer a su hijo mayor, Beau Biden, quien ya despuntaba como un hábil político después de servir en el Ejército de los Estados Unidos durante la guerra de Irak.
 
Los problemas de alcoholismo y abuso de drogas de su hijo menor, Hunter, comenzaron a principios de los 2000. El hoy candidato demócrata tuvo que enfrentarlos cuando se aprestaba a servir como vicepresidente del primer mandatario afronorteamericano en la historia de Estados Unidos, entre el 2008 y el 2016.
 
Como escribió su biógrafo, Evan Osnos, en un artículo de octubre del 2015 en The New Yorker, Biden hizo de tripas corazón cuando se vio obligado a reconocer a Hillary Clinton como la candidata de su partido para suceder a Barack Obama en el 2016. Ello no le impidió volver a la palestra política en el 2020 y ganar tanto la nominación presidencial de su partido como las elecciones de ese año contra Donald Trump.
 
Pero probablemente lo que más motiva al actual presidente en su empecinamiento por mantenerse en la campaña es su convicción de que Donald Trump representa un peligro letal para el sistema político norteamericano y que él es el único que puede impedir la hecatombe que ello implica, como escribió el editor del Irish Times, Fintan O'Toole, en The New York Review of Books, en su artículo titulado «Savior Complex».
 
Varios elementos importantes a la hora de considerar su retirada es el hecho de que pudiera ser muy tarde; Biden ya tiene asegurada la casi totalidad de los votos de los delegados elegidos para la Convención nacional demócrata en Chicago en el mes de agosto por lo que tendría que renunciar a ellos; la heredera natural para sustituirlo, la vicepresidenta Kamala Harris, tiene un nivel de aprobación muy bajo, similar al suyo; y dejar el asunto en manos de una «convención abierta» pondría en riesgo la unidad de su partido, condenándolo irremediablemente a la derrota. Este caos lo vivieron ya los demócratas precisamente en Chicago, la misma ciudad que acogerá la Convención este año, cuando, en 1968, Lyndon Johnson tomó la decisión de retirarse ante las crecientes protestas por la guerra de Vietnam.
 
Lo cierto es que resulta mucho más fácil hablar de la retirada de Biden que de diseñar un proceso que, sin afectar la unidad del partido, logre unirlo alrededor de un candidato más viable que el presidente.
 
¿Qué va a pasar en la campaña desde ahora hasta el 5/11?
 
El problema está ahí, y si la retirada del candidato demócrata tuviera lugar, debería hacerse con premura y concertación entre los distintos sectores del partido que incluyen las familias políticas de los clanes Obama y Clinton, los dirigentes congresionales, los gobernadores, los grandes donantes y otros grupos más. Candidatos hay, además de Kamala Harris, entre ellos los gobernadores Gavin Newsome (California) y Gretchen Whitmer (Michigan). La solución ideal en este caso es que se negocie un compromiso y que después se lleve a la Convención habiendo amarrado previamente que los delegados electos voten favorablemente, si es posible en primera ronda, por el candidato consensuado. Un llamado «floor fight» (confrontación a lo interno de la convención) entre dos o más candidatos podría ser muy contraproducente.
 
En este contexto la vicepresidenta Kamala Harris surgiría como la más probable, a pesar de todos sus inconvenientes: ha tenido un desempeño gris y sus cifras de aprobación son tan débiles como las de Biden. Pero, por otro lado, no deja de tener fortalezas: su género y etnicidad atraerían a votantes con esas características; tiene un récord político positivo pues ha ganado todas las elecciones a las que se ha presentado, como Fiscal Estadual y Senadora por California, con excepción de la última como candidata a la nominación presidencial en el 2020; y ha tenido un rol prominente en la defensa de los derechos reproductivos, cuestión ante la que Donald Trump es vulnerable; entre otros.
 
Pero tanto si el presidente Biden se mantiene en competencia como si se retira, Donald Trump y los republicanos no se pueden confiar en que ya tienen la elección en el bolsillo. El magnate neoyorkino sigue siendo una figura controversial propensa a decir y hacer cosas que ahuyentan a los electores moderados. Por ejemplo, en los últimos días ha estado amplificando un texto de otro internauta en su red social «Truth Social» -creada por Trump como alternativa a Facebook y Twitter luego de episodios de restricción de contenidos de estas plataformas- en el que se pide un tribunal militar televisado para juzgar por traición a la representante republicana Liz Cheney (hija del ex secretario de defensa de George W. Bush, Dick Cheney) y a que sean detenidos perentoriamente Joe Biden, Kamala Harris y otros dirigentes demócratas.
 
Existe la definitiva sospecha de que, una vez retornado a la presidencia, Donald Trump ordenará al Departamento de Justicia a encausar a todos sus oponentes políticos, aunque no haya evidencias de que han cometido algún crimen, y por tanto, actuara como el «líder autoritario» que tanto recelo causan no sólo en el electorado, sino entre las elites de poder.
Por otra parte, en ambos casos, con Biden o sin él, los demócratas sacarán al ruedo su artillería pesada y Trump no es necesariamente inquebrantable.
 
La decisión de la Corte Suprema puede revertirse en su contra por ser tan claramente motivada políticamente.
 
En todo caso, Trump no es invencible y la designación de un nuevo candidato demócrata no le facilitaría las cosas, por el contrario, se las complicaría porque habría un contrincante distinto.
 
Las relaciones cubano-norteamericanas luego de las elecciones
Analizado en sentido estricto, lo que el pueblo y el gobierno cubanos enfrentarán a partir del 21 de enero del 2025 se mueve entre dos extremos: o lo malo con posibilidad de alguna mejora (Biden o quien lo sustituya) o lo peor (Trump con el senador Marco Rubio de vicepresidente o secretario de Estado). La posibilidad de volver al camino de la confianza mutua y de la normalización que se inició con Obama no parece muy propicia a no ser que en un segundo mandato demócrata (con Biden, Kamala Harris u otro presidente) se manifieste una clara voluntad negociadora que debe comenzar con la retirada de Cuba de la lista de Estados promotores del terrorismo.
 
Aquí aclaro que en términos integrales no es viable hacer diferencia entre los cubanos que vivimos en Cuba y que seguimos siendo la inmensa mayoría, y los que viven fuera, sobre todo en Estados Unidos, a pesar de que son minoría, importante, pero una minoría. Ambos conjuntos deben participar en este proceso de acercamiento y normalización sin precondiciones con sus opiniones y criterios pero no se debe sobredimensionar su importancia en una negociación entre Estados, en la que no hay sustituto para los gobiernos como representantes de esos Estados.
 
A pesar de fracasar en su objetivo de producir un cambio de régimen en Cuba, la  guerra económica que Estados Unidos le declaró a la Isla en 1962 se ha constituido en el conjunto de sanciones o de medidas coercitivas unilaterales de más larga duración en la historia de la política exterior norteamericana, según han reconocido especialistas, organizaciones no gubernamentales y hasta altos funcionarios del Departamento de Estado. No hay ningún elemento que indique que esa situación cambiaría después de estas nuevas elecciones.
 
Lo que sí se puede vaticinar es que de triunfar Trump y de designar al Senador Marco Rubio en uno de los cargos claves de su administración, ambos intentarán incrementar la coacción y la presión económica con medidas aún más crueles y punitivas que las aplicadas en el 2019-2021, como la suspensión de remesas, la prohibición de viajes a Cuba por parte de residentes o ciudadanos norteamericanos de origen cubano y el acoso de las actividades comerciales normales de un pequeño país como Cuba con una economía abierta.
 
En uno u otro escenario, el gobierno cubano tiene una clara responsabilidad, de establecer y fomentar una economía próspera y sustentable con altas cotas de justicia social y equidad económica. Esto es de capital importancia si los líderes cubanos quieren enfrentar el futuro desde una posición sólida. Es cierto que en los últimos años este propósito se ha dificultado mucho debido a factores externos, incluyendo lo que los cubanos llamamos comúnmente «el bloqueo».
 
 
Esta guerra contra Cuba no tiene justificación ética ni moral alguna y pretende sobre todo castigar al pueblo cubano, dentro y fuera de la Isla, provocando «hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno»", como proclamó en su momento el tristemente célebre Memorándum Mallory. Pero eso no exime al gobierno cubano actual de su responsabilidad por ser remiso en aprovechar las oportunidades, muy limitadas, que ofreció la política de Obama entre el 2008 y el 2016, por ejemplo.
 
Las causas de ello residen en una visión ideológica rígida sobre el manejo de la economía y en la falta de audacia en abandonar la vieja mentalidad muchas veces marcada por una estéril dicotomía entre un capitalismo al que se le atribuyen todos los males y un socialismo utópico que ningún país ha logrado construir. Es necesaria una reevaluación a partir del viejo principio marxista de «llegar a la verdad por la práctica». En economía lo que funciona, funciona, lo que no funciona, no funciona.
 
Mientras ello no se logre no habrá desarrollo económico verdadero. Y una situación de crisis social, económica y política como la actual, convierte a Cuba en un actor muy vulnerable ante cualquier escenario, ya sea el de resistir una nueva embestida de medidas coercitivas unilaterales o una posibilidad de negociación que provenga de Washington. La historia más reciente demuestra que la negociación y cooperación con Estados Unidos sobre bases de igualdad y respeto mutuos son posibles y convenientes. Sólo hace falta un poco más de audacia y pragmatismo de parte de La Habana y de realismo y de racionalidad de parte de Washington.
 
Pero no se puede olvidar que, en la mayor parte de las ocasiones, la diplomacia estadounidense ha querido obtener concesiones sin una verdadera voluntad negociadora. Basta recordar el acuerdo migratorio de 1984 posteriormente reevaluado por la administración Clinton en 1994 después de la «crisis de los balseros».
 
Cuando las exitosas negociaciones tripartitas entre Cuba, Angola y Sudáfrica, a las que Estados Unidos asistió como observador, pudieron servir como antecedente para una negociación general entre ambos países, según lo propuso el entonces secretario de Estado Adjunto para África Subsahariana Chester Crocker. Pero la respuesta del entonces secretario de Estado James Baker fue que con Cuba no se negociaría nada que legitimara o beneficiara al «régimen cubano».
 
En aquel momento Washington exigía tres condiciones: fin de la alianza cubano-soviética; retirada de las tropas cubanas de África Sudoccidental; y solución negociada de los conflictos centroamericanos[1]. Todo ese se materializó a principios de la década de 1990 y la respuesta de Estados Unidos fue la adopción de las Leyes Torricelli y Helms-Burton que fortalecieron y codificaron las medidas de guerra económica. Hubo que esperar a que accediera al poder Barack Obama para que Washington reconociera que era necesario negociar con La Habana[2].
 
Quedaría un punto importante. ¿Qué papel puede jugar en estos procesos la importante emigración cubana en Estados Unidos, particularmente en el sur de la Florida?
 
Es iluso pensar que, si Estados Unidos enfoca sus intereses nacionales en Cuba desde una perspectiva realista, ello implicaría otra cosa que no fuera reconocer que la única autoridad cubana viable es el actual gobierno de la Isla, a pesar de sus múltiples debilidades y errores. Así lo hizo la administración de Barack Obama en el 2013 y ello constituyó uno de sus éxitos diplomáticos más importantes, como reconoció en su momento Susan Rice, quien ocupó dos de los cargos más importantes de la administración (Embajadora ante la ONU y Asesora Nacional de Seguridad) entre el 2009 y el 2017.[3]
 
Llevó además a acciones de cooperación bilateral y multilateral que fueron beneficiosas para los intereses de Estados Unidos. También lo fueron para la emigración cubana en ese país.
La emigración cubana en Estados Unidos no tiene la representatividad política necesaria para exigir un puesto en la mesa de negociaciones, aunque se beneficiaría de cualquier distensión pues ello le abriría espacios de cooperación y reconocimiento del gobierno cubano.
 
Es una emigración demasiado abigarrada y diversa en la que se manifiestan sectores extremistas encabezados por personajes de la calaña de Alexander Otaola, Rosa María Payá u Orlando Gutiérrez Boronat hasta sectores constructivos como los guiados por Carlos Lazo, Carlos Saladrigas, Max Lesnik. El gobierno cubano, sin prisa, pero sin pausa, se ha ido acercando a los distintos sectores razonables de esa emigración y no habría nada que impidiera avanzar en condiciones de normalización. Pero es iluso pretender que cualquiera de los dos actores estatales les asigne un lugar en la mesa. El tema se decide en Cuba con políticas económicas y sociales eficaces que fomenten la prosperidad individual y colectiva. Y esa es responsabilidad del liderazgo cubano.
 
 
Notas:
[1] Jorge Domínguez (2015), Prólogo en Diplomacia encubierta con Cuba: Historia de las Negociaciones Secretas entre Washington y la Habana, México: Fondo de Cultura Económica. Edición de Kindle, págs. 11-21.
[2] Para ampliar estos tres últimos párrafos, véase mi ensayo "Entre la normalización y una 'nueva guerra fría': las relaciones cubano-estadounidenses en tiempos post-pandémicos", en Susanne Gratius y Matías Mongan, El futuro de la Cuba Postrevolucionaria, Madrid: Editorial Tecnos, 2023, págs. 269-292.
[3] Susan Rice (2019), Tough Love: My Story of the Things Worth Fighting, New York: Simon & Schuster.
 
(*) Carlos Alzugaray. Embajador y Profesor Titular retirado, analista internacional independiente y ensayista cubano.

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