Existen abundantes pruebas de que el sistema agroalimentario mundial dominado por poderosas transnacionales, le interesa muy poco o nada la salud, el ambiente o la comida de las personas. Allí están los llamados contratos de compraventa a futuro, así como el perverso y elitista sistema de certificaciones de productos agrícolas.
Pedro Rivera Ramos / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Durante muchos siglos las personas realizaban sus actividades agrícolas y pecuarias en los campos y bosques del planeta, causando un impacto mínimo en los ecosistemas existentes. Más tarde, todo eso irá a cambiar con la introducción de razas de ganado exóticas y monocultivos con especies desconocidas, que con fines principalmente de exportación, se les impusieron a las comunidades locales para beneficio de los intereses mercantiles de las naciones industrializadas.
La producción local de alimentos, así como los hábitos alimentarios de los países del llamado Tercer Mundo fueron destruidos o modificados. Eso conllevó a que fueran forzados por diversas políticas, a que abandonaran la producción de raíces y tubérculos como yuca y camote; así como sus granos básicos tradicionales, para estimularlos a producir para el mercado internacional, azúcar, café, flores y frutas de gran demanda en los países ricos. En ese contexto, apareció la llamada Revolución Verde con su paquete tecnológico de variedades vegetales de alto rendimiento, tractores, introducción de nuevas razas de ganado, fertilizantes y plaguicidas químicos.
El resultado de este modelo perjudicial está a la vista: desplazamiento de poblaciones de sus tierras, deforestación, erosión de los suelos, pobreza, hambre, enfermedades causadas por los plaguicidas, contaminación del agua y agotamiento de las fuentes, pérdida de la biodiversidad agrícola y pecuaria. De modo que este modelo agrícola impuesto y vigente todavía, es el responsable de toda la degradación ambiental y de la fuerte dependencia comercial y económica de nuestros países, hasta el punto que muchas transnacionales que necesitan la biodiversidad de nuestros pueblos, para beneficio de la industria farmacéutica, química y biotecnológica, han conseguido que la deforestación sea enfrentada con el establecimiento de las llamadas zonas protegidas y no identificando y atacando sus verdaderas causas. Asimismo, son las principales responsables de que se haya reducido considerablemente el número de especies alimenticias que consumimos y de la ausencia de políticas dirigidas a preservar y desarrollar los parientes silvestres, de nuestros principales cultivos alimenticios.
Todo esto sirve para explicar perfectamente, porqué el actual modelo de desarrollo agrícola necesita con urgencia cambios, que promuevan formas de agricultura ecológica, más equitativas y sustentables; lo que por supuesto obligará a realizar transformaciones entre las fuerzas que determinan lo que se produce, cómo, dónde y para quién. Es decir, que la alternativa a ese modelo hay que buscarla en la soberanía alimentaria, basada principalmente en producir alimentos con métodos agroecológicos.
El mundo necesita con urgencia adoptar las medidas necesarias para facilitar una transición, hacia un tipo de agricultura de bajas emisiones de carbono y donde la prioridad resida en la conservación de los recursos naturales y biológicos y un aprovechamiento más eficiente de la energía; ya que cada día está más claro que la eficiencia energética de la pequeña producción agrícola, es más productiva que la de los agricultores de los países industrializados, donde el gasto en energía suele ser hasta cinco veces más elevado.
Con la puesta en práctica de políticas neoliberales y la imposición de tratados de libre comercio, los gobiernos contribuyeron a socavar las producciones nacionales de alimentos, al comprometerse a reducir o eliminar aranceles a la importación, desmantelando sus mecanismos de protección y regulación a la producción de sus agricultores y aceptando con escasa resistencia, que países industrializados practiquen dumping e inyecten subsidios directos e indirectos a la exportación de sus multinacionales. Hoy es evidente que los supuestos beneficios y ventajas que traerían la liberalización del comercio y la economía de los países, así como la apuesta por la producción de agrocombustibles y hasta la incorporación a las normas de la OMC, han quedado como promesas rotas.
Desde hace mucho tiempo se conoce que el mundo tiene la capacidad de alimentar más de 12 billones de personas. O sea, que la escasez de alimentos no es la causa del hambre ni de las crisis alimentarias, que con cierta frecuencia se producen en el mundo. Estas crisis alimentarias benefician a los grandes especuladores de los alimentos, que las aprovechan para subir artificialmente sus precios en el mercado mundial.
Por eso no es completamente cierto que el mundo necesite aumentar las investigaciones dirigidas a elevar los rendimientos de los cultivos, ya que los principales desafíos que se tienen para encontrar una alternativa de producción y consumo diferente al actual modelo, son de carácter político y no tienen nada que ver con la técnica. Lo que se necesita más que todo, es resolver para beneficio de la humanidad y sus millones de hambrientos, el acceso a los alimentos, a la tierra, las marcadas desigualdades que existen en los ingresos y facilitar una mejor y más justa distribución de la comida.
Eso conlleva en lo esencial, combatir la pobreza en las áreas rurales para eliminar el hambre y la pobreza en el mundo. Y para ello se necesita, sobre todo, mejorar las condiciones de salud, carreteras y educación de las comunidades, disponer de alimentos para todos, aumentar los ingresos de los pequeños agricultores, garantizar la sostenibilidad de los recursos naturales y detener la pérdida de la biodiversidad.
Cuando la Organización Mundial de la Alimentación (FAO) cumple 79 años de fundada este 16 de octubre de 2024 y decide que su lema por el Día Mundial de la Alimentación sea: “Derecho a los alimentos para una vida y futuros mejores”, en el mundo hay 733 millones de personas (9.1% de la población del planeta) padeciendo por hambre, de ellos en América Latina y el Caribe la cifra supera los 40 millones. Cruda realidad que pone fuertemente en duda, si esta organización de las Naciones Unidas está cumpliendo el cometido para el que fue originalmente creada. Es inaceptable que, a estas alturas de existencia de la FAO, haya seres humanos, como sucede en barriadas miserables de Puerto Príncipe, en Haití, consumiendo galletas de barro, elaboradas con barro seco amarillo, sal, agua y mantequilla, para paliar el hambre, y encima deban pagar por ellas porque no son gratis.
Sin dudas que el cambio climático representa una amenaza muy seria y creciente a la seguridad alimentaria en el mundo, con el aumento de la temperatura, la degradación de la tierra, escasez de agua, pérdida de la diversidad biológica, entre otros efectos. Esta situación se agrava cuando el modelo de agricultura industrial y el sistema alimentario global, contribuyen con la emisión de los tres principales gases de efecto invernadero: dióxido de carbono, metano y óxido nitroso, que son generados por el uso del petróleo, fertilizantes y agrotóxicos químicos; así como con la deforestación o destrucción de bosques y sabanas y el crecimiento de la producción animal. Esto hace que sean así responsables de más del 50 % de las emisiones de gases de invernadero, si consideramos que este modelo se encarga de transportar, procesar, almacenar y congelar los alimentos ya convertidos en mercancías y los insumos para desarrollar estas actividades.
A estas emisiones de gases de efecto invernadero generados por la agricultura industrial, hay que agregarles también, las que aporta el considerable desperdicio de los alimentos producidos por el sistema alimentario global, que según la FAO llegan a alcanzar el 40% de pérdidas a nivel mundial, de ese porcentaje se pierden en América Latina hasta 80 toneladas.
La necesidad y urgencia de realizar transformaciones profundas en el sistema agroalimentario mundial se derivan, entre otras cosas, porque solo es responsable de alimentar el 30% de la población mundial y más de la mitad de sus cosechas van destinadas a alimentar animales, mientras que el 70% restante de la población es alimentada gracias a las producciones de pequeños campesinos e indígenas.
De allí que, para las grandes transnacionales mundiales de los alimentos, lo que importa, al fin al cabo, no es la comida ni la salud de las personas y mucho menos el medioambiente, sino el dinero, por eso no tienen ningún problema o dificultad por verse envueltos en la producción de químicos tóxicos, agrocombustibles, transgénicos y hasta increíblemente, en productos ecológicos. Todavía hoy se puede recordar cómo hace pocos años atrás, apostaron por la producción de agrocombustibles, lo que provocó que comenzara repentinamente una escasez de alimentos con la desaparición de granos básicos y subieran los precios de las materias primas agrícolas. En ese escenario, la mayoría de los gobiernos de América Latina optaron por la dependencia alimentaria y la renuncia en los hechos, a defender políticas de seguridad y soberanía alimentaria.
Otro rasgo muy notorio que se observa desde hace algunos años, entre las grandes empresas mundiales de la agroindustria y la alimentación, es un alto proceso corporativo con la creación de poderosos conglomerados empresariales. Solo el mercado mundial de plaguicidas y de semillas comerciales, está en manos de un puñado de empresas en todo el mundo, obteniendo así unos ingresos exorbitantes. Por ejemplo, la transnacional Bayer solo en el año 2023, reportó ingresos anuales por la venta de su plaguicida estrella, el glifosato, por la suma de 10 mil millones de dólares.
Esta concentración monopólica de las corporaciones también se presenta en el sector de la alimentación y ventas de alimentos, donde solamente 4 empresas dominan el suministro mundial de alimentos (Bayer, Corteva, ChemChina y Limagrain). De ese modo, han podido controlar casi en un 70% el mercado agrícola mundial y con ese enorme poder, provocan la volatilidad de los precios de las materias primas agrícolas. Además, estas empresas controlan cientos de miles de hectáreas en casi todos los grandes países agrícolas y gracias a ello, pueden determinar lo que se come en todo el mundo.
Existen abundantes pruebas de que el sistema agroalimentario mundial dominado por poderosas transnacionales, le interesa muy poco o nada la salud, el ambiente o la comida de las personas. Allí están los llamados contratos de compraventa a futuro, así como el perverso y elitista sistema de certificaciones de productos agrícolas. A esto se suman los plaguicidas tóxicos con su incalculable daño a los ecosistemas, sobre todo los insecticidas del tipo neonicotinoides, uno de los más utilizados en el planeta, responsables principales de la desaparición de las abejas polinizadoras, que garantizan la polinización de tres cuartas partes de nuestros cultivos alimenticios.
De esa agricultura industrial también tenemos ahora un número considerable de productos nanotecnológicos en plaguicidas, donde las nanopartículas producen radicales libres que afectan el ADN de las células y se pueden trasladar en agua y suelos con daños a la vida microbiana. Estas partículas nano también se encuentran agregados como aditivos alimentarios, porque para el sistema agroalimentario global no hay límites ni freno alguno; hasta el punto que ya la celulosa nos las hace comer, cuando sustituyen la harina y el aceite para darle textura a los alimentos procesados, porque es más barata, es comestible y aseguran que aun cuando es indigerible, no es venenosa.
Los contratos de futuros han aparecido en la economía capitalista como contratos de compraventa de productos básicos o commoditys (agrícolas, petróleo, gas, metales u otros valores, bienes o servicios), que son acuerdos negociados en una Bolsa situadas en ciudades como Chicago o Nueva York, que obliga a las partes contratantes a comprar o vender un producto en una fecha futura y con un precio previamente establecido.
Son contratos muy susceptibles a la especulación y generalmente surgen, cuando se sabe que el bien es escaso. Por ser los precios de las materias primas agrícolas muy volátiles, esta particularidad hace que los contratos de futuros sean ideales para la actividad especulativa en los mercados globales. Ciertamente que implican muchos riesgos, pero también concede un gran y decisivo poder en la economía capitalista de nuestros días.
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