La crisis que vivimos no es el fracaso de una especie, es el fracaso de un sistema. Esta es la historia de un modelo interpretativo alternativo que ve en el Antropoceno un discurso sesgado que culpa a las víctimas y que constituye un débil hito para el nuevo movimiento verde.
Jason W. Moore / Rebelion
Para cualquiera que no sea un negacionista del clima, hay una respuesta fácil a la pregunta: la humanidad. ¿Quién, en su sano juicio, cuestionaría la idea de que el cambio climático es antropogénico (causado por los humanos)? ¿Acaso no vivimos en el Antropoceno: la Era de los Humanos como fuerza geológica?
Bueno, sí y no. Resulta que decir «¡Han sido los humanos!» puede oscurecer tanto como aclarar. Hay una gran diferencia política entre decir «¡Los humanos lo hicieron!» –y decir «¡Algunos humanos lo hicieron!»–. Los pensadores radicales y los activistas de la justicia climática han empezado a cuestionar una distribución crudamente igualitaria de la responsabilidad histórica del cambio climático en un sistema comprometido con una distribución drásticamente desigual de la riqueza y el poder. Desde este punto de vista, la expresión cambio climático antropogénico [incluye igualitariamente a todos los humanos] es una forma especial de culpar a las víctimas de la explotación, la violencia y la pobreza. ¿Una alternativa más acertada?: la nuestra es una era de crisis climática capitalogénica.
Capitalogénico: «causado por el capital». Al igual que su hermano, Capitaloceno, puede sonar incómodo cuando se pronuncia. Sin embargo, esto no tiene mucho que ver con la palabra: se debe a que, bajo la hegemonía burguesa, se nos enseña a mirar con recelo cualquier lenguaje que nombre al sistema. Pero nombrar el sistema, la forma de opresión y la lógica de la explotación es lo que siempre hacen los movimientos sociales emancipadores. Los movimientos por la justicia se desarrollan a través de nuevas ideas y nuevos lenguajes. El poder de nombrar una injusticia encauza el pensamiento y la estrategia, algo que pusieron de relieve los movimientos obreros, anticoloniales y feministas a lo largo del siglo XX. En este sentido, el ecologismo dominante desde 1968 –el «ecologismo de los ricos» (Peter Dauvergne)– ha sido un completo desastre. La «huella ecológica» dirige nuestra atención al consumo individual orientado al mercado. El Antropoceno (y antes de eso, la nave espacial Tierra) nos dice que la crisis planetaria es más o menos una consecuencia natural de la naturaleza humana, como si la crisis climática actual fuera una cuestión de que los humanos sean humanos, igual que las serpientes serán serpientes y las cebras serán cebras. La verdad es más matizada, identificable y procesable: vivimos en el Capitaloceno, la Era del Capital. Sabemos –históricamente y en la crisis actual– quiénes son los responsables de la crisis climática. Tienen nombres y direcciones, empezando por los ocho hombres más ricos del mundo, con más riqueza que los 3.600 millones de seres humanos más desfavorecidos.
Se trata de una controversia sobre la geohistoria, que incluye los cambios biogeológicos como elementos fundamentales de las historias humanas de poder y producción. Aquí, el Capitaloceno se enfrenta a un segundo Antropoceno: el Antropoceno Popular. Este segundo Antropoceno abarca un debate mucho más amplio en las humanidades y las ciencias sociales. Es una conversación sobre el desarrollo histórico y las realidades contemporáneas de la crisis planetaria. No hay una separación nítida y ordenada, y muchos científicos del sistema Tierra se han alegrado de pasar del Antropoceno geológico al Antropoceno popular, ¡y luego otra vez de vuelta!
Para el Antropoceno Popular, el problema es el Hombre y la Naturaleza –un problema que contiene más que un pequeño sesgo de género, como deja claro Kate Raworth cuando bromea diciendo que estamos viviendo el Mantropoceno [Era del Varón; man, entendido como hombre varón]–. Este Antropoceno presenta un modelo de crisis planetaria que es cualquier cosa menos nuevo. Reencarna una cosmología de la Humanidad y la Naturaleza que se remonta en algunos aspectos a 1492, y en otros a Thomas Malthus en el siglo XVIII. Es la narración de la Humanidad haciendo cosas terribles a la Naturaleza. Y como siempre, el fantasma de la superpoblación es el motor de esas cosas terribles –una idea que ha justificado sistemáticamente la opresión violenta de las mujeres y los pueblos de color–.
Quizá hayas notado que he escrito con mayúsculas las palabras Humanidad y Naturaleza. Esto se debe a que no son meras palabras, sino abstracciones que han sido tomadas como reales por los imperios, los estados modernizadores y los capitalistas para rebajar la naturaleza humana y extrahumana de todo tipo. Históricamente, la mayoría de los seres humanos han sido prácticamente excluidos de la pertenencia a la Humanidad. En la historia del capitalismo, ha habido poco espacio en el Antropos [Ser humano] para cualquiera que no fuera blanco, varón y burgués. Desde 1492, los súper ricos y sus aliados imperiales despojaron a los pueblos de color, a los Pueblos Indígenas y a casi todas las mujeres de su Humanidad, y los asignaron a la Naturaleza –para que pudieran transformarse en oportunidades lucrativas–. El resultado es que la cosmología del Hombre y la Naturaleza en el Antropoceno Popular no sólo es una analítica errónea, sino que está implicada en historias prácticas de dominación. Cuando el Antropoceno Popular se niega a nombrar el cambio climático capitalogénico, no ve que el problema no es el Hombre y la Naturaleza, sino ciertos hombres comprometidos con la dominación y destrucción de la mayoría de los seres humanos y del resto de la naturaleza.
Por tanto, la insinuación del Antropoceno Popular de que todos los humanos lo hicieron es indudablemente falsa. La cuota de emisiones de CO2 de América y Europa occidental entre 1850 y 2012 es tres veces mayor que la de China. Ni siquiera basta esto. Esta contabilidad nacional equivale a achacar la responsabilidad de la crisis climática a toda la población por igual. No tiene en cuenta el papel central del capital estadounidense y europeo occidental en la industrialización mundial desde 1945. Por ejemplo, desde la década de 1990, las emisiones de China han servido en su mayoría a los mercados de exportación europeos y estadounidenses, y durante décadas fueron financiadas por una inversión extranjera masiva. Existe un sistema global de poder y capital que siempre está hambriento de más Naturaleza Barata, lo que desde la década de 1970 ha provocado un drástico aumento de la desigualdad de clases. Refirámonos a los Estados Unidos, el líder histórico mundial en la carbonización de la atmósfera. Asignar a todos los estadounidenses la misma responsabilidad del calentamiento global es un falso reduccionismo. Estados Unidos fue, desde el principio, una república de estilo apartheid basada en el genocidio, la desposesión y la esclavitud. Solo un grupo muy concreto de estadounidense es el responsable de las emisiones de EE.UU.: los propietarios del capital, de las plantaciones y los esclavos (o de las actuales prisiones privadas), de las fábricas y los bancos.
Por tanto, el argumento del Capitaloceno rechaza tanto la simplona aseveración antropocéntrica –«Hemos conocido al enemigo y somos nosotros» (como en el icónico cartel de Walt Kelly del Día de la Tierra de 1970)– como el reduccionismo económico. Sin duda, el capitalismo es un sistema de eterna acumulación de capital. Pero la tesis del Capitaloceno asegura que para entender la crisis planetaria actual, debemos considerar el capitalismo como una ecología mundial del poder, la producción y la reproducción. Desde esta perspectiva, los momentos «sociales» de la dominación moderna de clase, la supremacía blanca y el patriarcado están íntimamente relacionados con los proyectos medioambientales destinados a la acumulación interminable de capital. En esencia, la gran innovación del capitalismo, desde sus orígenes a partir de 1492, fue inventar la práctica de apropiación de la Naturaleza. [El capitalismo] impuso que la Naturaleza no era una simple idea, sino una realidad territorial y cultural que confinaba y vigilaba a las mujeres, los pueblos colonizados y las redes de vida extrahumanas. Porque las redes de vida se resisten a la estandarización, la aceleración y la homogeneización de la maximización del beneficio capitalista, el capitalismo nunca ha sido estrictamente económico; la dominación cultural y la fuerza política han hecho posible la devastación capitalógena de la naturaleza humana y extrahumana en todo momento.
¿Por qué 1492 y no 1850 o 1945? No hay duda de que los famosos gráficos del «palo de hockey» del Antropoceno indican importantes puntos de inflexión relacionados con la carbonización y otras acciones en cada una de esas épocas, especialmente en la última. Sin embargo, son solo representaciones de las consecuencias, no de las causas de la crisis planetaria. La tesis del Capitaloceno promueve análisis que conectan tales consecuencias con las historias más largas del dominio de clase, el racismo y el sexismo, todas las cuales se desarrollaron, en el sentido moderno, después de 1492.
A partir del siglo XVI, se produjo una ruptura en la forma en que los científicos, los capitalistas y los estrategas imperiales entendían la realidad planetaria. En la Europa medieval, los humanos y el resto de la naturaleza se interpretaban en términos jerárquicos, como la Gran Cadena del Ser. Pero no había una separación estricta entre las relaciones humanas y el resto de la naturaleza. Palabras como naturaleza, civilización, salvajismo y sociedad sólo adquirieron su significado moderno en la lengua inglesa entre 1550 y 1650. No por casualidad, ésta fue la época de la revolución agrícola capitalista de Inglaterra, de la revolución moderna de la minería del carbón y de la invasión de Irlanda (1541).
Este cambio cultural no se produjo de forma aislada en el mundo anglosajón –-también se produjeron movimientos similares en otras lenguas europeas occidentales más o menos en la misma época, a medida que el mundo atlántico experimentaba un cambio hacia el capitalismo–. Esta ruptura radical con las viejas formas de interpretar la realidad, antes holísticas (pero todavía jerárquicas) dio paso al dualismo de la Civilización y el Salvajismo.
Dondequiera y siempre que los barcos europeos desembarcaban soldados, sacerdotes y mercaderes, se encontraban inmediatamente con «salvajes». En la Edad Media, la palabra significaba fuerte y feroz; ahora significaba el antónimo de civilización. Los salvajes habitaban algo llamado tierra virgen, y la tarea de los civilizados conquistadores consistía en Cristianizar y Mejorar. En aquellos años, las tierras vírgenes se interpretaban a menudo como «baldíos» –y en las colonias, eso justificaba la devastación para que esas tierras y sus salvajes habitantes pudieran ser explotados a bajo precio–. El código binario de Civilización y Salvajismo constituye un sistema operativo fundamental para la modernidad, basado en despojar a los seres humanos de su humanidad. Esta desposesión –que no se produjo una sola vez, sino muchas– fue el destino de los pueblos indígenas, de los irlandeses, de casi todas las mujeres, de los esclavos africanos, de los pueblos coloniales de todo el mundo. Es esta geocultura capitalista la que genera un extraordinario abaratamiento de la vida y el trabajo, esencial para todo gran auge económico mundial, pero también violenta, degradante y autodestructiva.
El lenguaje de Sociedad y Naturaleza no es, por tanto, sólo el lenguaje de la revolución burguesa-colonial en su sentido más amplio, sino también una praxis de alienación, tan fundamental para la hegemonía capitalista como la alienación de las relaciones laborales modernas. Sociedad y Naturaleza constituyen el fetichismo de las relaciones alienadas esenciales de violencia y dominación bajo el capitalismo. La explicación de Marx del fetichismo de la mercancía, a través del cual los trabajadores llegan a percibir los frutos de su trabajo como un poder extraño al que están sometidos, es obviamente central. Hay otra forma de alienación que va a la par con este fetichismo de la mercancía: el fetichismo civilizatorio. Esa alienación no es entre «los humanos y la naturaleza». Es un proyecto de algunos humanos –blanco, burgués, masculino, durante el surgimiento del capitalismo– para rebajar a la mayoría de los humanos y nuestras formas de vida. Si el fetichismo de la mercancía significa un antagonismo fundamental entre el capital y el proletariado, el fetichismo de la civilización es el antagonismo histórico-mundial entre el capital y el biotariado (Stephen Collis) –las formas de vida, vivas y muertas, que proporcionan el trabajo/energía no remunerado que hace posible el capitalismo-.
El fetichismo civilizatorio nos enseña a interpretar la relación entre el capitalismo y la red de la vida como una relación entre objetos, en lugar de una relación de interiorización y exteriorización de la creación del entorno. Todo lo que Marx dice sobre el fetichismo de la mercancía fue prefigurado –tanto lógica como históricamente– por una serie de fetiches civilizatorios, siendo la línea entre civilización y salvajismo su pivote geocultural. El ascenso del capitalismo no inventó el trabajo asalariado; inventó el proletariado moderno en el marco de un proyecto cada vez más audaz de poner a trabajar todo tipo de naturalezas de forma gratuita o a bajo coste: el biotariado. Al igual que el fetichismo de la mercancía, el fetichismo de la civilización fue –y sigue siendo– no sólo una idea, sino una praxis y una racionalidad de dominación mundial. Desde 1492, esta línea –entre Civilizado y Salvaje– ha configurado la vida y el poder modernos, la producción y la reproducción. Reinventada en cada era del capitalismo, se reafirma ahora de forma poderosa –a medida que los populistas autoritarios resurgentes militarizan y aseguran las fronteras contra las «infestaciones» de refugiados impulsadas por la trinidad del Capitaloceno tardío: guerra interminable, desposesión racializada y crisis climática–.
El año 1492 marcó no sólo un cambio geocultural, sino también una transición biogeográfica sin precedentes en la historia de la humanidad. La Invasión Colombina marcó el inicio de una reunificación geohistórica de la Pangea, el supercontinente que se fragmentó en partes en progresivo distanciamiento 175 millones de años antes. Esta Pangea moderna serviría, a los ojos de los banqueros, reyes y nobles de Europa, como un almacén prácticamente inagotable de mano de obra barata, alimentos, energía y materias primas. Fue aquí, en la zona atlántica de la Pangea moderna, donde se originó el capitalismo y la crisis planetaria actual. En los tres siglos siguientes, la triple hélice del capitalismo, compuesta por imperio, capital y ciencia, hizo posible la mayor y más rápida transformación de la tierra y el trabajo en la historia de la humanidad. Sólo la génesis de la agricultura sedentaria en los albores del Holoceno, hace unos 12.000 años, puede rivalizar con la revolución ecológica del capitalismo primitivo. Siglos antes de las máquinas de vapor de Newcomen y Watt, los banqueros, latifundistas, industriales, comerciantes e imperios europeos transformaron las relaciones planetarias entre trabajo/vida/tierra a una escala y una velocidad de un orden de magnitud mayor que todo lo visto antes. Desde Brasil hasta los Andes y el Báltico, los bosques fueron talados, se impusieron sistemas de trabajo coercitivos a los africanos, a los pueblos indígenas y a los esclavos, y se enviaron suministros indispensables de alimentos baratos, madera y plata a los centros de riqueza y poder. Mientras tanto, las mujeres en Europa –¡por no hablar de las colonias!– fueron sometidas a un régimen de trabajo coercitivo más despiadado que cualquier otro conocido bajo el feudalismo. Las mujeres fueron expulsadas de la Civilización, sus vidas y su trabajo fueron estrictamente vigilados y redefinidos como “no trabajo” (Silvia Federici): precisamente porque el «trabajo de las mujeres» pertenecía a la esfera de la Naturaleza.
La historia de la crisis planetaria suele contarse a través de la lente de “la” Revolución Industrial. Nadie cuestiona que las sucesivas industrializaciones han coincidido con importantes puntos de inflexión en el uso de los recursos y la contaminación. (¡Pero la industrialización es muy anterior al siglo XIX!). Sin embargo, explicar los orígenes de la crisis planetaria en base a las transformaciones tecnológicas es un fabuloso reduccionismo. La Revolución Industrial de Gran Bretaña, por ejemplo, le debe todo al algodón barato, al trabajo no remunerado de generaciones de pueblos indígenas que coprodujeron una variedad de algodón adecuada para la producción mecanizada (G. hirsutum) [Gossypiumhirsutum, especie de algodón originaria de México, responsable del 90 % de la producción mundial], a los genocidios y desposesiones de los cherokees y otros pueblos en el sur de Estados Unidos, a la desmotadora de algodón que multiplicó por 50 la productividad laboral, a los africanos esclavizados que trabajaban en los campos de algodón. La industrialización inglesa tampoco fue posible sin la opresiva revolución de la fertilidad de género del siglo anterior, que sometió el cuidado y las capacidades reproductivas de las mujeres a los imperativos demográficos del capital.
Estas instantáneas de la historia del capitalismo nos dicen que este peculiar sistema siempre ha dependido de fronteras de Naturalezas Baratas –naturalezas no mercantilizadas cuyo trabajo puede ser apropiado gratuitamente o a bajo costo mediante la violencia, la dominación cultural y los mercados. Esas fronteras han sido cruciales porque el capitalismo es el sistema más prodigiosamente derrochador jamás creado. Esto explica la extraordinaria extroversión del capitalismo. Para sobrevivir, ha tenido que cercar el planeta como fuente de Naturaleza Barata y, al mismo tiempo, como vertedero planetario de desechos. Ambas fronteras, que permiten una reducción radical de costos y, por lo tanto, la maximización de las ganancias, ahora se están cerrando. Por un lado, la baratura es una relación sujeta a agotamiento –los trabajadores y los campesinos se rebelan y resisten, las minas se agotan, la fertilidad del suelo se erosiona–. Por otro lado, el acaparamiento por el capitalismo de la atmósfera planetaria y otros bienes comunes para sus desechos ha cruzado un umbral crítico. El cambio climático epocal es la expresión más dramática de este punto de inflexión, en el que la contaminación global desestabiliza cada vez más los logros epocales del capitalismo, sobre todo su régimen de alimentos baratos. Estas dos estrategias, Naturaleza Barata y Residuos Baratos, están cada vez más agotadas, a medida que la geografía de la creación de vida y la obtención de beneficios entran en una fase mórbida. La crisis climática –como nos recuerda Naomi Klein– lo está cambiando todo. La ecología mundial del capitalismo está atravesando una inversión histórica –o mejor, una implosión– a medida que la naturaleza deja de ser barata y comienza a presentar una resistencia cada vez más eficaz. Las redes de vida en todas partes están desafiando las estrategias de reducción de costos del capital y se están convirtiendo en una realidad que maximiza los costos para el capital. El cambio climático (pero no solo el cambio climático) hace que todo sea más caro para el capital –y más peligroso para el resto de nosotros-.
Este es el fin de la Naturaleza Barata. Lo que representa un gran problema para el capitalismo, construido sobre la praxis del abaratamiento: abaratamiento en el sentido del precio, pero también abaratamiento en el sentido de dominación cultural. La primera es una forma de economía política, mientras que la segunda es la dominación cultural que gira en torno a la hegemonía imperial, el racismo y el sexismo. Uno de los problemas centrales de la justicia planetaria actual es forjar una estrategia que vincule la justicia a través de y en torno a estos dos momentos. Consideremos que los resultados biofísicos más violentos y mortales de esta contaminación y estancamiento económico ahora recaen sobre aquellas poblaciones que se designan más consistentemente como Naturaleza desde 1492: las mujeres, las poblaciones neocoloniales, las personas de color.
Esta es una situación desesperada que nos afecta a todos en el planeta Tierra. Pero hay motivos para la esperanza. Una lección clave que he aprendido al estudiar la historia del clima en los últimos 2.000 años es la siguiente: las clases dominantes rara vez han sobrevivido a los cambios climáticos. El colapso del poder romano en Occidente coincidió con el Período Frío de la Edad Oscura (c. 400-750 d.C.). La crisis del feudalismo ocurrió aproximadamente un siglo después del comienzo de la Pequeña Edad de Hielo (c. 1300-1850 d.C.). Las crisis políticas más graves del capitalismo temprano –hasta mediados del siglo XX– coincidieron con las décadas más severas de la Pequeña Edad de Hielo en el siglo XVII. El clima no determina nada, pero los cambios climáticos están entretejidos en la trama de la producción, la reproducción, la gobernanza, la cultura… en resumen, ¡todo! Sin duda, los cambios climáticos que se están desarrollando ahora superarán a todo lo que hemos visto en los últimos 12.000 años. El “seguir como siempre” –-los sistemas de dominación de clase y producción y todo lo demás-– nunca sobrevive a grandes cambios climáticos. Por lo tanto, el final del Holoceno y el amanecer del Antropoceno Geológico pueden ser recibidos como un momento de posibilidad política trascendental –el fin del Capitaloceno–.
Sin duda, el capitalismo continúa. Pero es un hombre muerto todavía caminando. Lo que tiene que hacerse ahora es un cambio radical que vincule la descarbonización, la democratización y la desmercantilización. Para ello habrá que darle la vuelta a la lógica del Green New Deal [Nuevo Pacto Verde; GND, por sus siglas en inglés]. Esta visión radical llevará el vínculo crucial del GND entre justicia económica, provisión social y sostenibilidad medioambiental hacia la desmercantilización de la vivienda, el transporte, los cuidados y la educación –y garantizará la justicia alimentaria y climática desvinculando la agricultura de la tiranía de los monocultivos capitalistas–.
Es precisamente este impulso radical el que está en el centro de la conversación en la ecología mundial. Esa conversación se define por una apertura fundamental a repensar los viejos modelos intelectuales –pero no sólo, Sociedad y Naturaleza– y a alentar un nuevo diálogo de académicos, artistas, activistas y científicos que explore el capitalismo como una ecología del poder, producción y reproducción de la red de la vida. Es una conversación que insiste: No hay política del trabajo sin naturaleza, no hay política de la naturaleza sin trabajo; enfatizando que la Justicia Climática es Justicia Reproductiva; desafiando al Apartheid Climático con el Abolicionismo Climático.
El Capitaloceno no es, por tanto, una palabra nueva para hacer burla del Antropoceno. Es una invitación a una conversación sobre cómo podemos desmantelar, analítica y prácticamente, la tiranía del Hombre y la Naturaleza. Es una forma de dar sentido al infierno planetario, enfatizando que la crisis climática es un cambio geohistórico que incluye moléculas de gases de efecto invernadero pero que no puede reducirse a cuestiones de partes por millón. La crisis climática es un momento geohistórico que combina sistemáticamente la contaminación por gases de efecto invernadero con la división de clases climáticas, el patriarcado de clases y el apartheid climático. La historia de la justicia en el siglo XXI dependerá de lo bien que podamos identificar estos antagonismos e interdependencias mutuas, y de la habilidad con que podamos construir coaliciones políticas que trasciendan estas contradicciones planetarias.
Jason W. Moore es historiador ambiental y geógrafo histórico en la Universidad de Binghamton, donde coordina el World-Ecology Research Collective [Colectivo de Investigación de Ecología Mundial]. Es autor o editor, más recientemente, de Capitalism in the Web of Life (Verso, 2015) [El capitalismo en la red de la vida], Capitalocene orAnthropocene? (Ombre Corte, 2017), Anthropocene or Capitalocene? Nature, History, and the Crisis of Capitalism (PM Press, 2016) [¿Antropoceno o Capitaloceno? Naturaleza, historia y la crisis del capitalismo] y, con Raj Patel, A History of the World in Seven Cheap Things (University of California Press, 2017) [Una historia del mundo en siete cosas baratas]. Sus libros y ensayos sobre historia medioambiental, capitalismo y teoría social han sido ampliamente reconocidos, incluyendo el Premio Alice Hamilton de la American SocietyforEnvironmentalHistory (2003), el Distinguis hed Scholar ship Award de la Section on the Political Economy of the World-System (American Sociological Association [Premio de Beca Distinguida de la Sección de Economía Política del Sistema Mundial], 2002 por artículos, y 2015 por Web ofLife), y el Premio Byres y Bernstein en Cambio Agrario (2011). Coordina la Red de Investigación sobre Ecología Mundial.
Artículo del autor publicado online en diciembre de 2023:
On Capitalogenic Climate Crisis: Unthinking Man, Nature&theAnthropocene, and WhyIt Matters for Planetary Justice[pre-publication final, 2023] [Sobre la crisis climática capitalogénica: el hombre irreflexivo, la naturaleza y el Antropoceno, y por qué es importante para la justicia planetaria (versión final previa a la publicación, 2023)] https://www.researchgate.net/publication/376409495_On_Capitologenic_Climate_Crisis_Unthinking_Man__Nat…
Traducción al español:
– Jason W. Moore El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital, Ed. Traficante de Sueños, 2020, ISBN97884121259796
1 comentario:
Este artículo aporta mucho para nuevas interpretaciones de nuestras realidades. Muchas gracias a Con Nuestra América.
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